Las molleras duras

Nacimos, y ya una Violeta se había suicidado veinte o treinta kilómetros antes. Fuimos creciendo, y muchos oímos, como un viento de infancia, al Allende sideral y perpetuo, presagiando anchas alamedas por donde pase el hombre libre. Escuchando esto, simultáneamente imaginaba a mi viejo caminando entre la gente, con uno mismo chico y de la mano, bajando en masa por calle Teatinos hasta la Alameda, apagando con pollos salivosos la llama de Pinochet, yendo después a la torre Entel, con un chuzo frío en la otra mano.

Las molleras duras

Autor: Sebastian Saá

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Mientras tanto, fuimos creciendo con un Víctor coreado y silbado en los ecos más profundos, las calles más mojadas, los cielos más trizados, con ferviente devoción. Pequeños ensayos nucleares y paradas militares insolentes se sucedían una tras otra. Aun así, Víctor vivía apuntalando corazones, obrando en el silencio de unas velas o el trueno de un Víctor Jara, Presente!

Crecimos también con unos Quilapayunes y unos Inti Illimanis en las orejas, como telón de fondo entre el olor a pasto, caca de los perros y multitudes a granel desbordando parques llenos hasta las recachas. Unas señoras canosas yendo y viniendo por ahí, con fotos en blanco y negro, prendidas del chaleco, negro también.

Cientos de ausentes.

Uno viendo esas fotocopias y recién asociando conceptos como: foto en blanco y negro, señoras canosas, ausencia desgarradora, tremendo dolor asumido con entereza y dignidad.

Días de silencio.

Domingos de batucadas y hojas secas en los años noventa.

 Y mientras Aylwin ajustaba la jeta para comunicar en cadena nacional el carácter falo-falangista que impactaría en las cavidades oculares del 99 por ciento de la población, la mollera de muchos de nosotros aún no terminaba de cerrar bajo los cráneos. Una feroz dictadura, recién no más, había pasado rasante por los cielos de esta isla-acantilado, como bombarderos, despedazando varias cientos de molleras bien duras. Porfiados todos. Bien muertos, como ratas, bombardearon en su momento los diarios también.

Esa misma dictadura se aprestaría ahora a desmenuzar, a escala industrial, millones de otras molleras, esta vez sin balas. Bajo el sutil y silencioso método del reblandecimiento craneal, festín cavernícola fraguado al calor de un exitoso modelo cultural y de Tevé por un chancho criollo en las costas de Miami.

Para el regalón, para la regalona. Concursos, ruletas crujientes y un circo cromado urdían la postal.
Padres, madres, abuelos y vecinos, respetuosos del ritual del silencio como alegoría de supervivencia primero, como contemplación nutritiva del ser chileno después. Silencio, que es importante. Cállate hueón.

Fuimos creciendo en un país donde la democracia pica y hace llorar.

Los hijos de una elite impetuosa se aprestaban a crecer y gobernar como los padres de una elite ampulosa. Avenidas y calles como correlato de la gesta heroica. 

Los atorrantes. Viviendo en otro país. Saliendo a la calle, perreando, pogeando, fristaleando. Chupando, buitreando, con bolsas en las orejas, vacilando en la plaza, el sitio eriazo, chiflando como zorzales con los pacos cerca, corriendo como wachos huiñas que huyen con su cartoner entre las fauces. Pareciendo un espectáculo de animales fugados en masa de algún zoológico de rarezas, con los pantalones a medio culo y una mano condenada a sujetarlo cada vez que se debía correr.

Un buen día nos hallamos entre todos -como futuros peones peatones que genéticamente corresponde que seamos-, de uniforme escolar, en la calle. Insignificantes, nimios y pequeños, mirándonos a los ojos, como gatos en un lavatorio resbaladizo. Mojados hasta las gónadas con el agua del guanaco, enfrentados al fantasmagórico espectro de una nube blanca que sólo se atraviesa apretando los esfínteres, la boca y los ojos. Un paco aguardando del otro lado, se relame presto a otorgar digno y soberano lumazo gratuito y de calidad.

Todos valían callampa. Gritamos con el limón y los dientes crujiendo, mientras veíamos que esas imágenes se venían repitiendo desde hace 20 o 30 años.

Abismos y recuerdos vagos, que según algunos adultos, no nos pertenecen, por no haberlos vivido nunca. “¿Qué reclamáis?”, inquiría la profesora de religión.

Ancho silencio. Hubo miedo.

No sean tontos, nos dijo años después una adulta embustida como pocas personas por otros adultos. Fascistas aquellos, ser humano ella. Luisa Toledo, madre de los hermanos Vergara Toledo, nos decía: “No se entreguen con tanta facilidad chiquillos. No la embarren. No sean huevones cabros”. 

Hoy ¿Es miedo?

No. No es miedo. Algo parecido. Quizás sí. Pero no, no es el miedo. El triunfo ha sido y es su instalación. El miedo es el triunfo, la demanda transversal en el parlamento, el engranaje agudo. Comprenderlo, qué mierda más difícil, cuando la estrangulación, las ratas en la vagina, los testículos con corriente ocurrieron tan cerca de nuestras molleras.

Y hoy de nuevo, a 38 segundos de aquí, Ayotzinapa y los 43 estudiantes desaparecidos. Y nosotros aquí. Tan cerca. Silentes. Antes por no querer saber, creo, más que por miedo.

Y hoy, las molleras de mis compañeros y la mía ya están bien cerradas. Qué duda cabe. Pero el reblandecimiento craneal sigue operando. A todo ritmo. Minuciosamente. Hay nuevas mayorías, políticas unas, sociales otras. Su común denominador es la brutalidad. Usufructuando en algunos casos de los mismos sonidos, las mismas imágenes, la misma sensibilidad de ayer, para conmover a quienes tenemos una huella común tejida desde una América mestiza, un Chile soberano y el sueño de una sociedad distinta.

Con los lentes del Chicho, se restriegan y perfuman.

Entre ellos y nosotros, la memoria se levanta porfiada, sin sueño y con sueños urgentes a trabajar. A paso rápido, sale, y se va escupiendo al piso rastros que tras de sí sorprenden a ignorantes e incrédulos. Sigue la memoria porfiada su camino entre quienes se dignan a ser para ella sendero, baranda, accidente o enredadera. Se descuelga ella graciosa de las panderetas inestables y las ventas de pescá. Hay que estar vivos, bien vivos, ojo ahí. Y caminar con ella.

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