El día viernes recién pasado, voluntarios de ONG Leasur, dedicada a la promoción de derechos de la población penal, tuvimos la oportunidad de participar en la Plaza de la Justicia en el Centro de Detención Preventiva de San Miguel, instancia que convoca a representantes de diversos servicios e instituciones relacionadas a la justicia y otras áreas. La instancia tiene como objetivo brindar asistencia a las internas, atender sus consultas y orientarlas en sus trámites.
En esta instancia, pudimos conversar con casi cien internas, quienes alegres, pese a estar encerradas – alejadas de sus familias y viviendo en unas condiciones que lejos están de lo que dictan los estándares internacionales sobre la materia– nos recibieron y escucharon.
La cárcel de San Miguel esconde tras sus muros duras historias. En particular, el duro relato del incendio que tuvo lugar el 8 de diciembre de 2010, en donde murieron 81 internos. Una de las tragedias más grandes en la historia del sistema carcelario chileno.
Hoy este recinto encierra a mujeres, en su gran mayoría pobres, madres y jefas de hogar, y que hoy avergonzadas reconocen «estar pagando las consecuencias de sus errores”. Errores o no, lo cierto es que estas mujeres, a través de sus relatos, nos revelan una realidad triste y cruda: deben caer en la delincuencia para dar un mejor vivir a sus hijos y nietos.
En esta oportunidad, conocimos a Ester, quien, junto a su compañera y amiga, Mabel, llegó a conversar con nosotros. Nos contaron sobre sus experiencias de vida, los problemas que se suscitan al interior del recinto y sus principales preocupaciones.
Ester y Mabel están condenadas por el delito de microtráfico, sancionado por la Ley N° 20.000. Dicen estar avergonzadas, pero no arrepentidas. Ester nos declara, a sus 52 años de edad, con una voz gastada, cansada y con lágrimas en los ojos:
“Me siento mal por estar aquí. Estoy condenada, aunque suene feo decirlo, por la ley 20.000. Tuve que vender droga para poder darle educación a mis hijos y a mis nietos. De no haberlo hecho, ninguno de ellos hoy día tendría educación. Ahora estoy pagando el precio de haberlos educado.”
Mientras yo escuchaba a Ester, mi compañera Soraya, voluntaria del Departamento de Niñas, Niños y Adolescentes de Leasur, conversa con Mabel, una mujer de 57 de años de edad, y que le declara tener una vida de reincidente en el mundo delictual. Con pena y rabia, señala:
“Yo de chiquitita que soy reincidente. De niña que estuve encerrada, delinquiendo para poder sobrevivir. No tuve nunca otra alternativa. Soy pobre y siempre viví una vida miserable. Sé que es feo y suena horrible, pero también estoy acá por la ley 20.000. Pero tuve que hacerlo. Tenía que darle de comer a mis hijos.”
Mabel nos cuenta que ha llevado una vida entera en el círculo de la delincuencia y que, luego de una niñez en instituciones estatales, a raíz de esta dura realidad que “le tocó vivir”, tuvo que delinquir para obtener recursos económicos que le permitieran sustentar su hogar. La vida de Mabel retrata el frecuente tránsito del SENAME a la cárcel.
Los relatos de estas dos mujeres dan cuenta de una realidad que hoy pareciera ser desconocida, o más bien olvidada, respecto de la cual ni el Estado ni la sociedad hoy se quieren hacer cargo. Chile ha preferido ignorar esta realidad, en lugar de tomar partido en el asunto y hacer algo por cambiar la realidad de miles de mujeres que, al igual que Ester y Mabel, no tienen otra salida.
A estas mujeres, que el Estado y la sociedad encierran, excluyen y olvidan tras los muros de esa cárcel, quisimos contarles de la existencia de ONG Leasur, de nuestro trabajo y nuestros proyectos. Ellas, con alegría y con una gran sonrisa en sus rostros, nos daban las gracias por estar ahí, apoyándolas y escuchándolas, porque saben que fuera de esos muros hay un país entero diciéndoles que son malas madres y delincuentes.
A estas mujeres, que cargan con la pena de estar alejadas de sus familias precisamente por querer darles a éstas una vida mejor de la que ellas llevaron, les hablamos del proyecto de Ley Sayén, que busca proteger a las mujeres embarazadas y con hijos o hijas menores al interior de las cárceles. Ilusionadas, decían apoyar el proyecto. Sus pensamientos estaban con sus hijos, sus sobrinos y nietos. Ellas preferirían mantenerlos alejados de la realidad carcelaria, que violenta constantemente a hombres y mujeres.
A estas mujeres que, como Ester y Mabel con pena y rabia nos relatan sus vivencias, les decimos hoy que no están solas, que fuera de la cárcel somos muchos trabajando para cambiar este nefasto sistema que encierra a pobres y que perpetúa la violencia institucional de un sistema desigual e injusto.