Twitter revolucionó la forma en que nos comunicamos. 140 caracteres bastan para demostrar sapiencia del mundo, refrendando la particular cosmovisión de quien tipea en el teclado… O sea, la viuda de Lennon dijo que de estar vivo, con 70 años, sería adicto.
Es un mundo perfecto el del twittero. El soliloquio que amplía el autoconocimiento, y que fluye hacia la empatía con los demás, o la antipatía radical con quienes nos resultan sanamente intolerables. Esta aplicación es capaz de construir un verdadero altar al que es su dueño. Una animita, un santuario, una trinchera, un habitáculo en el no-lugar, infranqueable como un feudo, tibio y acogedor como una madriguera.
Desde ahí, un simple mortal consigue convencerse del don de la ubicuidad, del impacto inmediato que tiene en los “otros”, de que la “trascendencia” está sólo a un click de distancia, cualidades que hacen de esta tecnología el hito del 2010.
El bogar incesante que efectúa el lenguaje para navegar por ese mar de incomunicación que nos hace sentir como “islas en un mar sin orillas” parafraseando a Federico, es lo que captura a millones de almas en su afán deportivo, casi, por significar, y Twitter es perfecto para conseguir hacerlo a libre demanda.
A mí me encantaría twittear más, pero estoy sujeta a reglas y condiciones demasiado estrictas que, como Sócrates, me ha dado por cumplir con el fin de templar mi voluntad. Mi pololo sí es un twittero. Lo defino así, porque vaya donde vaya, haga lo que haga, desee lo que desee, delire lo que delire, sus 140 caracteres lo acompañan de manera implacable. Resulta interesante leer cómo se replica a sí mismo en esa escasa extensión de letras… minuto a minuto. Nunca lo había logrado conocer tanto como ahora. El problema es que lo hago en conjunto con un centenar de personas, y el tema de la exclusividad se me viene haciendo difuso, sólo la cercanía que da el sistema análogo me hace sentir en platea, y obvio, a veces en el centro de la escena.
Reconozco que últimamente prefiero leer sus twitter que tener una conversación. Gracias a esto me he evitado reyertas que terminaban mal, pues me he dado cuenta que no sé por qué misterioso desarreglo dimensional, lo que está pensando en su tweet es idénticamente igual a lo que me rebatía cuando nos comunicamos a la manera antigua. Me pregunto si Franco Simone, de haber compartido esta tecnología con su amada, habría escrito “Haz que yo sepa pronto tu mundo interior/ Hazme parar el tiempo que mueve a los dos/ Deja que sea un respiro/hasta que seas tú…”, quizás no.
Ahora, lo único que hay que tener en cuenta es no caer en el patetismo expuesto por el film Social Media Addiction: Are you at Risk?
De todas formas no sería primera vez que una de mis relaciones se ve permeada por algún tipo de vicio. Éste, por lo menos, no sale caro, no da nauseas, ni te deja convertido en un guiñapo hipersensible. Este es un vicio para comunicarse y no para olvidarse hasta de que uno está vivo. Además, la profundidad que mi pololo, el twittero, consigue con un tweet, se asemeja a un verso. Es pionero en la nueva literatura de ideas, una minimalista y atómica.
Por Karen Hermosilla Tobar
El Ciudadano N°94, primera quincena enero 2011