Las patologías de la normalidad y la imposible salud mental en el capitalismo neoliberal avanzado

Charla inaugural del Seminario Internacional “Nuevas Perspectivas de Intervención y Retos en la Salud Mental del Siglo XXI organizado por la Universidad de Santiago de Chile y realizado el 11 de diciembre de 2023.

Las patologías de la normalidad y la imposible salud mental en el capitalismo neoliberal avanzado

Autor: David Pavon Cuellar

Nuestro susto y su origen

El trastorno más difundido entre los indígenas de Mesoamérica es quizás el traducido con el término “susto” en español. Este susto adquiere nombres diferentes en distintas naciones originarias. Es el nemoujtil de los nahuas, el pekwa de los totonacas, el gal ryá’ld de los zapotecas, el xi’el de los tsotsiles, el hak’ olal de los mayas yucatecos.

En todos los casos, el susto se caracteriza por separar el alma del cuerpo. Lo interesante es que esta separación, patológica para los indígenas mesoamericanos, es constitutiva de la subjetividad normal en sus representaciones occidentales modernas psicológica, psicoterapéutica o psiquiátrica. La existencia de nuestros saberes y tratamientos del psiquismo presupone, en efecto, la separación de su objeto, el psiquismo, con respecto al cuerpo y al mundo. ¿Cómo es que esta separación ha terminado normalizándose entre nosotros y no entre los indígenas que habitan en México y Centroamérica?

Los pueblos originarios han seguido su propio camino cultural e histórico, logrando resistir a su total asimilación a nuestra cultura y a nuestra historia, y esto es lo que ha hecho que, a diferencia de nosotros, no padezcan masivamente la condición del homo dúplex moderno y puedan continuar diagnosticándola como una grave patología. Nuestra extraña escisión entre lo anímico y lo corporal, como nos lo han enseñado Marx y Engels, no se justifica sino por la división entre el trabajo intelectual del alma y el trabajo manual del cuerpo, división que a su vez proviene históricamente de la división de clases, división entre la clase dominante que acapara lo anímico y la dominada confinada en la esfera corporal. El esclavo antiguo al igual que el siervo feudal y especialmente el proletario moderno, el que sólo puede sobrevivir al vender su vida como fuerza de trabajo, son cuerpos que trabajan para las almas de quienes los dominan.

Acostumbrándonos a ver las almas de los poderosos que deciden y los cuerpos de los oprimidos obedeciéndolas, hemos terminado convenciéndonos de algo tan disparatado, tan delirante, como que las almas y los cuerpos son seres diferentes y aparte. De algún modo los hemos diferenciado, apartado, separado. Esta separación es una enfermedad que todos padecemos. Es, en la visión mesoamericana, un susto que todos tenemos. Todos hemos sido asustados por la sociedad de clases y por su acentuación capitalista que nos quiebran, que nos disocian, que nos desgarran.

Sintomatología de nuestra enajenación

Desgarrar nuestro psiquismo, desgarrarlo de nuestro cuerpo y de nuestro mundo, nos produce las más diversas experiencias patológicas, entre ellas dos que fueron características de los siglos XIX y XX. La primera es la enajenación proletaria en la que nuestro cuerpo se nos presenta sin alma o poseído por un alma ajena, el alma de la clase dominante con su control del proceso productivo, con su determinación del consumo y con su ideología que domina en la sociedad. La segunda experiencia patológica de los siglos XIX y XX, igualmente resultante de la división entre el cuerpo y el alma, es la correlativa enajenación histérica típicamente burguesa en la que sentimos nuestro cuerpo sexuado como algo ajeno a nosotros, a nuestra conciencia y a nuestra identidad. Sabemos que estas dos patologías normales de la modernidad fueron tratadas respectivamente por Marx y por Freud, el primero ayudando a los obreros a recobrar su alma, impulsándolos a adquirir una autoconciencia, una conciencia de clase, y el segundo ayudando a mujeres burguesas a recuperar su cuerpo, haciendo consciente lo corporal inconsciente.

Después de algunos éxitos pasajeros, las herencias marxista y freudiana enfrentan una dura derrota, por decir lo menos. Los comunistas y psicoanalistas que aún merecen tales nombres están pasmados ante una situación que es exactamente la contraria de aquella que intentaron crear. En lugar de que se haya restituido lo espiritual-anímico al proletariado y lo sexual-corporal a la burguesía, nos encontramos ante una enajenación general de los cuerpos y de las almas en el sentido pleno de los términos.

Aquello a lo que asistimos en la fase avanzada neoliberal del capitalismo, en efecto, es una suerte de aburguesamiento de los proletarios y de proletarización de los burgueses, unos y otros confundidos en una masa amorfa de sujetos que sienten sus cuerpos tan enajenados como sus almas, sin que esto haya significado una reconciliación de lo corporal con lo anímico. Por el contrario, nunca las dos mitades en las que se nos quebró se han sentido tan ajenas la una a la otra: ni el cuerpo enajenado redime su espiritualidad a través de antidepresivos, medicinas alternativas, servicios de coaching, libros de autoayuda, mercancías esotéricas o iglesias lucrativas, ni el alma enajenada consigue reconquistar su corporeidad y su lugar en el mundo a través de marcas de ropa, maquillajes, gimnasios, dietas, hormonas, prótesis, operaciones quirúrgicas, avatares en videojuegos, editores de cuerpos y otras acrobacias imaginarias en redes sociales.

Nuestros esfuerzos para desenajenarnos tan sólo sirven para enajenar cada vez más nuestras existencias anímica y corporal, enajenándolas entre sí, pero también con respecto al mundo. El resultado son patologías normales, normalizadas, como la condición autista y narcisista generalizada, las disociaciones de personalidad entre la realidad y la virtualidad, la evitación fóbica del contacto de los cuerpos, la automatización mecánica perversa de la sexualidad y la pornografía exhibicionista-voyerista y a veces también sadomasoquista en redes sociales. Estas patologías y muchas más igualmente pandémicas pueden ser interpretadas como expresiones sintomáticas del susto sufrido por la mayor parte de la humanidad en el capitalismo avanzado neoliberal.

El atroz y horrendo capital es el que nos asusta. El susto, como hemos visto, se traduce en los más diversos síntomas. Además de los reveladores síntomas que sufrimos y en los que retorna lo reprimido, están aquellas elaboraciones culturales igualmente sintomáticas, llamémoslas “encubridoras”, en las que se despliegan mecanismos defensivos con los que la cultura intenta revertir el retorno de lo reprimido al redoblar ideológicamente su represión, lo que a su vez implica un retorno aún más oscuro de lo reprimido. Un buen ejemplo de tales síntomas culturales es la psicología que no consigue curar ni encubrir aquello mismo que se descubre en ella, que la instaura y que ella reproduce, a saber, la separación de su objeto, el psiquismo, con respecto al cuerpo y al mundo.

Salud mental y buen vivir

Otro síntoma cultural con el que se busca en vano encubrir el susto generalizado es la idea misma de salud mental. Para concebir semejante idea, tenemos primero que habernos asustado, enfermado, al separar lo mental de lo demás. Uno de los síntomas de esta separación patológica es la llamada “salud mental”, que es un oxímoron, ya que, si es tan sólo mental, entonces no puede ser de verdad salud, la salud no pudiendo atribuirse tan sólo a una esfera mental que se disocia patológicamente del cuerpo y del mundo.

Conviene recordar que la etimología del término “salud” nos remite a lo intacto, a lo entero, a lo completo. Esta saludable completud inherente a lo humano y a su mundo es precisamente lo que se pierde al separar lo mental de lo no-mental, al concebir lo mental por sí mismo, independientemente de lo demás. Es por esto que me atrevo a sostener que lo mental es por sí mismo algo patológico. Es por lo mismo que afirmo que la salud mental es una salud enferma, una salud que se contradice, una salud que se mutila de lo mundano y corporal, que no está por tanto intacta o entera, que no es entonces algo que merezca el nombre de “salud”, como nos lo enseñan los pueblos originarios mesoamericanos al no separar los diferentes aspectos de la salud.

Gracias a los saberes ancestrales de Mesoamérica, entendemos que no puede haber ninguna salud en lo que identificamos con el nombre de “salud mental”, no sólo por ser únicamente mental, sino además porque suele encerrarse en la esfera humana individual, aislándose así de una comunidad que es también espiritual, animal, vegetal y mineral. Este aislamiento humano e individual, implicando un tejido comunitario deshilachado, se nos revela igualmente como una enfermedad cuando lo juzgamos desde la misma perspectiva de los pueblos originarios mesoamericanos. Como lo sabemos también por ellos, lo saludable humano, lo intacto y entero en la humanidad, es necesariamente lo comunitario, siempre lo también comunitario y no-humano, jamás lo exclusivamente individual.

Es por comprender el aspecto patológico de lo exclusivamente mental, humano e individual, que los pueblos originarios de Mesoamérica no conciben la salud como algo que pueda estar situado en la mente del individuo como elemento de la humanidad. En lugar de elucubrar sobre esta salud mental, los indígenas mesoamericanos prefieren hablar de aquello que se ha traducido en español como “buen vivir”, como es el kualli sechantis de los nahuas, el sesi irekani de los p’urhépechas, el lekil kuxlejal de los tseltales, el ma’alob kuxtal de los mayas yucatecos o el utz k’aslemal de los mayas quichés. En todos los casos, el buen vivir no se confunde con la salud mental, no siendo ni sólo mental ni sólo individual ni sólo humano, sino comunitario, corporal y mundano. Siendo también del mundo, implica un buen vivir de la tierra en sus componentes animales, vegetales, minerales y espirituales.

Todo tiene que estar bien para que los seres humanos puedan tener un buen vivir. Siendo este buen vivir el equivalente mesoamericano de la salud, no puede haber salud en una salud concebida como únicamente mental, individual y humana. Esto ha sido bien comprendido por los pueblos originarios de Mesoamérica y es por ello que no dejan de ser quienes mejor preservan la vida comunitaria y el ambiente natural en la región. Se asemejan así a otros indígenas, como los sudamericanos, quienes también tienen sus conceptos de buen vivir muy próximos a los mesoamericanos, como el sumak kawsay quechua, el suma qamaña aimara, el ñande reko guaraní y el küme mongen mapuche, por mencionar sólo algunos.

En todas las naciones originarias a las que me he referido, el buen vivir es un concepto saludable de lo saludable, de lo intacto, de lo entero que deja de ser tal cuando se abstraen partes de él, partes como la corporal o la comunitaria o la no-humana en la salud mental. Esta abstracción es ya una enfermedad y es la que da lugar a nuestro concepto de “salud mental” reservado para las mentes de los individuos humanos. Insistamos entonces en que nuestra salud mental es un concepto enfermo, un síntoma de nuestra enfermedad moderna occidental consistente en separarnos de nuestro cuerpo y de los demás seres humanos y no-humanos, un síntoma de esta enfermedad especista, individualista y dualista que se agrava cada vez más en el capitalismo avanzado neoliberal, hasta el punto de convertirse en una enfermedad terminal, una enfermedad que está devastando la vida en el planeta y que a este ritmo terminará por aniquilar a la humanidad entera.

Imposible salud mental en el capitalismo

En los últimos cincuenta años, hemos asistido a la desaparición de la mitad de las poblaciones animales y suelos fértiles del planeta, mientras que el calentamiento global se acelera y amenaza con destruir lo que nos queda. El mundo está literalmente acabándose a nuestro alrededor mientras nosotros nos reunimos aquí a reflexionar sobre salud mental, sí, mental. Nuestro comportamiento, admitámoslo, es marcadamente patológico.

Entenderán que una voz en mí se haya exclamado, al recibir la gentil invitación para este evento, ¡cuán enfermos hemos de estar para organizar un seminario internacional de salud mental! Es algo que suelo decirme ante eventos que ostentan el título de “salud mental”. Este concepto me preocupa no sólo por ser un síntoma de nuestra enfermedad cultural e histórica, sino también, como lo dije antes, por ser un síntoma encubridor, por encubrir o intentar encubrir tanto la enfermedad que se descubre en él como las causas de esta enfermedad en la sociedad de clases y en su forma exacerbada capitalista neoliberal.

Es preciso no ver el capitalismo que nos rodea y nos enferma para imaginar que puede haber aquí algo pensable que merezca el nombre de “salud mental”. Sin duda puede haberlo como una ilusión encubridora, pero no como una realidad, ya que la salud y el capital son mutuamente excluyentes, no pudiendo coexistir en el mismo espacio. Mientras habitemos en el espacio histórico del sistema capitalista que nos enajena, que nos mutila y nos desgarra, no hay manera de estar intactos, enteros, saludables.

No puede haber salud en el capitalismo. Hay aquí una imposibilidad lógica. Esta imposibilidad es la que se nos descubre sintomáticamente en la salud mental que no puede ser de verdad salud al ser tan sólo mental. Es la misma imposibilidad que se encubre en la misma salud mental que se presenta como posible, simulando su posibilidad al disimular su imposibilidad y las condiciones de esta imposibilidad, que son todos los factores que nos impiden estar saludables en el capitalismo neoliberal avanzado. Mencionemos algunos de estos factores, tan sólo algunos, ya que son demasiados, innumerables.

No podemos gozar de salud en el sistema capitalista, en primer lugar, porque nos transmuta en sus mercancías, en sus apéndices, en sus eslabones y engranes, en sus momentos y sus avatares, en capital variable o personificado. Al convertirnos en todo esto, el capitalismo nos enajena, volviéndonos ajenos a nosotros, alienándonos en él. Esta alienación ya es una alienación mental.

No podemos estar saludables en el capitalismo, en segundo lugar, porque nos hace disociarnos de nosotros mismos para vendernos, para efectuar el trabajo del capital e incluso para encarnar el capital. Esta disociación tiende a agravarse en la fase neoliberal en la que debemos publicitarnos y explotarnos a nosotros mismos al desempeñar simultáneamente, como lo ha mostrado Michel Foucault (1979), los papeles del empresario y su empresa, el capitalista y su obrero, el explotador y su explotado, con roles e intereses contradictorios. El resultado es un sujeto disociado como el ilustrado por la película Fight Club [El Club de la Pelea] y el analizado por Marx en textos como La Cuestión judía y La Ideología alemana. Sobra decir que esta disociación de la personalidad, que todos padecemos de un modo u otro en el capitalismo, es perfectamente patológica.

La salud subjetiva es imposible en el sistema capitalista, en tercer lugar, porque este sistema objetiva la subjetividad, neutralizándola, destruyéndola como subjetividad para convertirla en objetividad, en objeto del saber científico, de la psicología basada en evidencias y otras ciencias objetivas humanas y sociales, pero sobre todo en objeto del poder económico y político del capital. Digamos que el capital monopoliza toda la subjetividad en el sistema capitalista, mientras que los sujetos nos vemos reducidos a la condición de objetos del capital que decide en lugar de nosotros. Nuestra conversión en objetos del gran Otro capitalista ya es una forma social de psicosis que vivimos todos en el capitalismo, una suerte de paranoia normal, una experiencia persecutoria en la que somos perseguidos por las diversas cabezas de la hidra capitalista, ya sean las amenazantes cabezas crediticias, las severas cabezas evaluadoras, las seductoras cabezas publicitarias, las manipuladoras cabezas mediáticas o las omniscientes cabezas algorítmicas del Big Data. Es como si todo conspirara contra nosotros, pero es porque realmente hay una conspiración contra nosotros, una gran conspiración capitalista globalizada contra la humanidad, una conspiración real que nada tiene que ver, desde luego, con el conspiracionismo delirante de la ultraderecha. Quizás no estemos delirando, pero no dejamos por ello de vivir un delirio incompatible con cualquier fantasía de salud mental.

No podemos estar saludables en el capitalismo y especialmente en el capitalismo avanzado neoliberal, en cuarto lugar, porque aquí, en el nivel más concreto, el sujeto no sólo siente una angustia permanente por sus deudas, por la amenaza del desempleo y por el futuro en general. Además de sentirse angustiado, el sujeto vive deprimido por la falta de futuro, por la falta de un futuro diferente del presente, pues no hay alternativas, sino solamente la cadena perpetua en una realidad eterna de la que no puede escaparse. Este realismo capitalista, como nos lo ha enseñado Mark Fisher, ya es un realismo depresivo inherentemente patológico.

Por último, en quinto lugar, la salud es imposible en el sistema capitalista porque este sistema nos impone de modo autoritario y totalitario sus normas y así nos impide ejercer nuestra propia “normatividad”, nuestra capacidad para instituir y seguir nuestras propias normas, una capacidad en la que radica la esencia de la salud, como nos lo ha enseñado Georges Canguilhem (1943). Además, como también lo sabemos por Canguilhem, la salud siempre corresponde a la norma biológica de la preservación de la vida, mientras que la norma capitalista de sobreproducción y sobreconsumo que se nos impone es algo que amenaza la subsistencia de la vida en la Tierra y que así tiene un “valor negativo” en “la polaridad dinámica de la vida” (pp. 77-95). Nuestro comportamiento mortífero normado por el capitalismo, un comportamiento siempre ecocida y a veces también suicida, es perfectamente patológico.

Normosis y normopatía

El capitalismo no puede ofrecer ninguna salud, pero sí tiene sus normas y con ellas puede imponer cierta normalidad patológica. En la patología de esta normalidad, yo he propuesto una distinción entre dos cuadros que designo con dos términos provenientes de la clínica psicoanalítica: el de normosis, propuesto por Christopher Bollas (1987), y el de normopatía, introducido por Joyce McDougall (1978) y luego trasladado al análisis político por Joseba Atxotegui (1982), Enrique Guinsberg (1994) y Christophe Dejours (1998). Retomando las reflexiones de estos últimos autores y completándolas con mi reinterpretación política de la normosis, he distinguido el cuadro normótico, entendido como una suerte de normalidad neurótica, y el cuadro normopático, definido como una forma de normalidad psicopática perversa o antisocial.

Mientras que los normópatas gozan perversamente del sistema capitalista con el que se mimetizan, los normóticos mantienen su diferencia con respecto al sistema, debiendo adaptarse a él y tan sólo consiguiéndolo parcialmente al sufrir las más dolorosas lesiones, afectaciones, perturbaciones y alteraciones en su esfera subjetiva. Es por todo esto que los describimos como normóticos, el “sis” de la normosis designando etimológicamente una alteración, a diferencia del “pathos” de la normopatía, que se refiere a una pasión como el goce.

Los normópatas gozan del mismo capitalismo que altera, lastima y daña dolorosamente a los normóticos. Unos y otros están enfermos, alienados, enajenados, pero experimentan su enajenación en los modos opuestos que Marx y Engels (1845) atribuyen a los burgueses y a los proletarios. La burguesía y el proletariado están respectivamente en las posiciones de la normopatía y de la normosis en relación con la patología de la normalidad capitalista. En esta normalidad, la enajenación que los proletarios normóticos resienten como su “impotencia” es gozosamente experimentada como “poder” por los burgueses en tanto que normópatas (Marx y Engels, 1845, p. 53). La normopatía es un empoderamiento patológico, así como la normosis es una patología que debilita y vulnerabiliza.

Los normóticos, los explotados en Marx (1866), aparecen como “víctimas del proceso de enajenación” y por ello “lo sienten como un proceso de avasallamiento”, mientras que los normópatas, los explotadores, “han echado raíces en el proceso y encuentran en él su satisfacción absoluta” (p. 20). La normopatía les permite gozar del goce del capital porque los convierte en perfectos clones del capital, en sujetos voraces e insaciables, sin escrúpulos y perfectamente asertivos, agresivos, posesivos, acumulativos y destructivos, a diferencia de los normóticos, los cuales, de modo espontáneo, suelen ser más bien sumisos, escrupulosos, aprensivos, tímidos, inseguros e inofensivos, manipulables y explotables. Mientras que los normóticos tienden a sentirse culpables, fracasados o internamente desgarrados, los normópatas gozan perversamente de los papeles que desempeñan, como los de político genocida, soldado sanguinario, jefe sádico, burócrata desalmado, funcionario corrupto, empresario ávido y despiadado.

Patologías anormales

Además de quienes padecen patologías normales como la normopatía y la normosis, están los sujetos que sufren patologías anormales como las diagnosticadas, catalogadas y tratadas por la psicología, la psicoterapia y la psiquiatría. Estas enfermedades mentales también suelen ser causadas por el capitalismo que luego las explota y las rentabiliza mediante la industria de la salud mental con sus medicamentos, sus clínicas privadas, sus psiquiatras y psicoterapeutas. Para explotar así la anormalidad psicopatológica provocada por el capitalismo, primero es preciso privatizarla, individualizarla e interiorizarla, como lo han denunciado varios autores, entre ellos Mark Fisher y Mikkel Krause Frantzen, quienes por ello proponen repolitizar la psicopatología, resituándola en el debate público y curándola de modo “colectivo y político”, tal como lo sostiene Franzen (2021, párr. 3).

La repolitización de la enfermedad mental debe llevarnos a reconocer, con Mark Fisher (2009), que “el capitalismo es inherentemente disfuncional” y que pagamos un precio demasiado alto para hacer que “parezca funcionar bien” (p. 19). Es contra esta apariencia de buen funcionamiento del capitalismo contra la que suelen sublevarse los anormales de nuestra época moderna e hipermoderna, lo que ha sido muy bien comprendido por Anne Boyer y especialmente por Johanna Hedva en su fabulosa Teoría de la Mujer Enferma. Como lo postula Hedva (2020), las enfermedades constituyen frecuentemente “protestas políticas interiorizadas, vividas, encarnadas, sufrientes e invisibles” (Hedva, 2020, p. 6). Enfermarnos puede ser así nuestra forma de protestar contra el capitalismo. El posicionamiento anticapitalista es entonces el fundamento subjetivo de la patología.

Nuestras enfermedades, como Boyer (2018) lo argumenta, nos permiten rechazar el capitalismo, decir “no” contra el insistente “sí” capitalista “producir endógenamente nuestra propia incapacidad para siquiera intentarlo”, y entonces “nos enfermamos, nos deprimimos y nos quedamos inmóviles bajo todas las condiciones despiadadas y circulatorias de todas las afirmaciones capitalistas, y simplemente no podemos” (pp. 10-11). No podemos porque no estamos dispuestos a padecer la normalidad patológica del capitalismo. No conseguimos resignarnos a la normosis ni a la normopatía y es por eso que sufrimos de los llamados “trastornos psiquiátricos”.

Es común que seamos anormales porque no aceptamos enfermarnos de las patologías de la normalidad que se nos imponen en el capitalismo. En una sociedad tan enferma como la capitalista, existe la posibilidad efectiva de que nos desviemos de la norma porque no podemos ser normales sino al enloquecer, como bien lo comprendió Erich Fromm (1953, 1955). Es lo mismo que ya vislumbraron en el siglo XIX el Doctor Bacamarte de Machado de Assis (1882) y el Doctor Andrei Efímich Raguin de Antón Chejov (1892). Uno y otro descubrieron lo saludable que podía ser el enloquecimiento cuando la salud mental era una enfermedad tan grave como lo es en el mundo moderno capitalista.

Por David Pavón-Cuéllar

Referencias

Atxotegui, J. (1982). Tortura y psicoanálisis. En J. de la Cueva, J. L. Morales y otros, Tortura y sociedad (pp. 173-194). Madrid: Revolución.

Bollas, C. (1987). The shadow of the object. Psychoanalysis of the unthought known. Nueva York: Columbia University Press.

Boyer, A. (2018). A Handbook of Disappointed Fate. Nueva York: Ugly Duckling Presse

Canguilhem, G. (1943). Le normal et le pathologique. París: PUF, 2003.

Chejov, A. (1892). La sala número seis. En Novelas cortas (pp. 89-136). Ciudad de México: Porrúa, 2009.

Dejours, C. (1998). Souffrance en France. La banalisation de l’injustice sociale. Paris: Le Seuil.

Fisher, M. (2009). Capitalist realism. Is there no alternative? Winchester: Zero Books.

Fisher, M. (2011). La privatización del estrés. En Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra.

Foucault, M. (1979). Nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: FCE, 2007.

Frantzen, M. K. (2021). Un futuro sin futuro: Depresión, la izquierda y las políticas de salud mental. Heterodoxia. https://www.heterodoxia.cl/2021/08/12/un-futuro-sin-futuro-depresion-la-izquierda-y-las-politicas-de-salud-mental/

Fromm, E. (1953). Patología de la normalidad del hombre actual. En Patología de la normalidad (pp. 17-98). Barcelona: Paidós, 1994.

Fromm, E. (1955). Psicoanálisis de la sociedad contemporánea. México: FCE, 2011.

Guinsberg, E. (1994). Psico(pato)logia del sujeto en el neoliberalismo. Tramas 6 (2), 21-35.

Hedva, J. (2020). Sick Woman Theory. Kunstverein Hildesheim. En https://www.kunstverein-hildesheim.de/assets/bilder/caring-structures-ausstellung-digital/Johanna-Hedva/cb6ec5c75f/AUSSTELLUNG_1110_Hedva_SWT_e.pdf

Machado de Assis, J. M. (1882). O Alienista. Porto Alegre: L&PM.

Marx, K. (1866). El Capital. Libro I. Capítulo VI (inédito). Resultados del proceso inmediato de producción. México: Siglo XXI, 2009.

Marx, K. y F. Engels (1845). La Sagrada Familia. Madrid: Akal, 1981.

McDougall, J. (1978). Plaidoyer pour une certaine anormalité. París: Gallimard.

Texto publicado originalmente el 17 de diciembre de 2023 en el blog del autor.


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