Bajo la consigna “la tierra para el que la trabaja”, el proceso de reforma agraria implementado en Chile durante los gobiernos de Eduardo Frei y Salvador Allende, buscaba la transformación de la estructura hacendal y la distribución de la tierra. Sin embargo, y a diferencia de otros procesos similares desarrollados en toda América Latina, el chileno no consideró la especificidad indígena, particularmente la mapuche y su demanda ancestral por “recuperar la tierra”.
El movimiento mapuche -que ya venía articulándose en esos años en torno a la recuperación y ampliación de tierras- encuentra en las leyes de reforma agraria un marco legal que les permite avanzar con esta demanda. Por lo que varias de sus comunidades adscriben a este movimiento más general y van creando Asentamientos, Cooperativas y Centros de Producción compuestos por familias mapuche, alcanzando altos niveles de organización y de producción.
Sin embargo, no se consideró en esta transformación, los conflictos históricos entre el pueblo mapuche y propietarios particulares, producto de los sucesivos procesos de usurpación, ni tampoco la diferencia estructural que existe entre ambas reivindicaciones en torno a la tierra; en la práctica, la aplicación de esta política no estuvo ausente de dificultades.
En efecto, la reforma estaba orientada a modificar las relaciones de propiedad “al interior” de la hacienda, mientras que la acción mapuche se ejercía “desde afuera”, tendiente a recuperar las tierras ancestrales donde se han conformado estas haciendas. Dos dimensiones que se superponen y que entran en interdicción, pues la reivindicación del Pueblo Mapuche no es por el “uso” sino por la “recuperación” de la tierra, obligando a la adecuación de este proceso para no generar nuevos conflictos.
Otro problema en la práctica, es que la normativa que reguló el proceso reconocía la condición de beneficiario de la reforma a empleados, inquilinos y medieros de haciendas, siendo una realidad que la mayor parte la población mapuche ocupa tierras dentro de su territorio ancestral bajo una economía de subsistencia y solo una pequeña fracción está incorporada al inquilinaje, básicamente como obreros agrícolas, por lo que al no cumplir con esas condiciones se veían restringidos en su acceso a tierras por esta vía. El único mecanismo que tenían las comunidades para ser beneficiarias de la reforma agraria, era la ocupación material y en los hechos de los predios que reivindicaban, para luego exigir su expropiación.
La Reforma Agraria, sin lugar a dudas, constituyó una oportunidad para resolver las demandas históricas de tierras del Pueblo Mapuche, y existía además la voluntad de avanzar en ello. Pero como en otros ámbitos, el golpe cívico-militar terminó abruptamente con este proceso e instaló, por el contrario, una contra reforma que incluyó el asesinato y nuevos despojos. Agudizando un conflicto territorial que aún subsiste y que se ha agravado con la criminalización de la protesta mapuche en las últimas décadas. Cuya resolución, como señaló recientemente el Relator Especial de Naciones Unidas, Ben Emmerson, tras su visita oficial al país, es prioritaria, urgente y debe estar al centro de la política pública del próximo gobierno. Cualquiera sea su signo.
Por Paulina Acevedo
El Ciudadano Nº146 / Clarín Nº6.923
Septiembre 2013