¿Quién podría desmentir lo obvio? Fernando Villegas es una vieja menopaúsica; en su caso no cabría hablar de andropausia, pues, aun cuando posee órganos masculinos, su performance televisiva, por lo general, responde mucho mejor al estereotipo de esa dama añosa y mañosa; cursi y miradora en menos, que tan bien representa al arribismo criollo. Y no cualquiera. Villegas está rodeado de ese halo de mañas que se ‘perfeccionan’ con los años: se vuelve más tolerante con las cosas que antes lo agobiaban, como el libertinaje sexual y las injusticias del capitalismo, y mucho más intolerante con aquello que pasa frente a sus narices como diverso y difuso, y por tanto, peligroso, como lo popular y lo folclórico; mucho más intolerante con los márgenes políticos y la disidencia.
A su edad, sin duda a Villegas le cae mal la cebolla y el sudor de los ‘rotos’, los comunistas y los fachos ultrones. Con toda certeza, el panelista de Chilevisión no compartiría le mesa con Gary Medel, le molestaría su aspecto ‘poblacional’ y que hablase con la boca llena; tampoco se comería una empanada caldúa en la calle, ni se tomaría un mate con Cristina Kirschner. Villegas es, qué duda cabe, un new rich, un neo cuico con capacidad ilimitada para despreciar todo aquello que no sea de su estirpe, ni merezca su beneplácito. Su antigua Renoleta ya no es un artilugio que fomente esa imagen del progre PPD que lo catapultó como buen panelista –no siempre asertivo ni prudente– en la época que compartía escenario con Carolina Rossetti. En suma, Villegas es un pesado.
En su defensa habría que apelar al conocido aforismo atribuido a Voltaire: estoy en completo desacuerdo con tus ideas, pero daría mi vida por tu derecho a defenderlas. Tal es el sentido de estas líneas. Villegas puede ser diferente, desde su condición de columnista, pasando por su incursión en la literatura, para desembocar en su aspecto más criticado como panelista en Tolerancia Cero. Sin embargo, tiene derecho a decir y pensar lo que quiera. Podrá gustar o no, pero así es la democracia, la civilización.
Desde su conocida petulancia, en la última edición de Tolerancia Cero, donde se encontraba invitada Carmen Gloria Quintana, quien junto a Rodrigo Rojas de Negri fue quemada viva por los integrantes de una patrulla militar en 1986, Fernando Villegas aludió al dicho ‘pasó la vieja’ para explicar –en muy malos términos, por lo demás– una supuesta extemporaneidad de la justicia chilena en materia de derechos humanos, suponiendo la misma suerte para el caso Quemados. Las palabras del panelista habrían pasado casi inadvertidas, incluso para la propia Carmen Gloria, de no ser por la medida adoptada por un librero de Ñuñoa, quien, enfurecido por el desatinado comentario de Villegas, decidió sacar de su negocio los libros de su autoría –aunque después debió recular.
La respuesta de la vieja Villegas no se hizo esperar, y de inmediato salió a ningunear la medida del libro censurador. “Me importa un cuete que una librería de barrio no venda mis libros”, alegó. Con ello se abrió una mediática discusión respecto a cuál de los dos era más fascista, si el panelista, por jugársela por la anhelada impunidad contra los crímenes de la dictadura, o el dueño de la librería, por su intolerancia incomprensible frente a alguien que piensa diferente.
Por cierto, ninguno de ellos corrió a sacudirse tan abominable mote. Por el contrario, tanto Villegas –quien subvaloró aún más la ultrajada vida de barrio y toda su riqueza arqueológica, de paso despreciando sin piedad al humilde almacenero y al panadero–, como el señor de los libros ñuñoinos, quien se develó como un gran intolerante, al censurar las ideas del sociólogo televisivo. Una discusión de baja estofa, sin dar la cara.
El asunto de fondo no debiere radicarse en quién de los aludidos es más facho que el otro, pues, en verdad, eso casi no importa más que a unos pocos, sino en la reflexión pendiente sobre cómo en Chile se ha llegado a este grado inmanente de relativismo moral. Es decir, hoy ya no se discute sobre la imprescriptibilidad de la justicia en términos de derechos humanos, sino que, lejos de abordarla como un valor irrenunciable y permanente de la sociedad, se la desplaza a las mazmorras, y en su lugar se privilegia la instalación de las vanidades de un panelista hiperventilado y las decisiones oportunistas de un librero incapaz de sostener su postura hasta el final. Un buen librero no es el que tiene más libros en sus anaqueles, ni una librería más espaciosa y ordenada con pulcritud, sino el más amplio de criterio, el más culto e inclusivo; vender libros no es lo mismo que vender clavos. De Villegas solo cabe lamentar que se haya desprendido de esa impronta de barrio que le dio el Colegio San Agustín, y de la cual él presumía, cuando aún no se agrandaba tanto, como ahora.