El presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, calificó a su momento a la intentona golpista del 15 de julio “como un regalo de Dios”. Cada vez resulta más evidente lo que quería decir con esto, ya que ha utilizado esta intentona, tibia, mal organizada y estúpida, para avanzar su proyecto político en los dos frentes principales: la consolidación de un Estado autoritario en lo interno –basado en una mezcla del nacionalismo turco con el fanatismo islamista-, y de una política intervencionista en lo externo, una especie de sub-imperialismo regional que busca revivir la nostalgia por el califato-sultanato de la época del Imperio Otomano. Dado el desarrollo de los eventos posteriores a la intentona golpista, pareciera quedar claro que hubo una instrumentalización por parte del régimen de ciertos sectores del ejército que, quizás inadvertidamente, sirvieron en bandeja de plata la coyuntura perfecta para que Erdoğan decretara el estado de excepción, se deshiciera de cualquier pretensión democrática y terminara de consolidar su poder absoluto en la estructura estatal turca[1].
Con la excusa de perseguir a los seguidores de su antiguo aliado, convertido hoy en acérrimo enemigo, el clérigo Abdullah Gul, Erdoğan lleva meses gobernando por decreto en medio de la suspensión del orden democrático formal y buscando afianzar su control presidencialista así como el tinglado represivo, para lo cual busca revivir la pena de muerte. Con este poder ilimitado, ha cerrado más de 170 medios de comunicación –muchos de ellos kurdos, de izquierda o aun seculares[2], que no tienen nada que ver con ningún clérigo-, al menos 130 periodistas han sido arrestados[3], incluidos 13 periodistas y el director del famoso periódico secular Cumhuriyet, Murat Sabuncu. Mientras tanto, más de 80.000 personas han sido arrestadas, en una purga política sin precedentes, y más de 100.000 funcionarios públicos y decenas de miles de profesores han perdido sus puestos de trabajo, en los cuales, por supuesto, Erdoğan está posicionando a lacayos leales. En una movida insólita, Erdoğan ha dado una estocada al sistema de educación superior al arrogarse la facultad de nominar personalmente a los rectores de las universidades, los cuales está reemplazando con elementos provenientes de las mismas toldas del fanatismo religioso.
Los kurdos son el sector que quizás se ha llevado los golpes más duros de esta ofensiva reaccionaria, pese a que no han tenido nada que ver ni con el clérigo Gul ni con la intentona golpista de julio. La represión y el baño de sangre comenzó para ellos en el primer semestre de 2015, en el marco de las elecciones, en las cuales las manifestaciones del principal partido de izquierda y pro-kurdo en el Estado turco, el HDP, así como ciudades kurdas, fueron víctimas de una oleada de atentados en los cuales las fuerzas represivas del Estado dejaron actuar sin ninguna clase de dificultad a elementos vinculados al fundamentalismo islamista. Estos atentados fueron seguidos por operaciones bélicas abiertas en contra de los kurdos: primero, en la región de Bakur (el norte de Kurdistán que ocupa el sudeste del Estado turco); seguidamente, en la región de Rojava (el oeste de Kurdistán que ocupa el norte de Siria), que ya había venido sufriendo agresiones desde 2014 mediante la conocida complicidad de las fuerzas militares turcas con el Estado Islámico, pero que ahora escalaron como involucramiento directo del ejército turco en bombardeos y operaciones militares por aire y tierra, como quedó patente en la ofensiva contra Jarablus[4], región liberada por las guerrillas kurdas del YPG –que el Estado turco atacó con la excusa de combatir al Estado Islámico. En realidad, ese territorio ha sido entregado a la colección abigarrada de fundamentalistas vinculados a Al Qaeda que pululan entre la “oposición siria” patrocinada por los Estados turcos y las petro-monarquías del Golfo. Por último, Turquía también ha estado presionando por intervenir militarmente en la región de Başur (el sur de Kurdistán que ocupa el norte de Irak), nuevamente, con la excusa de las operaciones en contra del Estado Islámico, en realidad, con la intención de proseguir con la guerra total en contra del movimiento de liberación kurdo.
Aun cuando Erdoğan tenga garantizado el respaldo de la Unión Europea (mediante la amenaza de los refugiados), el de EEUU (mediante su afiliación a la Otan), y a Rusia (a quien ha re-conquistado con toda clase de genuflexiones y promesas comerciales), sus intervenciones en Siria y en Irak han despertado airadas reacciones de los gobiernos de esos países que han amenazado con retaliaciones en caso de más bombardeos o agresiones, con lo cual el ejército turco ha estado operando con un poco más de cautela estas últimas semanas. Erdoğan es un experto en tensar la cuerda lo más que puede y luego aflojar. Aun así, su accionar es uno de los principales combustibles para la carnicería que hoy se vive en el Medio Oriente.
Últimamente, Erdoğan ha pasado de la represión y la persecución a funcionarios estatales, a la persecución abierta en contra de la oposición parlamentaria. A la vez que llamaba a un gran pacto de unidad nacional en el contexto inmediatamente posterior al golpe –unidad, obviamente, entre los nacionalistas seculares y religiosos, en contra de la izquierda y las comunidades no turcas en el territorio del Estado- despojaba de inmunidad a los parlamentarios del HDP y comenzaba a señalarlos y atacarlos de manera virulenta. Estos ataques alcanzaron su clímax -por ahora- a finales de la semana pasada, con el arresto, el 4 de noviembre, de Selahattin Demirtaș y Figen Yüksekdağ, dirigentes principales del HDP. Junto con ellos, fueron arrestados 11 diputados del mismo partido, el cual es en efecto la única oposición legal que va quedando en el Estado turco: Nihat Akdogan, Nursel Aydogan, Idris Baluken, Leyla Birlik, Ferhat Encü, Selma Irmak, Sirri Süreyya Önder, Ziya Pir, Imam Tascier, Gülser Yildirim y Abdullah Zeydan. El 30 de octubre, ya habían arrestado –siempre por cargos de “terrorismo”- a Gülten Kisanak y Firat Anli, que comparten la alcaldía colegiada de la principal ciudad kurda en el Estado turco, Amed (Diyarbakir), que se suman a los 30 alcaldes kurdos que han sido arrestados y a los 70 que han sido sacados arbitrariamente de su cargo en estos meses. En todos estos casos, el reemplazo ha sido nominado directamente por el ejecutivo, y se ha impuesto a algún burócrata obscuro de la capital turca, Ankara[5]. Existen órdenes de captura en contra de cuatro parlamentarios más del HDP, Tugba Hezer, Faysal Sariyildiz, Imam Tasci y Nihat Akdogan[6].
A la luz de estos eventos, el carácter dictatorial del régimen de Erdoğan ha quedado al desnudo, así como la complicidad de las potencias, que necesitan a los kurdos en la lucha contra el Estado Islámico, pero que hacen la vista gorda a los zarpazos brutales del Califa de Ankara. Aun cuando el poder de Erdoğan pareciera ilimitado en estos momentos, el descontento en el Estado turco es muy explosivo, como lo demostraron las manifestaciones juveniles en el parque Gezi en el 2013 y la resistencia kurda que ha venido escalando desde 2014. Cada vez, las acciones de Erdoğan siguen alienando más y más sectores. Tal cual, según cuenta la leyenda, Nerón tocaba la lira mientras ardía Roma, hoy en día Erdoğan está celebrando sus pírricas victorias mientras el Estado turco desciende en una espiral de violencia y destrucción. A ese escenario se antepone la firme resolución de lucha de los movimientos populares turcos y del movimiento de liberación kurdo que, por fin, van encontrando un espacio común de acción –aun cuando el costo humano que estén pagando por ello sea francamente escalofriante.
Por José Antonio Gutiérrez D.
8 de noviembre, 2016
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