Por Isabel Orellana y Rodri Mallea
Son diversas las lecciones que sacamos desde las izquierdas después del 4 de septiembre, evaluando crítica y autocríticamente el resultado de un plebiscito que rechazó el borrador del texto constitucional que proponía un avance sustantivo en derechos demandados históricamente por movimientos sociales. Dentro de esa búsqueda de respuestas, se ha levantado una fuerte ofensiva contra las reivindicaciones feministas y LGBTI+, acusándolas de “identitarios” y buscando frenar la continuidad de la disputa por nuevos sentidos comunes.
Si no enfrentamos este panorama, existe riesgo de que pueda tornarse aún más crítico en la medida que la brújula se posa sobre la extrema derecha, quienes no solamente critican a estos movimientos, sino que buscan invalidarlos y hacerlos retroceder con propuestas de reforma como las que se han presentado en el Congreso, del tenor de la derogación del aborto o la prohibición de que diversidades sexuales ingresen al Congreso. Esta respuesta es similar a la que ha pasado con otras expresiones de ultraderecha en el mundo, como Bolsonaro, Trump, Vox y eso nos lleva a poner como una tarea urgente la reorganización de la disputa política por una democracia feminista y disidente.
Las luchas antipatriarcales son fenómenos históricos que datan de una forma de organizar la sociedad, que impone como dogma la infravaloración de la vida, el trabajo y los derechos de grupos de mujeres y diversidades. La línea de tiempo nos muestra que con el paso de los años fueron grandes las conquistas de estos movimientos, desde la lucha por el derecho a sufragio, el ingreso al mundo laboral, el reconocimientos de identidades y derechos sexuales y reproductivos, las primeras leyes antidiscriminación y el reconocimiento del aborto como un derecho. Existe un horizonte de lucha por la garantía de derechos sociales y por el reconocimiento, valoración y remuneración del trabajo de cuidados, que hoy se encuentra invisibilizado como parte de la esfera productiva y reproductiva. Esta hoja de ruta no ha sido borrada, sino que se mantiene vigente más que nunca.
Estos fenómenos han sido cíclicos, de largo aliento y justamente con avances y retrocesos. En el proceso chileno, hemos enfocado el diagnóstico más en esto último, en la idea concreta que los derechos consagrados en la propuesta constitucional fueron rechazados. Sin embargo, hay que reconocer los históricos avances que a nivel social serán pisos de las futuras conversaciones constituyentes. Por ejemplo, lo inaceptable que sería un futuro órgano redactor que no contara con paridad y participación de grupos excluidos. Justamente para que el proceso permita superar simbólica y materialmente la herencia desigual de la dictadura, en que no existen menciones a mujeres y disidencias. Lo mismo se puede decir respecto a derechos de igualdad y no discriminación, parte de una comprensión de los mínimos derechos para una Constitución que se piensa para toda la sociedad y no solamente un grupo.
En Chile las luchas de género mantienen su plena vigencia y vigor. Llamarle identitarios a los derechos de mujeres y diversidades y disidencias sexuales es una forma de la derecha, e incluso otros grupos políticos, de socavar el espacio preponderante que estos ocupan. Seguir avanzando en sus garantías constitucionales es reconocer que como sociedad no estaremos completos si seguimos excluyendo a sus ciudadanos.
Es urgente superar la etapa del diagnóstico frente a un nuevo proceso constituyente que se avecina, rearticular el tejido social feminista y seguir transversalizando la perspectiva de género en las institucionalidades públicas y privadas que siguen abriendo camino para un futuro feminista y libre de violencias.
Isabel Orellana, feminista, productora de Cine y dirigenta cultural y Rodri Mallea, abogade y activista LGBTI+