“La forma se presta para expresar el movimiento de la revolución; la forma es la revolución” (J.F. Lyotard)
I
La historia de la revuelta global de los sesenta ha sido hace ya bastante tiempo reducida a ciertas manifestaciones estudiantiles en el Barrio Latino en París ocurridas en mayo de 1968. En esta operación de amnesia histórica, se ha logrado hacer olvidar la dimensión global e internacionalista de un momento revolucionario acéfalo y multidireccional que logró por un momento poner en jaque al viejo orden del mundo a ambos lados de la cortina de hierro, en el norte y en el sur del planeta.
En el relato que se ha instalado como oficial, jamás se menciona que en Francia los hechos de mayo gatillaron hacia el mes de junio una huelga general salvaje de millones de personas en todo el país, de la cual a veces pareciera que nadie se acuerda, y que fue posible a pesar de la fuerte oposición del aparato sindical dominado por los estalinistas del P“C” francés. Y a partir de ahí, se suprime también de la memoria de esos años la centralidad de la lucha de clases, en que por un breve y hermoso momento el anticapitalismo proletario coincidió con otras luchas emancipatorias en torno a raza y género, con el movimiento por los derechos civiles y las luchas de liberación nacional en los antiguos países coloniales. No por casualidad la chispa que encendió la pradera en muchas partes del planeta, también en Francia, fueron las acciones en solidaridad con la resistencia antiimperialista del pueblo de Vietnam.
Pese a ello, la mayoría de los libros y discursos académicos nos hablan sólo del mayo de los estudiantes y no del de los obreros, campesinos, dueñas de casa, niños y niñas, oficinistas y artistas varios que en ese momento se sumaron a esta crisis total del funcionalismo, en que por varias semanas ya nadie quiso seguir cumpliendo el rol social asignado. Los situacionistas sabían de eso cuando tan temprano como en julio de 1968 publicaron su propio relato sobre lo que llamaron el “movimiento de las ocupaciones” de mayo/junio, anticipando que en pocos meses se publicarían tantas toneladas de basura sociológica sobre la “revuelta de los jóvenes” que al cabo de unos cuantos años la dimensión verdaderamente subversiva del acontecimiento sería prácticamente suprimida de la memoria colectiva.
La maniobra fue tan exitosa que hace poco escuché en un conversatorio que cuando el expositor, un muchacho mexicano que hablaba de las luchas en el Kurdistán, preguntó a la asistencia qué pasaba en Chile hacia 1968, la repuesta fue clara: “¡Nada!”. Me retiré luego pensando en que para ese público tan de izquierdas el crecimiento del MIR, el nacimiento de la VOP, el cúmulo de luchas obreras, campesinas y estudiantiles que se dieron y la dura represión policial del gobierno de Frei Montalva no significaban nada de nada: el verdadero y único acontecimiento para ellos fue la elección de Allende en 1970 y, mil días después, el golpe de Estado de Pinochet.
Por todo esto es que recobrar la memoria colectiva de todas esas luchas es una tarea esencial para quienes nos negamos a sucumbir ante el imperio capitalista de la muerte en vida, y estamos ya más que aburridos de la mirada ahistórica y derechamente mitológica de la izquierda tradicional. Este libro de Tomás Pacheco es un aporte mayúsculo en este sentido, concentrándose en la historia del movimiento estudiantil desde 1945 (final de la segunda guerra mundial, con la derrota japonesa e inicio de la ocupación norteamericana), y llegando hasta los momentos decisivos de la lucha estudiantil en el contexto del “68 japonés”. En efecto, hasta ahora existen muy pocos libros en español dedicados a analizar el movimiento revolucionario en Japón de ese período, y predominan visiones acerca de un exotismo inocente propio de los japoneses y su tendencia a imitar las formas culturales de Occidente, en medio de una sociedad pacífica y conformista en que no existirían ni revueltas ni antagonismo social, las que habrían sido totalmente desterradas luego del destacable “milagro japonés”.
Si hablamos del “68 japonés” no es de ninguna manera para contribuir a reducir las luchas de este ciclo solamente a lo que ocurrió en ese año en algunos lugares, incluyendo la poco conocida historia de lo que pasó en este país asiático. La denominación “68” funciona para nosotros a estas alturas no tanto como un dato cronológico, sino que más bien como un símbolo que condensa toda la época de lo que algunos han llamado el “segundo asalto proletario contra la sociedad de clases”. Este ciclo de luchas que se concentran en el “68” en rigor comenzó hacia 1965/6, medio siglo después del “primer asalto” de 1917/9 y dos décadas después del final de la segunda guerra mundial. Alcanzó su punto culminante entre 1969 y 1971, y ya visiblemente en 1973 genera su propia contrarrevolución, que comienza muy violentamente con el golpe de Estado en Chile, seguido de la arremetida global del denominado “neoliberalismo” como fase o modelo actual del capitalismo occidental, caracterizado en el plano socioeconómico por la intensificación abierta de las relaciones sociales capitalistas en todos los planos, y en el plano ideológico y cultural por un “realismo capitalista” que nos enseña que no hay alternativas a este orden, y que se expresa tanto a nivel de “sentido común” como en las distintas variedades de posmodernismo academicista de derecha y de izquierda que hemos sufrido hasta hoy.
En fin: cuando decimos “68” o incluso “mayo del 68” es un poco en el mismo sentido que las alusiones que se hacen en Chile a “Octubre del 2019”: un mes y un año cuyo recuerdo aterroriza tanto a los defensores de este orden que pretenden conjurarlo condenando al “octubrismo” por todos los medios a su disposición, que no son pocos. Parafraseando al viejo Debord, jamás volverá a pasar un mes de mayo (u octubre) sin que se acuerden de nosotros.
II
En mi caso, siendo un hijo del 71, tuve conocimiento de la intensidad de las protestas japonesas de los sesenta por dos hechos fortuitos. El primero fue toparme en la televisión abierta de trasnoche a inicios de los noventa con el documental “Días de furia”, que dentro de su variopinto y exótico contenido mostraba imágenes de la lucha de Sanrizuka contra la construcción del aeropuerto de Narita en las afueras de Tokio, y la violenta resistencia y represión que se generaban. La voz en off del conductor presentaba el dramático registro como una confrontación entre el mañana (construir un moderno aeropuerto) y el ayer (la lucha de los campesinos y estudiantes por impedirlo): como diría Walter Benjamin, “la catástrofe es el progreso, el progreso es la catástrofe”.
Poco después, aún en la primera mitad de los noventa, di casualmente con el librito de Bernard Beráud sobre “La izquierda revolucionaria en el Japón” (edición mexicana de 1971), donde entremedio de las detalladas explicaciones sobre las tácticas de combate callejero y la evolución de los distintos grupos de la ultraizquierda japonesa me hice una clara idea del tipo de lucha antiimperialista y a la vez antiestalinista que se llevaba a cabo por allá. Si no fuera por esos hallazgos, no sé cuándo me hubiera enterado de toda la expresión nipona de las luchas del segundo asalto, pues no es de extrañar que en los relatos más conocidos sobre el 68 Japón casi no aparece.
Por ejemplo, a lo largo de las quinientas páginas del best seller de Mark Kurlansky sobre 1968 como “el año que estremeció al mundo”, sólo encontramos en el índice temático dos alusiones a Japón, aunque bastante significativas: en una se explica a grandes rasgos en qué consistía el movimiento estudiantil de la Zengakuren, y en la segunda se refiere que el Partido “Comunista” japonés (de los más grandes en esa época, junto al italiano, francés y chileno) fue uno de los que se opuso a la invasión rusa de Checoslovaquia (no así el P”C” chileno, que inventó la pedagógica consigna de “checo, entiende, los rusos te defienden”). Ambos factores sólo son esbozados en el relato de Kurlansky, pero son fundamentales para entender el contexto social y político que nos hemos propuesto describir, pues confluyen en la existencia de una amplia contracultura juvenil de izquierda radical, a la vez anticapitalista y antiautoritaria (la base cultural de la llamada “Nueva Izquierda”), que se desarrolló con fuerza en algunos de los países en que los P”C”s y otras expresiones de la izquierda tradicional socialdemócrata y/o autoritaria aparecían no sólo como parte del “viejo orden”, sino que también como culturalmente reaccionarias. Gran parte de este nuevo movimiento surge de la radicalización de las posiciones en contra de la intervención imperialista en Vietnam, y en el caso japonés, estas protestas enlazaban con todo un movimiento previo de oposición a las bases militares que mantenía Estados Unidos en el archipiélago, desde las cuales ahora se intervenía directamente en esa guerra.
En este sentido, Kristin Ross -que tampoco dedica mucho espacio en su excelente libro “Mayo del 68 y sus vidas posteriores” al contexto japonés-, nos recuerda que gran parte del movimiento en Francia y el resto del mundo estaba centrado en la oposición a la guerra de Vietnam, lo cual tres décadas después ya había sido suprimido de la memoria, junto con todo el contenido anticapitalista de la revuelta, para destacar en cambio únicamente su aspecto cultural, de liberación de las costumbres, en tanto movimiento “generacional”. Ross destaca la influencia que tuvo en el movimiento estudiantil de Estados Unidos y Francia el ejemplo de la Zengakuren, que había aprendido que “la policía no siempre gana”. Y en efecto, en un momento sus tácticas fueron replicadas (con variantes, obviamente) por los estudiantes de varias ciudades del mundo, lo cual creo que se explica en gran medida por efecto de la circulación de imágenes televisivas de las protestas, con su efecto contagioso que posteriormente la prensa y TV oficiales se han cuidado de evitar.
En efecto, la especificidad de la “escena japonesa” en el contexto del 68 global fue la masividad, creatividad y combatividad de las luchas callejeras. En rigor, estas ya se habrían expresado en gran estilo ya desde inicios de la década, pero la novedad tecnológica que aportó 1968 fue la incorporación en los medios de comunicación de las transmisiones en directo por televisión satelital, lo que dio al público un sentido de simultaneidad de los eventos y luchas que se daban en todo el globo. De esta forma, se pudo apreciar en directo y en todo el mundo escenas como las que ya en 1960 había registrado el periodista Walter Cronkite y un equipo de la CBS, cuando el presidente Eisenhower decidió finalmente no aterrizar en Japón, dada la presencia de decenas de miles de manifestantes de la Zengakuren. Cronkite luego relató que cuando trató de salir del lugar no tuvo más remedio que acercarse a las filas de los manifestantes, para acto seguido unirse a ellos tomándose de los brazos y gritando “Banzai! Banzai!”. “Lo estaban pasando magníficamente” y tras despedirse, recién pudo llegar a su automóvil y dirigirse al aeropuerto.
No cabe duda de la gran fascinación que causó en Occidente la transmisión televisiva y registros fotográficos de tácticas como la “danza de la serpiente”, la construcción de fortalezas de madera para combatir contra la construcción del aeropuerto de Narita, y la indumentaria propia de los estudiantes radicales japoneses (cascos de colores y garrotes, que en verdad habían sido implementados primero en las peleas entre distintas tendencias dentro de los campus universitarios antes de ser usados masivamente para la lucha contra la policía).
John Lennon y Yoko Ono usaron los típicos cascos Zengakuren en presentaciones en vivo y fotografiados así mismo (con casco y puño en alto) aparecen en una famosa entrevista en el periódico trotskista Red Mole y en el arte de portada del single “Power to the people” de Lennon, lanzado en marzo de 1971.
Incluso un artista tan aparentemente poco politizado como Jimi Hendrix, hizo en 1970 comparaciones entre la lucha de los estudiantes norteamericanos, caracterizadas por la no-violencia al extremo de “dejarse abrir la cabeza” por las porras de la policía, y las tácticas de lucha callejera de los estudiantes japoneses. Mientras el comportamiento de los jóvenes gringos le parecía masoquista, Hendrix lo contrastaba con el de “los muchachos en Japón” que “se compran cascos, forman escuadrones y van en bloques, así. Tienen todo lo necesario. Tienen sus escudos. Llevan soportes de acero. Tienes que tener todas esas cosas”. Y no deja dudas acerca de sus simpatías cuando remata con un “me gustaría ver a todos esos chavales estadounidenses con cascos y grandes escudos romanos para hacer lo que van a hacer. ¡Juntos de verdad! Si te vas a meter en eso, mejor que lo hagas con otros. Toma nota, porque estoy harto de ver estadounidenses con la cabeza abierta sin ningún motivo”.
III
Dentro de este escenario, la investigación de Pacheco parte por explorar el ambiente político a partir de 1945, y la influencia que en ese escenario tiene el Partido “Comunista” Japonés, la organización política que más peso tiene en el origen del movimiento estudiantil de posguerra, y que presenta en ciertos momentos de su historia una deriva a favor de la lucha armada. El rol del P”C” es realmente importante, y en eso el 68 japonés comparte algunas características con su equivalente francés, italiano e incluso chileno: países en que el antiguo partido estalinista tiene una gran influencia política, social y cultural, a la vez que aparece cada vez más como parte integrante del “partido del orden”, lo que motiva ya desde fines de los cincuenta el surgimiento de nuevas corrientes a su izquierda, que oscilan entre el marxismo-leninismo trotskista o maoísta y las posiciones anti-autoritarias propias de la Nueva Izquierda, y que terminan fraccionando y disputándose la dirección de la Zengakuren.
El movimiento estudiantil japonés tuvo un largo proceso de crecimiento y maduración, que no pierde de vista la vinculación con la lucha de clases, lo que lo constituye en un precursor del movimiento global que se hace visible a contar del 68, lo cual contrasta notoriamente con las visiones reduccionistas y eurocéntricas que plantean poco menos que los movimientos en el resto del mundo imitaban la revuelta del mayo estudiantil francés.
Muy por el contrario, luego de una larga trayectoria de luchas que incluyó la gran batalla contra la renovación del tratado de cooperación y seguridad mutua (Anpo) con Estados Unidos en 1960, a la reactivación de las movilizaciones que se produce desde fines de 1966, las dos masivas confrontaciones con la policía en las inmediaciones del aeropuerto de Haneda en octubre y noviembre de 1967 (en que se trataba de impedir viajes al exterior del primer ministro [Eisaku] Sato), y las ocupaciones de campus que paralizaron completamente el sistema universitario durante 1968 y 1969, que fueron en su momento consideradas como la revuelta estudiantil más grande del mundo. Por eso es que toda esta historia debería ser bien conocida en un país como Chile, cuyo movimiento estudiantil ha logrado varias veces sacudir los cimientos del orden social, tal como destaca Pacheco en su Introducción.
En su detallada revisión, después de repasar la historia del P”C”J y el surgimiento de la Nueva Izquierda, Pacheco se concentra sobre todo en el momento a fines de los sesenta, en que surge un nuevo tipo de organización en los campus universitarios. La ya antigua Zengakuren, desgastada por la lucha de fracciones entre los distintos partidos y sectas de ultraizquierda, no está a la altura de los nuevos desafíos de la lucha, y en ese contexto surge el Zenkyoto, un movimiento más asambleario y horizontal organizado en asambleas de campus, inspirado inicialmente en las ideas de la estudiante Mitsuko Tokoro, que antes de fallecer prematuramente a inicios de 1968 dejó escrito el influyente texto “La organización por venir” (1966).
Ferrán de Vargas, autor del único libro que hasta ahora se ha dedicado en detalle a la izquierda revolucionaria japonesa en el período que va desde la posguerra a 1972, señala que en ese momento parece haber surgido una “nueva ‘nueva izquierda’”, que es la que se expresa con fuerza en la llamada “época de la política” (1966-1971), el momento más álgido de esta historia, cuando la izquierda revolucionaria movilizaba a alrededor de 300.000 personas en la calle. Y es también en esa época cuando en vinculación con toda esa agitación social se desarrolla la contracultura japonesa más interesante, que ha obsesionado a varios melómanos del mundo, como Julian Cope -que le dedicó el libro Japrocksampler– y a mí mismo -que dediqué el libro Barricadas a go-go a la escena musical desarrollada en el archipiélago nipón entre 1968 y 1977. Cuando digo que esta movida era interesante, me refiero sobre todo a sus formas -y no solo las musicales-, porque John y Yoko podían ponerse cascos y Hendrix recomendar el uso de escudos y garrotes mientras los Rolling Stones homenajeaban al “Street fighting man”, pero ¿en qué otro país un miembro de una banda de rock se unió al Ejército Rojo para secuestrar un avión?
El final de esta historia coincide con el inicio de la contrarrevolución neoliberal, cuyo hito fundacional fue el golpe de Estado en Chile en septiembre de 1973. Para ese entonces el ciclo de luchas en Japón se había agotado y la nueva izquierda en sus distintas variedades entró en decadencia, no volviendo a gozar nunca más del nivel de simpatía y masividad de los tiempos que cubren estas investigaciones. El “segundo asalto” fue derrotado, y la larga contrarrevolución con que se le respondió sigue produciendo sus efectos entre nosotros. Pero esa ya es otra historia.
Por Julio Cortés Morales
Texto publicado originalmente el 29 de agosto de 2024 en El Porteño.
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