La ciudad en fin de semana transforma sus calles en flujos que rebasan la libido, embriagando los cuerpos jóvenes con el deseo de turno; lo que sea, depende la hora, el money o el feroz aburrimiento que los hace invertir a veces la selva rizada de una doncella por el túnel mojado de la pasión ciudad-anal.
Quizás estas crispadas relaciones son el agravante que enluta las aceras donde yiran las locas en busca de un corazón imposible, vampireando la noche por callejones, bajo puentes y parques donde la oscuridad es una sábana negra que ahoga los suspiros. La loca es cómplice de la noche en su penumbra de sitio eriazo donde es fácil evacuar la calentura, la fiebre suelta de un sábado cuando los chicos lateados de las poblaciones emigran al centro, en busca de una boca chupona que más encima les tire unos pesos.
La loca sabe el fin de estas aventuras, presiente que el después deviene fatal, sobre todo esta noche cargada al reviente. Algo en el aire la previene, pero también la excita ese olor a ultraje que se mezcla con la música. Esas ganas de no se qué. Ay, esa comezón de perra en leva, esa histeria anal que no le permite sentarse. Ay, ese fragor, ese cosquilleo hemorroide que enciende el alcohol como una brasa errante que la empuja afuera callejuela y fugitiva.
Pareciera que el homosexual asume cierta valentía en esta capacidad infinita de riesgo, rinconeando la sombra en su serpentina de echar el guante al primer macho que le corresponda el guiño. Algo así como desafiar los roles y contaminar sus fronteras. Alterar la típica pareja gay y la hibrides de sus azahares, conquistarse uno de esos chicos duros que al primer trago dicen nunca, al segundo probablemente, y al tercero, sí hay un pitillo, se funden en la felpa del escampado.
Por eso la noche de la marica huele a sexo, algo incierto la hace deambular por calles mirando la fruta prohibida. Apenas un segundo que resbala el ojo coliza hiriendo la entrepierna, donde el jeans es un oasis desteñido por el manoseo del cierre eclair. Un visaje rápido batiendo las pestañas en el aleteo cómplice con el chico, que se mira esa parte preocupado, pensando que tiene la cremallera abierta. Pero no es así, y sin embargo esa pupila aguja pincha ese lugar. Entonces el chico se da cuenta que esa parte suya vale oro para la loca que sigue caminando y disimulada gira la cabeza para mirarlo. Tres pasos más allá se detiene frente a una vitrina, esperando que el pendex se acerque para preguntarle de reojo: ¿En qué andas? Caminando. Caminemos. ¿Cómo te llamas?, da lo mismo, todos se llaman Claudio o Jaime cuando van junto a una loca que les promete algún panorama. A cambio el pendex se acomoda el bulto y se hace el simpático esperando que el destino sea un súper departamento con mucho whisky, música y al final una buena paga. Pero debe contentarse con un cigarro barato y después de dar vueltas y vueltas buscando un rincón oscuro, recalan en el sitio abandonado, lleno de basuras y perros muertos, donde la loca suelta la tarántula por la mezclilla erecta del marrueco. Allí el pequeño hombrecito, arropado en el fuego de esos dedos, se entrega al balanceo genital de la marica ternera mamando, diciendo: Pónemelo un ratito, la puntita no más. ¿Queris? Y sin esperar respuesta se baja los pantalones y se lo enchufa sola, moviéndose, sudando en el ardor del empalme que gime: Ay que duele, no tan fuerte, es muy grande, despacito. Que te gusta, que te parto, cómetelo todo, que ya viene, que me voy, no te movai, que me fui. Así, así calentito, el chico derrama su leche en el torniquete trasero, hasta la última gota espermea el quejido.
Sólo entonces la mira sin calentura, como si de un momento a otro la fragua del ensarte se congelara en un vaho sucio que nubla el baldío, la sábana nupcial donde la loca jadeando pide aún «otro poquito». Con los pantalones a media canilla, ofrece su magnolia terciopela en el recuajo que la florece nocturna. Partido en dos su cielo rajo, calado y espeluznante, que venga el burro urgente a deshojar su margarita. Que vuelva a regar su flor homófoga goteando blondas en el aprieta y suelta pétalos babosos, su gineceo de trasnoche incuba semillas adolescentes. Las germina el ardor fecal de su trompa caníbal. Su amapola erizo que puja a tajo abierta aún descontenta. Vaciada por el saque, un espacio estelar la pena por dentro. La pena por el pene que arrugado se retira a guardarse en su forro. Como una avispa que ha succionado miel de esas mucosas y abandona la corola retornando el músculo a su fetidez de vaciadero. Pasado el festín, su cáliz vacío la rehueca post-parto. Iluminado por ausencia, el esfínter marchito es una pupila ciega que parpadea entre las nalgas. Así fuera un desperdicio, una concha tuerta, una cuenca marisca, un molusco concheperla que perdió su joya en mitad de la fiesta. Y sólo le queda la huella de la perla, como un boquerón que irradia la memoria del nácar sobre la basura. Tal fulgor, contrasta con el haz tenue del farol que recorta en sombra la tula plegada del chico, el péndulo triste en esa lágrima postrera que amarilla el calzoncillo cuando huyendo toma la micro salpicado de sangre. Preguntándose por qué lo hizo, por qué le vino ese asco con él mismo, esa hiel amarga en el tira y afloja con el reloj pulsera de la loca que le decía: Es un recuerdo de mi mamá, suplicando. La loca que chillaba como un berraco cuando vio el filo de la punta, ese insignificante cortaplumas que él usaba para darse los brillos. Que jamás había cortado a nadie pero la loca gritaba tanto, se fue de escándalo y tuvo que ensartarla una y otra vez en el ojo, en la panza, en el costado, donde cayera para que se callara. Pero no caía ni se callaba nunca el maricón porfiado. Seguía gritando, como si las puntadas le dieran nuevos bríos para brincar a su marioneta loca que se baila la muerte. Que se chupa el puñal como un pene pidiendo más, «otra vez papito», la última que me muero. Como si el estoque fuera una picana eléctrica y sus descargas corbaran la carne tensa, estirándola, mostrando nuevos lugares vírgenes para otra cuchillada. Sitios no vistos en la secuencia de poses y estertores de la loca teatrera en su agonía. Tratando de taparse la cara, descuidando la axila elástica que se raja en los tendones. Calada en el riñón la marica en pie hace de aguante, posando Monroe al flashazo de los cortes, quebrándose Marilyn a la navaja Polaroid que abre la gamuza del lomo modelado a tajos por la moda del destripe. La star top en su mejor desfile de vísceras frescas, recibiendo la hoja de plata como un trofeo. Casi humilde su pescuezo flechado se tuerce garbo para el aluminio que lo escabecha. Casi casual ataja el metal como si fuera una coincidencia, un leve rasguño, un punto en la media, una rasgadura del atuendo Cristián Dior que en púrpura la estila. La marica maniquí luciendo el looks siempre viva en la pasarela del charco, burlesca en el muac de besos que troca por una destellada, irónica en el gesto cinematográfico ofrece sus labios machucados al puño que los clausura. Otra vez endurecido, el pantalón del chico es un dedo que la apunta y despunta alfileteada en los claveles lacres que le brotan en el pecho. Guiñapo de loca que resiste amanerado llevando al extremo la templanza del macho. Conteniendo el vómito de copihues lo coquetea, lasciva al ruedo lo desafía. La noche del erial es entonces raso de lid, pañoleta de un coliseo que en vuelo flamenco la escarlata. Espumas rojas de maricón que lo andaluzan flameando en el tajo. Torero topacio es el chico poblador que lo parte, lo azucena en la pana hirviendo, trozada Macarena. Atavío de hemorragia la maja cola menstrua el ruedo, herida de muerte muge gorgojos y carmines pidiendo tregua, suplicando un impás, un intermedio, para retomar borracha la punzada que la danza. Pero el nene nuevamente erecto, sigue desguazando la charcha gardenia de la carne. Un velo turbio lo encabrita por linchar al maricón hasta el infinito. Por todos lados, por el culo, por los fracasos, por la policia y sus patadas, por cada escupo devolver un beso sangriento diciendo con los dientes apretados: ¿No queríai otro poquito?
En la mañana las excedencias corporales imprimen la noticia. El suceso no levanta polvo porque un juicio moral avala estas prácticas, sustenta el ensañamiento en el titular del diario que lo vocea como un castigo merecido: «Murió en su ley», «El que la busca la encuentra», «Lo mataron por atrás» y otros tantos clichés con que la homofobia de la prensa amarilla acentúa las puñaladas.
El tema rezuma muchas lecturas y causas que siguen girando fatídicas en torno al deambular de las locas por ciertos lugares. Sitios baldíos que la urbe va desmantelando para instalar nuevas construcciones en los rescoldos del crimen. Teatros lúgubres donde la violencia contra homosexuales excede la simple riña, la venganza o el robo. Carnicerías del resentimiento social que se cobran en el pellejo más débil, el más expuesto. El corazón gitano de las locas que buscan una gota de placer en las espinas de un rosal prohibido.
Por Pedro Lemebel
Escritor