Creo que la primera vieja Lucía que me violentó fue la directora de mi colegio. Y no solo porque nos mantuviera bajo un régimen de intimidación permanente y en donde nos hacían formarnos en la mañana, tomar distancia, cantar el himno nacional y rezar. Esa mujer exudaba fascismo. Cuando era chico, en la básica, creo que le temía. Me ponía nervioso cuando veía aparecer en la sala su boca rígida, cerrada como si la tuviera cocida por dentro, tirante. Y estoy seguro que los profesores también le temían. Cuando ella llegaba uno debía saltar como resorte del asiento y dejar en ese momento de hacer lo que estaba haciendo. Los docentes igual.
Estoy seguro que nos detestaba. En realidad, para ser preciso, detestaba a los de clase media, media baja o ene enes. Una vez, no recuerdo bien por qué, interrumpió una clase y como un compañero “se había portado mal” le recordó delante de todos que él estaba becado por ella.
No sé si la vi alguna vez con un abrigo de piel, pero la foto que tengo de ella en mi cabeza es luciendo uno. Como la esposa del dictador. Entonces, junto con ser facha, la vieja Lucía de mi colegio compartía con la vieja Lucía original la ordinariez, lo flaite. Una vez con mis compañeros, cuando íbamos en tercero o cuarto medio, hicimos una simbólica pero potente protesta a fin de año y la eñora se enojó. Llegó al salón donde estábamos reunidos previo a un acto de fin de año y, frente a nuestra manifestación, respondió con una amenaza: “Aquí la que corta el queque soy yo”.
No sé si en otro establecimiento de Chile se hacía (o se hace) lo mismo que en el mío: cuando culminaba el año se elegía reina y rey feo y –al menos entonces- ganaba el curso que entregaba la mayor cantidad de dinero al colegio (además de pintar las salas y “hermosear” el recinto). Nosotros decidimos pasar un sobre con un peso. No le gustó a la vieja.
Pero además de facha y flaite era arribista, genuflexa con el poder, desideologizada. Una vez una persona fue a pedir ayuda para costear el tratamiento de su hijo con cáncer y se le dio la oportunidad de pasar sala por sala para ello. Hubiese bastado que se nos contara cuál era su situación para que nos sensibilizáramos. Sin embargo, antes de decir cualquier cosa en su favor, la vieja mencionaba que a quien teníamos en frente era un concejal. ¿Y si fuese un cartero, barrendero, garzón o cajero de supermercado le habrían permitido dar su legítimo mensaje?, me pregunté ese y varios días más.
Estamos llenos de viejas y viejos Lucía en Chile. Uno de los matinales más vistos de nuestro país, Mucho Gusto de Mega, le da tribuna a una de ellas. Patricia Maldonado se llama, es amiga de Álvaro Corbalán. Son aquellas que han naturalizado la prepotencia a tal punto que a mucha gente le comienza a parece algo “choro”, imitable. Y ahí está el problema. Una vieja Lucía es Francisca García Huidobro o Francisca Merino en 40 años más. Prepotentes, ignorantes, preocupadas de frivolidades, apolíticas y con ganas de figurar por todo lo anterior.
Son las y los que “mijean” a los que tienen menos edad que ellos. Como Ricardo Lagos, un viejo Lucía. Las y los que te dicen que no opines de la dictadura si no la viviste. Es la comida añeja y podrida que no ha terminado aún en un basurero solo porque a alguien le da flojera sacarla del refrigerador. Es Camilo Escalona diciendo que quienes quieren una Asamblea Constituyente son fumadores de opio. Fernando Villegas y Kike Morandé son viejos Lucía. La Cuarta –ni siquiera El Mercurio- es la vieja Lucía hecho diario. La vieja y el viejo Lucía aparentan vivir en otra década porque la añoran, porque no toleran que el pensamiento de las personas comunes y corriente progrese, evolucione.
Rescatando una idea que dejó recientemente Cristian Warnken en una viralizada columna, podríamos decir que son los que más que creer en Dios, creen en los curas. La vieja Lucía es la que va a misa sagradamente pero trata como el forro a los niños que juegan a la pelota en la cuadra. Los viejos Lucía son los que salieron a defender a Karadima. Son los que se oponen al matrimonio homosexual, los que fruncen el ceño cuando ven a dos mujeres u hombres de la mano en la calle, los que arrugan la nariz si se topan a una mujer amamantando en público. Los que quieren más mano dura contra la delincuencia, pero se sensibilizan cuando ven a un empresario de apellido rimbombante obligado a dormir en la cárcel.
Viejos y viejas Lucía son los desclasados, los fachos pobres (o pobres fachos). Los que andan a patadas con las deudas, adictos a la calculadora para llegar a fin de mes, pero que votan por la UDI y hasta le hacen campaña en las poblaciones. Los que reniegan de su origen. Los pacos que golpean a estudiantes que podrían ser sus hijos y los guardias de supermercados que apalean el robo hormiga. Son los que con una mínima cuota de poder se convierten en pequeños dictadores.
La vieja Lucía, la original, se podría morir mañana, pasado, en un mes más, pero igual así no desterraremos lo que ella significa. Pinochet va a cumplir 10 años bajo tierra y su legado permanece intacto. Su Constitución, su sistema de previsión, su maltrato laboral a los trabajadores, su represión contra el pueblo mapuche, la violencia policial, su sistema económico y hasta su poder sobre la clase política -el que ahora se extiende también a la izquierda a través de su ex yerno-, están consolidados.
Enterrar a las viejas y viejos Lucía significa deslegitimar a quienes propagan su pestilencia por canales de televisión, radios, diarios; es exiliar la ordinariez de la TV chilena y promover la educación pública; es censurar la prepotencia; es no mirar para el lado frente al abuso; es encarar al homófobo, al misógino, al que discrimina por clase o color de piel, al feriante que insulta a una clienta cuando toca las paltas para elegir las que estén mejores. Despedirse con un hasta nunca de las y los Lucía Hiriart es, en definitiva, impedir que siga pasando la vieja frente a nuestros ojos sin hacer nada.
Por Daniel Labbé Yáñez