Hay eventos para los cuales la circulación instantánea de las informaciones no sirve, no funciona. Mencioné hace unas semanas el proceso ejemplar en París contra 14 chilenos, en su mayoría militares, juzgados en ausencia por la desaparición de cuatro ciudadanos franco-chilenos entre 1973 y 1975.
Después de un debate serio, con testimonios documentados, fueron reconocidos culpables de “secuestro arbitrario acompañado o seguido de torturas y actos de barbarie”, y condenados a penas gravísimas (presidio perpetuo, 30, 25, 20 y 15 años de presidio). De los catorce, uno solo fue absuelto.
Los medios chilenos consideraron urgente no mirar, o lo menos posible, hacia París ni hacia la prensa europea en esos días, a pesar de tratarse de oficiales de la República. Se comentó lo menos posible. Algo similar se observa con lo que está pasando en Túnez. Sin duda es un país que está muy lejos de la copia feliz del Edén; tan lejos que se ha optado en la prensa por mencionar lo menos posible la revolución pacífica llevada a cabo por un movimiento popular.
¿Por qué preocuparnos de un país chico, lejano y, por lo demás, lleno de árabes y musulmanes? Porque se trata de un movimiento ciudadano, ordenado discretamente por una central sindical presente en todo el país, activa, y que no tiene intención de transformarse en partido político ni sustituirse a un gobierno legítimo. Porque lo han co-organizado innumerables agrupaciones que representan a la sociedad civil. Porque lo llevaron adelante millones de personas comunes y corrientes, y muchísimos jóvenes (la edad mediana de los tunecinos es de 28 años, un cuarto de la población tiene menos de 14) agobiados por la censura y por las mentiras oficiales. Porque han sabido imponerle a los ministros de Ben Alí, que se auto-designaron Gobierno, que se fueran ellos también. Porque no han cesado de manifestar en todas las ciudades, pidiendo ahora la reunión de una Asamblea Constituyente y un cambio constitucional. Porque hubo 120 mil policías lanzados contra las decenas de miles de manifestantes en todo el país, que fueron responsables de un centenar de muertes, entre las cuales la de un joven fotoperiodista franco-alemán, Lucas Mebrouk Dolega, que conocí.
Guardando las proporciones, nada muy diferente de lo que hacen los Carabineros con los mapuches. Salvo que en Túnez el Ejército son apenas 45 mil soldados que regulan las fronteras y en general los proyectos de desarrollo urbano (construcción de rutas y puentes, conexión a las redes eléctricas y al agua…), participa en operaciones de seguridad civil y está perfectamente inserto en la población, es parte de ella. Es un Ejército nacional, no un gremio de privilegiados, de bandidos o de criminales.
A la cabeza del Ejército, un general honesto y recto, Rachid Ammar, que no aceptó los atentados contra la población. Se lo dijo en la cara, el 13 de enero, al autócrata Ben Alí y le dio unas horas para marcharse adonde quisiera. Después cerraría el espacio aéreo. Y Ben Alí se fue al día siguiente, con el beneplácito de los Estados Unidos, que organizaron su recepción en Arabia Saudita. Normal.
Quién ha estado en Túnez con los ojos abiertos no puede no haber divisado el gigantesco complejo militar que mantiene Estados Unidos en la capital, y que los cartagineses llaman “la escuela de la CIA”: Ahí se formarían los cuadros y operadores de todas las agencias norteamericanas destinados a las operaciones en el medio oriente. Desde el 11 de septiembre de Nueva York y las guerras en Afganistán y en Irak, supongo que esa escuela ha servido mucho, y no sólo para enseñar. ¿Cuántos prisioneros “exfiltrados” en secreto habrán pasado por ahí?
Pues bien, lo interesante con la revolución tunecina —que aún no se acaba— es la opinión universal sobre la antigua provincia africana de Roma. Antes de la revolución (que a los tunecinos les carga que apoden “de jazmín”), Túnez era otra copia feliz del Edén (o del jardín paradisíaco lleno de vírgenes de los musulmanes). Una maravillosa democracia laica, que venía repintando año a año la fachada de su “imagen país”: Somos el escudo contra el islamismo. Y todos, derecha, centro e izquierda, en Occidente, repetían y repitieron, hasta la salida de Ben Alí, la misma necedad.
Como ocurre con Chile. Cuando uno menciona en Europa el hecho que seguimos viviendo con la Constitución de Jaime Guzmán, repintada por Lagos y aplaudida por todos, con las graves consecuencias que significa vivir a diario con un ordenamiento jurídico ilegítimo, lo miran a uno como si vieran a un demente: ¿Cómo? ¿No la cambiaron? ¿En todos estos años? ¿Con esos gobiernos de “centro-izquierda”?¿Por qué?
En Chile no se habló, o lo menos posible, de esos malos ejemplos. En realidad no importa cuánto dura la mentira (tanto dura el sufrimiento), lo cierto es que termina siendo denunciada, para la estupefacción de todos los conformistas y oportunistas, que por cierto cambian de opinión de la noche a la mañana. Llevamos en Chile 17 años de dictadura y más de 20 de sórdido oportunismo. Seguimos esperando.
Por Armando Uribe Echeverría
Profesor asociado, Universidad de Cergy-Pontoise (Francia)
Polítika, febrero 2011
El Ciudadano Nº96