Hay dos discos que marcaron mi vida: uno fue un compilado de Los Prisioneros –que mi viejo me trajo de Perú el año 2001- y el otro fue el grandes éxitos de Mano Negra que mi mejor amiga me copio en su computador de torre el año 2002.
El poder del primero consistió en sintetizar lo mejor de los sanmiguelinos, juntando en un disco pirata los temones que estaban registrados desde La Voz de los ’80 hasta el Corazones, más un par de hits de González como solista, como “Mi casa en un árbol”, la cual creo fue parte de la banda sonora de una teleserie del canal estatal a comienzos de los ‘90. La cosa es que ese mismo año, en la vorágine del 11 de septiembre gringo, mi despavilá en el colegio y otros menesteres propios de la adolescencia, Los Prisioneros se convirtieron en lo único que quise escuchar, en un parche en la mochila que fue difícil de encontrar y en tema insistente aplicado a cuanta disertación y ensayo hicimos en clases. Y por consecuencia, Jorge González pasó a ser el intérprete de mis inquietudes y pensamientos más irreverentes.
Las líneas que Jorge, Claudio y Miguel habían escrito en un colegio muy parecido al mío eran aplicadas a cualquier momento del país. A pesar de que la dictadura ya había terminado, los políticos eran la misma clase de mierda de siempre y la sociedad chilensis seguía preocupada de la monarquía europea y las aventuras de la Chechy de turno. Las cosas eran las mismas y por tanto, la voz de los ochenta era también el himno de mi generación. No necesitamos banderas, La Cultura de la Basura, Generación de Mierda, Sexo y Lo Estamos pasando muy mal -con su contraparte Lo estamos pasando muy bien– fueron piezas clásicas que musicalizaron ese despertar político que a una la avinagra cuando apenas se ha aprendido a limpiar el culo y la hace consciente de que la desigualdad de oportunidades es el mal nuestro de cada día. Me compré mis North Star que salieron a la venta como la premonición de que algo pasaría con los Prisioneros ese año y claro, se fijaron los dos recitales para diciembre del 2001 en el Nacional. Hasta ahí todo bien.
Los años siguientes mis discos se empolvaron en la repisa y los cassettes los boté al mismo tiempo que descolgué el poster de LP de la pared. Llegaba a mis manos ese otro compilado que marcaría mi existencia púber y soñadora, con acento nasal del franchute enamorado de los cactus y el tercer mundo, Mano Negra y Manu. Sin embargo, Los Prisioneros eran parte de mi formación: la innegable prueba de una adolescencia despierta y las canciones, los manifiestos más irreverentes producidos en la cara de la junta. Inolvidables estribillos que son el primer paso en la formación de la faceta –a lo menos- rebelde.
Digo todo bien hasta ahí porque a pesar de los años, los arrebatos de Gonzalez, las participaciones infructuosas de otros grandes como Alvaro Henriquez, no había afectado este recuerdo kitsch que constituyen Los Prisioneros -para mí y tantos otros- que los descubrimos cuando ya no existían. Cuando ya no eran la banda punk que escupió al sistema cuando las papas quemaban. Porque, claro, uno puede aguantar que ya no sean los de antes, que ya no se junten en San Miguel a ensayar y crear, y que se forren en lucas a costa de esa misma nostalgia que nos generan los sencillos que la gran mayoría de los chilenos nos sabemos de memoria. Sin embargo, lo que si me entristece hasta el punto de denunciar que se han metido con mi propia historia, es ver a la banda que me despertó de la niñez, disgregada y congregada en los programas de farándula, llevando el discurso a la cama. Minimizando todo un sentir generacional a nivel culebrón venezolano. A nivel Marimar. {destacado-1}
El libro de Narea, que me ha dado sueño seguir leyendo, la aparición patética de Tapia en un diario de ayer y lo siútico que se ha puesto Jorge González perdido en sus voladas electrónicas allá por el muro de Berlín, me han hecho hasta sentir-pensar que debieron morir para ser leyenda. Que hasta hubiera preferido un fin como el de Kurt Cobain, Hendrix, Morrison o como cualquiera de los que murió a los 27. González en poleras con su rostro convertido en un esténcil y estribillos escritos en las calles. Un día de luto nacional y una calle con su nombre o al menos de Los Prisioneros. Así no tendríamos que mamarnos esta mala historia de mariconadas entre amigos que solo deja mejor paradas a las Supernova, que sólo convierte la protesta en un sueño y hasta en pose.
Allende tenía razón: “Ser joven y no ser revolucionario, es una contradicción hasta biológica”, una verdad que los san miguelinos se tatuaron a los 17 y defendieron hasta que sacaron los trapitos al sol y la prensa rosa se chupeteó los bigotes con la traición de González y ahora, su supuesto amor por Narea.
Los prisioneros debieron morir siendo jóvenes para que los kioscos siguieran vendiendo esos cancioneros fotocopiados y no las confesiones de Narea, ni las frustraciones de Tapia, ni las ausencias de González.