Inicio aquí con una toma de posición. Yo, al igual que aproximadamente 38 millones de mexicanos en el mundo, soy un migrante. El número es gigantesco: somos de acuerdo con datos oficiales, el segundo país con más migrantes del mundo, sólo detrás de Pakistán. Aquí cabe aclarar, se trata de números oficiales, por lo que no sólo es seguro que somos más, sino también es seguro que hay varios países que pueden superarnos… pero que no lo reportan. A pesar de ello, los números no oficiales nos colocan siempre como un país con un alto número en este fenómeno, lo suficiente al menos, para ser considerados en cada ocasión como “de los primeros”.
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Además de ser un país diáspora por excelencia, México es igualmente un país de tránsito. Eso significa, que no sólo es que tenemos a muchos mexicanos que migramos a otros sitios, sino también que muchos migrantes de otros lados del mundo pasan por México para llegar a su destino final (que para nosotros, suele ser los Estados Unidos de América). Igualmente, tenemos una importante comunidad migrante de otros lados en nuestro país, lo que nos coloca también como país receptor. En los últimos estudios, por ejemplo, se consideraba que aproximadamente un millón de estadounidenses vivían en territorio mexicano… lo que se potencializa ahora, con los trabajos flexibles, el uso de tecnologías y los llamados “nómadas digitales”.
Estas condiciones muestran la diferenciación que existe al mirar al migrante. Su condición social -mejor dicho, su capacidad de compra y gasto- sus características físicas, incluso sus actividades cotidianas, hacen que el trato sea profundamente diferente en cada caso. Somos, a pesar de ser, reitero, el segundo país que expulsa a más migrantes en el mundo oficialmente (y no, nada tiene que ver lo que mi tía llama “la dictadura guinda” …), un país que hace una diferenciación terrible y profunda entre migrantes. Como bien dice la conocida idea, parece que no odiamos en realidad, a quien migra, sino a quien lo hace por necesidad, al migrante pobre (algo que con los procesos de gentrificación ha comenzado a cambiar en el trato diario, pero no a nivel institucional).
A pesar de ello, en realidad la migración es una necesidad total del sistema tal y como funciona actualmente. Sin migrantes, que estamos en la mayoría de los casos fuera de los parámetros de protección legal específicos, aunque tengamos algunos niveles de protección, ningún sistema de pensiones, ningún sistema de salud, fiscal o de habitación social podría ser pagado. Son los migrantes, que no pueden solicitar ninguna de esas protecciones sociales, los que pagan las estructuras existentes, ya en el estado de bienestar europeo, ya en el sistema norteamericano, e incluso en el débil sistema mexicano.
A pesar de que intuitivamente todos sabemos esto, cada día es más aceptado un discurso profundamente antiinmigrante. Claro que cuando se ve algo así en un país como el nuestro, con una relación tan estrecha con la migración, es necesario construir un discurso de excepcionalidad. Nuestros migrantes, nos decimos, son trabajadores, se integran, tienen una cultura flexible y adaptativa, hacen todo para mejorar las condiciones de su comunidad. Los otros, los migrantes que llegan, los que pagan nuestros propios sistemas de protección social, son vistos como indeseables, peligrosos, criminales, encarecedores…
Cuando escuchamos el discurso antiinmigrante de Estados Unidos, nos sentimos profundamente indignados. Lo hacemos, porque la mayoría, si no todos y cada uno de nosotros, tiene por lo menos un familiar que ha migrado a ese país, y que con gran esfuerzo, realiza sus actividades. Sabemos de su personal sufrimiento, conocemos lo que trabaja y hace para mantener sus niveles de vida. Pero repetimos ese mismo discurso contra los migrantes de otros lados. Con los que están en nuestro país, por principio, pero también con los que están a otros sitios. Algunos se identifican más con Trump o Meloni y su odio al migrante, que con el migrante guatemalteco en México, por una construcción de doble rasero.
Por ello, quizá, algunas personas sienten molestia cuando ven que Canadá ha dicho que es un insulto ser comparado con México y ha buscado hacer un acuerdo directo con Estados Unidos que nos coloque, nuevamente, como un patio trasero. Cuando lo vemos, algunos no dudan en sentir una indignación que exteriorizan de forma especular: “nos tratan como si fuéramos -inserta aquí la nacionalidad que ustedes gusten-”.
El discurso antiinmigrante tiene, en estos tiempos, tanta lógica como hablar de que la Tierra es plana, que el sol gire alrededor del planeta o que el mundo fue creado en la espalda de una tortuga sobre cuatro elefantes gigantescos. La migración es una necesidad social, cultural, económica y política mundial. Lo ha sido siempre, aunque ahora, con el mundo como existe, no podemos sobrevivir sin migrantes.
Por ello, es que en realidad, el discurso antiinmigrante no tiene nunca pensado combatir o acabar con la migración, de la misma forma que el discurso contra las drogas y su guerra, no tienen pensado combatir a la drogadicción. En ambos casos, se busca precarizar y encarecer los procesos, para obtener más ganancias con ellos. No verlo así, es tan obtuso como pensar que hubo fraude electoral en las elecciones presidenciales.
Y si, finalmente, algunos pueden decirme que yo hablo de eso “porque no vivo en México”, que “yo no sufro de la migración en mi país” y que “es muy bonito decir esto desde Europa”. Eso es, sin embargo, lo que dicen de mí en estos lados. Y también, lo dirían de cada uno de ustedes, si vinieran para aquí igualmente.
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