El nombre de mi columna de esta semana tiene, como muchas otras cosas, un significado doble; variable y en algún sentido incluso contradictorio. Por un lado, es un guiño que se hace a la idea de la democracia plebeya, una forma de comprender el ideal democrático más allá de los límites que el liberalismo ha puesto sobre el concepto de democracia para contenerlo y evitar que exista un verdadero “poder del pueblo” que se deriva de la palabra “plebs” que significa “la gente común”, de clase “baja”, es decir, lo que normalmente llamamos “el pueblo”.
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Para el liberalismo, el “pueblo” es una fórmula vacía, que no puede (por alguna razón mágica que nunca he entendido del todo) conceptualizarse de ninguna forma. Esta característica, que parece ser sólo aplicable a la idea de pueblo (y no a cualquier concepto que utilicen para sustituirlo, como ciudadano o individuo o comunidad), sólo permitiría que la “democracia real” exista con ciertas reglas que impiden de entrada que el pueblo tome directamente cualquier decisión, sino que lo hace sólo a través de “representantes” que se constituyen como voz del pueblo a través de diversos mecanismos, entre los cuales, de manera muy limitada, se encuentra el voto popular. Pero incluso ellos, nos dicen, pierden todo contacto con “el pueblo” cuando han sido electos. En ese momento no son más parte del “pueblo” sino del “estado” y eso es muy distinto.
Contra esta separación, muchos pensadores han hablado sobre recuperar el verdadero sentido de lo democrático y rechazar ese discurso aristocrático (que algunos insisten en decir es “meritocrático”) que se construye por el pensamiento liberal y supuestamente representativo. El poder debe ser del pueblo, sea como le definamos y con el pueblo mantenerse siempre. La democracia es para, de y desde lo plebeyo y no bajo los elitistas criterios que algunos intentan construirle alrededor como un cerco.
En ese sentido, la elección judicial es un intento muy interesante de democratización plebeya. Rompiendo el paradigma dominante sobre la supuesta superioridad de los funcionarios judiciales y su excepcionalidad en el sistema político, coloca un proceso de reflexión común para la elección temporal de quien tendrá las funciones jurisdiccionales. Es, obviamente, un ejercicio limitado, como tiene que serlo cualquier intento democrático en una sociedad tan poco democrática como la actual, pero es en definitiva, algo que se acerca mucho más al ideal democrático que lo que teníamos antes.
Por otro lado, el título hace también referencia a un proceso relacionado a lo que he indicado antes. Para muchas y muchos que han interiorizado el discurso meritocrático, “echeleganista” de la visión elitista y aristocrática, la idea de plebeyo tiene claramente una connotación negativa. Como lo tienen también los conceptos “nebulosos” de pueblo o popular. Lo plebeyo, lo popular, se ven como malos, inferiores. Lo plebeyo sería así, lo que no vale la pena ser tomado en cuenta.
Esta visión permea de forma recurrente en una gran parte de las personas que se encuentran en situaciones de mando. Pero se repite, como bien sabemos, en gente que está mucho más cerca de ser vistos y entendidos como “pueblo” que de ser entendidos como élites. Lo mismo mandos medios -quienes nunca lograrían llegar a la cumbre del sistema, pero que se encuentran perfectamente convencidos de sus posibilidades individuales-, que gente que mira esos procesos con admiración lejana, interiorizan las reglas excluyentes que les colocan a sí mismos como súbditos y les quitan el papel activo de ciudadanos.
En cierto sentido esta acción es comprensible. Si no problematizamos a la visión elitista, si aceptamos de forma acrítica la noción aristocrática o meritocrática y no problematizamos sus postulados -todos y cada uno de los cuales son incompletos o equivocados- es fácil que la gente acepte ese tipo de reglas como lo mejor, o peor aún, como lo único posible. Paulo Freire, uno de los pilares fundamentales de la educación de masas en nuestro continente y un pensador con un perfil claramente emancipador, dice en uno de sus textos fundantes, la “Pedagogía del oprimido” que sin una educación liberadora, el sueño del oprimido será siempre convertirse él mismo en opresor. Y por ello, vemos a tanta gente oprimida por el sistema, defender de manera sistemática a esas mismas reglas que les oprimen.
Para esas personas, lo plebeyo es entonces una caricatura, una burla, una tontería. Lo mismo cuando es hecha por otros -a los que entienden ridículos- que cuando lo tienen que hacer ellos mismos -cayendo ellos sí, activamente, en lo ridículo-. Lo plebeyo, lo popular, se vuelve para estas personas, algo que rompe con los elementos del ideal “de buen gusto”, no en un intento transgresor de ir más allá de los límites de lo socialmente permitido por un rígido sistema de valores estéticos arcaicos, sino como algo que no es capaz de llegar a esos ideales. No es que la existencia de ellos sea incorrecta, sino que se asume, algunas personas no tienen “la capacidad” de poder alcanzarlos. Así, para muchas personas lo plebeyo es lo de “mal gusto”, lo feo, lo cursi, lo corriente, lo “naco” y lo tonto.
Cuando se piensa de esta forma, es común que algunas personas asuman como propias las reglas de lo “plebeyo”. Pero como no tienen una intención emancipadora en ello, sino simplemente discursiva, sus intentos se verán siempre como externos, artificiales; una comprensión sesgada que busca utilizar discursos que no entiende del todo o bien, que los romantiza. Académicos de “izquierda” que asumen que el pueblo no es capaz de entender algo que para ellos les suena “muy complejo”, que piensan que leer y construir teoría es de alguna forma una actividad imposible para las masas y que ellas no tienen -a diferencia de él, claro- la capacidad de hacerlo y por lo tanto piden que se haga “menos teoría y más acción” (mientras ellos cobran por… hacer teoría) o que insisten en que “a la teoría le falta calle” mientras invita a un equipo de grafiteros a hacer la portada de su nuevo libro repleto de teoría inocua al sistema y en muchas ocasiones, mal estudiada. Académicos de derecha que generan falsas complejizaciones verbales y conceptuales para impedir como barrera de entrada a la gente las discusiones sobre cualquier tema, que ellos han decidido sólo pueden discutirse si se habla alemán y se lee en acadio. Las dos caras de la moneda que presenta la idea de que lo plebeyo es pues, inferior.
Las presentes elecciones nos muestran así, que muchas y muchos de los candidatos a jueces tienen este pensamiento. Personas que se comparan con un chicharrón en sketchs totalmente artificiales, para intentar “hablar el lenguaje del pueblo”. Gente que se coloca sobrenombres ridículos que ellos asumen tienen un engagment (nótese el uso de la palabra) con “la gente”, es decir con los otros, el pueblo, no con sus amigos, no con su familia, no con sus colegas… con los otros que no conoce y que él piensa que hablan así, como telenovela de Televisa o video del Escorpión Dorado. Personas que buscan construir un discurso “popular” donde lo popular es banal y superficial porque así nos ven en realidad.
Al lado de ellos, existen sin embargo, algunos verdaderos jueces plebeyos. Gente que viniendo de los estratos que sólo pueden ser llamados así, no han caído en la trampa de pensar que ese lugar del que vienen no vale la pena para ser incluido en la justicia. Que no parten de la noción romántica de que ahí está “la verdadera justicia” ni tampoco aceptan la idea de que se tiene que ser “técnico” para no tener ideología -algo que es además de ridículo, algo imposible-. Y ahí van, ellos, intentando ganar un concurso de popularidad mal diseñado que hemos llamado reforma judicial, para no ser vistos como alguien más que intenta aprovecharse del pueblo.
De mi parte al menos, les agradezco inmenso a cada uno de ellos. Alumnas y alumnos del pasado, colegas y maestros, compañeras y compañeros. Me alegra ver los intentos que hacen para cambiar las cosas en el país. Para hacer una justicia a la que no le importen las cuestiones secundarias y al mismo tiempo que busquen ayudar a resolver los grandes problemas nacionales. Para mí, reitero, su esfuerzo, titánico, quizá para los efectos que tendrá, son mucho más importantes que la cobarde salida de quien asume la salida fácil de la crítica vacía. De mi parte al menos, ninguna crítica es válida contra la reforma, viniendo de gente que teniendo las habilidades para hacerlo, no intentó mejorar las cosas con su esfuerzo.
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