La realización de primarias, como las que desarrolló la Concertación este fin de semana, deberían considerase normalmente como un avance democrático. Sin embargo, no han dejado esa impresión. Al contrario, se las ha percibido como un trámite forzado, diseñado para legitimar decisiones ya zanjadas en petit comité, con anterioridad al evento electoral. Es muy grande el contraste con las primarias de 1999, entre Ricardo Lagos y Andrés Zaldívar, que más allá de los resultados, tuvieron un alcance nacional y permitieron un debate interesante. Las altas cifras de participación en esas primarias reflejaron el interés de la ciudadanía por incidir en el curso de la definición presidencial de la Concertación. En esa ocasión no estaba claro el resultado y existía un sano factor de incertidumbre.
En esta versión la dirigencia política pareció complicada e incómoda por un trámite que no les agradaba implementar. ¿De que otra forma interpretar su negativa a abrir las primarias a un mayor número de candidatos y repetir el formato nacional de 1999? La ansiedad de algunos de los líderes partidarios durante el anuncio de los resultados finales nos revela a que grado se deseaba cerrar el proceso lo antes posible.
Las críticas de la derecha no han tardado en aparecer y tratan de dar cuenta de este clima poco propicio a la participación y al debate democrático. Sin embrago, en su boca este tipo de ataques suena totalmente inconsistente. No es coherente reclamar a un rival político por hacer mal algo que el sector al que se pertenece no estaría dispuesto a hacer ni en la más remota de las circunstancias. Los partidos de la Alianza por Chile no se caracterizan precisamente por poseer mecanismos de democracia interna muy sofisticados. Sinceramente no es fácil imaginar una primaria de la derecha chilena en los años que vienen. Tampoco la coalición Juntos Podemos Más ha concordado realizar un proceso de primarias abiertas. Más bien ha privilegiado un mecanismo de consulta indirecta que favorece más el acuerdo entre los partidos que la incorporación masiva de la ciudadanía.
Este panorama los habla de lo transversal que resalta el miedo a la democracia en nuestro país. Es cierto que los límites institucionales y financieros pueden desfavorecer la implementación de mecanismos participativos. Sin desmerecer estas circunstancias no se nota una voluntad universal que propicie la democratización de los procesos políticos. Más bien se percibe un excesivo temor de los partidos a perder el control del curso de los procesos políticos, lo que atenta contra el carácter participativo de la política.
A estas alturas ya no es necesario recordar que la democracia participativa está tan anclada en la tradición política moderna como la democracia representativa. Se apoya en la idea de que los ciudadanos deben participar directamente en las decisiones políticas y no sólo en la elección de los políticos. La democracia ateniense excluía a la mujer y naturalmente a los esclavos: no era, pues, Democracia. Luego, en nuestra época contemporánea, se la ha presentado con apellidos: en los fascismos, como Democracia orgánica; en el desaparecido bloque soviético, como Democracia popular; en el mundo capitalista se la llama Democracia liberal. Ninguno de esos modelos han sido, ni son, la Democracia. Dicho de otro modo, la Democracia, como forma de gobierno, sigue siendo una aspiración del colectivo humano.
Sin embargo, con todos los límites e inconvenientes que contiene, la democracia sigue anidando en las esperanzas de la ciudadanía, porque supone algo muy básico: democracia es el régimen que se instaura cuando las mayorías se constituyen en sujeto político, con proyecto político, y reclaman el poder para sí. La democracia es, pues, el nombre de un movimiento organizado y permanente en que el “demos” se autoconstituye como sujeto político real y activo. La democracia existe mientras ese movimiento empírico, mayoritario, se mantiene operante y protagoniza sin delegación la vida política y la soberanía. De allí el temor patológico que despierta. De allí el terror que les inspira.
Por Alvaro Ramis