Hace unos días atrás, la actual Ministra Secretaria General de Gobierno, Cecilia Pérez, expresaba a los medios de prensa en un tono agresivo e irónico que, debido al “largo tiempo que la Concertación estuvo en el poder, la derecha tuvo que orientarse necesariamente hacia el sector privado”, lo que ha desembocado en “inevitables” conflictos de interés entre los negocios privados de gente del oficialismo y los asuntos públicos concernientes al bienestar de la ciudadanía. Ello, a propósito de la defensa de Julio Pereira, Director del Servicio de Impuestos Internos, ante las relaciones interesadas del cuestionado abogado y socio de Price Waterhouse con empresas del Retail.
Lo cierto es que este grave problema de conflicto de interés antes mencionado, que ha desprestigiado al Servicio de Impuestos Internos, una de las instituciones más respetada y valorada por los ciudadanos chilenos, es a estas alturas una tendencia fácil de identificar en el gobierno de la Coalición por el Cambio; dinámica que se torna muy difícil de discutir y contra argumentar por parte de quienes ejercen el poder político o también, por parte de quienes orientan normativamente la acción política de la derecha en nuestro país.
Al revisar la historia política de Chile, podemos ver que existe una gran variedad de enfoques y posturas políticas divergentes, que reconocen que la estabilidad política de la democracia en nuestro país, ha ido acompañada de una clase política desarrollada (a veces en exceso, según Aníbal Pinto), donde más allá de las clásicas distinciones entre izquierda y derecha, los intereses públicos han primado sobre los intereses individuales de los agentes políticos (exceptuando el régimen autoritario de Pinochet, que merece una mención aparte). En tal sentido, podría decirse que existe consenso interpretativo sobre la diferencia marcada del modelo clásico entre esfera pública y esfera privada, lo que permitiría destacar la calidad de la democracia durante gran parte del siglo XX (tesis también discutible en ciencias sociales). Evidentemente, esto no es propio del desarrollo de nuestro país, sino más bien responde a una distinción histórica entre polis y oikos; relación clásica que a la fecha, parece sufrir una transformación sobre la cual se hace necesario reflexionar, y sobre todo, exigir explicaciones intelectuales y políticas, a quienes han tendido a deformarla.
La posibilidad de la alternancia de gobierno, característica esencial de un régimen democrático “sano”, requiere no sólo un cambio en el ejecutivo, sino de un conjunto de personas que permitan llevar a cabo la realización de los programas de gobierno: Ministros de Estado, Subsecretarios, Altos Directivos, Técnicos y Profesionales, que se identifiquen con los valores del gobierno de turno, ello en función de “remar para el mismo lado”. Dicho esto, cabe preguntarse: ¿la derecha chilena ha mostrado tener la gente idónea para realizar sus propósitos políticos? Esta interrogante arroja una respuesta sumamente opinable por varios factores, pero me referiré sólo a dos.
En primer lugar, la escasa diferenciación entre izquierda y derecha, o más precisamente, entre Concertación y Alianza, ha producido que no existan grandes diferencias ideológicas entre aquellos que se consideran neoliberales y aquellos liberales de izquierda o “progresistas”. Si en un momento la historia política y social de Chile se caracterizó por la lucha de proyectos antagonistas y de clase, expresados, por ejemplo, en la polarización del sistema de partidos, hoy asistimos a una diferencia más bien de tipo valórica que política en las élites que forman parte esencial del Estado. Esto se ha manifestado en las correcciones que hizo la Concertación al modelo neoliberal heredado de la dictadura durante las dos décadas que gobernó, como también se puede observar en la imposibilidad de superar dicho modelo de desarrollo, apostando a su real transformación, tanto del modelo político, como también del modelo socioeconómico.
En segundo lugar, la gente idónea para ejercer la dirección política y gestión gubernamental, formada principalmente en la Universidad Católica y en otras universidades de orientación más conservadora, efectivamente, abrazó la racionalidad mercantilista del modelo de desarrollo neoliberal, estableciéndose mayormente en el sector privado que en el sector público. Es tan así, que muchos vienen del mundo de los negocios, de las asesorías a las grandes empresas, y difícilmente podría decirse que tienen una vocación pública. Esto es mucho más latente en la alta dirección de gobierno, precisamente en cargos donde existe el poder real, aquel que permite a estos individuos influir en la dirección de éste, en beneficio de lo público pero también de lo privado. Claramente, esto amerita investigación empírica que permita identificar las determinantes sociales y culturales de la élite de gobierno -sobre todo para conocer sus reales orientaciones normativas-, pero se hace imposible no sospechar, a partir de la gran cantidad de problemas suscitados por los conflictos de interés de gente importante del gobierno, en la administración del Estado. Como sabemos, esto ha terminado, finalmente, en un desprestigio constante del Presidente y su gobierno, así como también de la clase política en su conjunto.
Por de pronto, existen algunos trabajos en ciencias sociales que arrojan algunas luces respecto de la racionalidad de estos agentes: los conocidos tecnócratas, cuya naturaleza ha variado considerablemente en el tiempo. Muchos de estos agentes, han sido considerados como grandes ingenieros sociales en materia de modernización, con gran colaboración técnica en el ciclo industrializador desarrollado por la CORFO, o en el primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, como también en el ajuste estructural que realizó la dictadura en manos de los Chicago Boy’s.
Hoy, en la actualidad, dicha naturaleza ha variado significativamente, pues una parte no menor de los tecnócratas -individuos con alta preparación académica con posgrados en Estados Unidos-, pasan de asesorar empresas privadas de dudosa responsabilidad social, para luego dirigir instituciones estatales de alta injerencia en la distribución del poder y los recursos. Dichas lógicas no sólo afectan a gente de la derecha, pues la investigación muestra que esto es algo que también ha penetrado a parte de la clase política concertacionista. Evidentemente, cualquier investigación que se arroje la “seriedad” de dar cuenta de este fenómeno debe contemplar elementos estructurales de transformación sociopolítica de las últimas décadas en nuestro país, como también disposiciones subjetivas de los individuos, entre ellas, sus motivaciones, para formarse de determinada manera y en determinados lugares, en función de participar de la distribución del poder.
Más allá de los academicismos señalados, los que desafían a las ciencias sociales más críticas para dar cuenta de las relaciones de poder y de quienes las ejercen, algo sí es alarmante para la sociedad en que vivimos: la indiferencia de la clase política -tanto del gobierno como de la oposición- ante la ciudadanía, respecto de prácticas que desafían toda lógica histórica entre lo público y lo privado. Es decir, este modelo clásico de separación de ambas esferas, que ha orientado la práctica política por décadas en las sociedades occidentales, si va a ser transformado a partir de nuevas lógicas desarrolladas desde este gobierno hacia el futuro, al menos requeriría un tipo de fundamentación, la que hoy es prácticamente inexistente a nivel intelectual. Esto no solamente para saldar cuentas con la teoría política y “ponerla al día”, sino precisamente para esclarecer, ante quienes estamos lejos de influir en la distribución del poder, cuál es el beneficio social que genera la promiscuidad y poca transparencia entre los negocios personales y los asuntos públicos.
Por Alejandro Osorio Rauld
Sociólogo, ARCIS. Magíster © Ciencias Sociales, Universidad de Chile
Docente Universidad ARCIS e Investigador, Universidad de Chile