Con una Policía Nacional enajenada por sus múltiples contradicciones internas y unas FF. AA. desconcertadas por la dimensión del conflicto y sus futuras responsabilidades política, jurídicas e institucionales, los bolivianos viven un panorama desolador
Por Ernesto Eterno
Bolivia vive un momento más de desgarramiento social y político en su larga historia de inestabilidad y golpismo cívico-policial-militar. Lo que le ocurre, más allá de la tragedia que vive este pueblo heroico, tiene demasiadas paradojas como para dejarlas pasar por alto. La primera de ellas es la hasta ahora incomprensible aventura destructiva de un país que enfilaba al siglo XXI por la ruta inédita del crecimiento económico, la estabilidad política y la justicia social.
La segunda paradoja es sostener que hubo sucesión constitucional cuando en realidad lo que ocurrió fue un asalto planificado al poder. Desde la realización de cabildos sucesivos en el país como simulación democrática hasta el motín policial, lo que hubo fue un manejo del tablero político arteramente orquestado, desde tiempo atrás, en las entrañas del imperio con la complicidad de las élites regionales racistas que se enfundan en una religiosidad casi macabra.
La tercera paradoja es el penoso papel de los medios de comunicación, que hoy son una maquinaria de manipulación vergonzosa al servicio de los intereses empresariales monopólicos. Junto a la panoplia de la mentira sistemática, dirigida desde la diplomacia pública norteamericana, las redes sociales cumplieron el perverso papel de filtrar desproporcionadamente, tanto en contenido como en alcance, sólo la supuesta “maldad masista y el descomunal fraude”, encubriendo al mismo tiempo la brutalidad y la violencia del paramilitarismo comiteísta cruceño de las bandas armadas cochalas o del sicariato paceño.
La cuarta paradoja tiene que ver con el papel de la estructura monopólica de la violencia legítima destinada a proteger el Estado y al ciudadano, cuando en la realidad lo que ahora produce es violencia, muerte y terror estatal para sostener un régimen ilegítimo contra la voluntad popular mayoritaria. Nunca como ahora policías y militares enfundados en la supuesta defensa de la democracia y el control de la protesta callejera llevaron tan lejos sus armas represivas comandados desde “cuartos de guerra”.
Más allá del surrealismo que nos envuelve, policías y militares libran en medio del golpe de Estado una guerra silenciosa que no parece cesar, a pesar de la cantidad de muertos que lleva el sello de sus armas letales. El encono que envuelve ambas instituciones, cuya historia no termina de despejarse en el siglo XXI, tiende a constituirse en el límite real del régimen golpista.
Los síntomas del encono empiezan a salir a flote en medio de las turbulentas manifestaciones sociales. Ambos frentes represivos se acusan mutuamente de haber disparado contra civiles indefensos, responsabilizándose en medio de la convulsión social. A esto se suma el tragicómico papel de la Fiscalía, aduciendo que las muertes se produjeron por “armas largas”, lo que ya es un síntoma de la crisis que se anuncia irreversible. Por su parte, para evitar más conflicto entre ambos y para distraer la atención de la opinión pública, el sector radical del Gobierno, asesorado por agencias norteamericanas, apela al fácil expediente de culpar a extranjeros armados como las FARC, cubanos, colombianos y venezolanos, por las muertes que dejan a su paso las fuerzas represivas oficiales.
Los militares por dentro
Después de 16 años de haber ejecutado una de las mayores masacres sangrientas contra el pueblo de El Alto, que supuso sanciones penales y encarcelamiento para los mandos de la época, las FF. AA. retornaron a las calles vestidos con su inconfundible kaki norteamericano, con la misión de enfrentar la escalada de conflictos sociales en todo el país. El domingo 10 de noviembre, el comandante en jefe de las FF. AA., Gral. Ejto Kalimán, aparentemente desconcertado y con voz trémula, dispuso la salida de las FF. AA. a las calles, cuyo resultado trágico hasta hoy orilla las 30 víctimas fatales, escenario que había sido evitado hasta el final por el presidente Evo Morales. Nada hace prever que esta decisión conduzca a Kalimán y sus comandantes sayones al mismo lugar donde cumplen sentencia sus antecesores responsables de la masacre sangrienta de la ciudad de El Alto, en octubre del 2003.
La autonomía política del Gral. Kalimán en el momento de mayor crisis social y política, que precipitó el golpe definitivo, retrata de alguna manera no solo el fracaso del mando político sobre la milicia, sino la incomprensión de su ethos profesional, su cultura e ideología corporativa conservadora, pragmática, oportunista e inmediatista.
El Alto Mando jugó su carta más crítica apoyado en conversaciones previas con Luis Fernando Camacho y funcionarios de la embajada de los EE. UU. No hay que olvidar que Kalimán fue agregado militar en Washington durante un par de años y que una parte de su familia permanecía en los EE. UU.
La valoración sobre la gestión de Evo Morales recorre los pasillos de los cuarteles. Sostienen que Evo los mantuvo fuera de todo conflicto social durante 13 años, equipó a la institución, incrementó su legitimidad ante la opinión pública, elevó su nivel salarial y su calidad de vida, y su incursión en tareas sociales y desastres naturales permitió que fueran considerados por el Gobierno como “soldados de la patria”.
Empero hoy, un régimen de facto, comandado por un grupo político radical y dirigentes religiosos fanáticos está conduciendo a las FF. AA. a enfrentar el desprecio mayúsculo de la sociedad y la condena internacional, cuyos efectos difícilmente serán superados en las próximas décadas.
La desazón militar frente a los acontecimientos y el elevado número de víctimas fatales producto de la represión está conduciendo al cuestionamiento de sus altos mandos y a un nivel de desconfianza interna sin precedentes. En un radiograma enviado a las unidades militares de la 8va División del Ejército desde el Comando en Jefe de las FF. AA. del 14 de noviembre del 2019, se dispone que el cuerpo de oficiales “vigile la conducta de los cadetes, alumnos y soldados originarios de la región del Chapare dentro de todas las actividades que se desarrollen en las unidades”. Disposición de esta naturaleza solo expresa un temor casi visceral sobre sus propios soldados, ratificando una vez más su condición de fuerza civilizatoria y de ocupación colonial. Este es el mejor ejemplo del fracaso de la presunta democratización militar y de la convivencia plurinacional e intercultural en el mundo uniformado.
Muchos oficiales, sensibles al conflicto histórico con la Policía, cuestionan la decisión desacertada e inoportuna de Kalimán de haber “salvado” a la Policía en un momento clave de su crisis operativa. La quema de la whipala por efectivos de la Policía y el retiro de ese símbolo de su uniforme produjo un profundo malestar social que motivó ataques contra sus instalaciones, lo que los obligó a clamar apoyo militar para ser salvados de la ira popular. El agravio contra la bandera reconocida constitucionalmente produjo un quiebre entre Policía y población rural e indígena.
El golpe de Estado contra el proceso democrático liderado por Evo Morales tiene el sello inconfundible de las FF. AA. como actor protagónico, aunque fue la Policía Nacional quien encabezó el golpe desde la ciudad de Cochabamba el día viernes 8 de noviembre. Al parecer, el domingo 10 de noviembre del 2019 pasará a la historia como uno de esos días tragicómicos en el que un general mediocre y oportunista como Kalimán, con un Estado Mayor pusilánime y envilecido, decidieron resignarse a servir los intereses de una Policía éticamente descompuesta, moralmente destruida y patéticamente circense, que usó la biblia como escudo religioso para legitimar su sobrevivencia.
El apoyo militar a una policía languideciente, en un escenario de disputa política, fue un episodio excepcional. En 1952, el Ejército había sido derrotado por el movimiento obrero, que dio lugar a que la Policía se montara en la espuma revolucionaria para vengarse del mal trato que los militares otorgaban a los carabineros de la época.
Normalmente, la Policía Nacional se alineaba a los golpes militares en condición de furgón de cola en procura de lograr algún festín burocrático. El 10 de noviembre ocurrió todo lo contrario.
La Policía por dentro
El golpe de Estado promovido por las fuerzas policiales desde la ciudad de Cochabamba contra el gobierno de Evo Morales era un secreto a voces que fue maliciosamente ignorado por el ministro de Gobierno, hábilmente manejado por el comandante general de la Policía y eficientemente articulado por las fuerzas opositoras de derecha, que sabían desde años previos que la Policía Nacional constituía un aliado formidable para sus planes desestabilizadores. La oposición, asesorada por agentes externos, hizo trabajo de relojería dentro de la Policía, mientras el Gobierno las ignoraba o solamente apelaba a ellas en casos de conflictividad social
Durante los 13 años del gobierno de Evo Morales no se tuvo la capacidad de generar una política de institucionalización, modernización ni disciplinamiento profesional de las fuerzas policiales. Contrariamente, los mandos policiales, favorecidos por las rotaciones continuas, se beneficiaron de privilegios inimaginables a lo que se sumó una cultura de corrupción escandalosa, torpe o deliberadamente desatendida.
Solo al final del mandato de Morales, la Policía fue beneficiada por un moderno sistema de control territorial en el marco de la seguridad ciudadana denominada BOL 110, que en buenas cuentas sólo incrementaba la capacidad de producción de información para fines informales. El soporte tecnológico sirvió como una concesión graciosa y electoralista que la Policía recibió sin el entusiasmo esperado.
Los privilegios policiales, las prácticas de corrupción, así como los amplios márgenes delictivos de naturaleza corporativa, solo operaban y funcionaban en los niveles de mando dejando a los subalternos apenas las migajas o “mordidas”, situación que potenció el malestar policial subalterno cuya responsabilidad apuntaba al Gobierno nacional.
A esto se sumó el tratamiento inequitativo del Gobierno nacional en favor de las FF. AA. —construcción de edificios, campos deportivos, compra de equipo y material militar, inversiones costosas en tecnología como radares etc.— lo cual alimentó un fuerte rencor antimilitar y antigubernamental dentro de las fuerzas policiales.
Ante la displicente relación entre Evo Morales y la Policía, el Gobierno nacional llevó a cabo una política de cercenamiento de sus principales fuentes institucionales de recaudación, siendo las principales el otorgamiento de carnets de identidad y la lucha contra el contrabando. Aunque las decisiones fueron correctas, dirigidas a eliminar la corrupción, estas fueron interpretadas de modo distinto por la Policía en su afán de preservar nichos de privilegio burocrático.
Fue esta la Policía sediciosa que se enfrentó al Gobierno de Evo Morales y la que produjo directa o indirectamente su renuncia. Nunca antes la Policía había logrado derrocar un Gobierno democrático como lo hizo esta corporación indisciplinada y políticamente enferma.
El golpe policial apoyado e impulsado en las calles por las protestas clase medieras dejó entrever su finalidad multifacética. Sirvió como la mejor oportunidad para vengarse del Gobierno por el conjunto de maltratos y desplazamientos institucionales, una suerte de catarsis corporativa inflamada en una retórica de odio y religiosidad que estalló sin que nadie se percatara de su potencial efecto.
Los motines encarnaban la tarea de recuperar sus privilegios corporativos que habían sido cercenados por razones políticas y cedidos a las FF. AA. por el Gobierno nacional. El primer objetivo que logró recuperar la Policía, por sus efectos simbólicos, fue la Unidad de Seguridad Presidencial (USDE) de manos del Ejército. De igual manera y por asalto, la Policía Nacional restableció el control de los edificios del servicio de identificación personal (SEGIP) que había sido institucionalizado por el Gobierno de Morales para cortar de raíz una de las mayores fuentes de corrupción policial.
La retoma policial de instituciones, espacios y prerrogativas formó parte de las promesas del caudillo cruceño Luis Fernando Camacho para precipitarlas al golpe, objetivo que se cumplió casi quirúrgicamente. En uno de los cabildos realizados en Santa Cruz, Camacho se comprometió a devolverles todas las instituciones “arrebatadas injustamente por el Gobierno nacional” y otorgarles un tratamiento salarial y beneficios de jubilación similares a los de las FF. AA., un incentivo sin duda irrefutable.
Más allá de los complejos problemas que enfrenta el nuevo mando policial, los efectivos están experimentando signos de un peligroso agotamiento físico después de más de 20 días de trabajo callejero y prácticas represivas. Empero, la autonomía policial, en este contexto de crisis, se traduce en una peligrosa actuación de pequeños grupos que operan con independencia del mando central. Este clima incierto, con un Gobierno que apela al discurso recalcitrante y un ministro de Gobierno impulsado por odios atroces contra funcionarios de Gobierno, está promoviendo la constitución de grupos policiales armados junto a bandas de paramilitares que trabajan bajo una lógica sicarial y vengativa.
Conclusiones
Está claro que militares y policías constituyen las cornisas en las que se asienta el poder del Gobierno golpista. También parece claro que estas cornisas sostienen disputas históricamente irresueltas e irreconciliables que con el paso de los días ofrecerán escenarios de mayor fractura y polarización. Más allá de su carácter provisorio, un Gobierno con sentido común debría empezar a conocer, aunque superficialmente, las profundas fracturas corporativas para evitar ser derrotados por sus consecuencias. Sin embargo, el Gobierno golpista sólo mira la sombra y no el hueso, y por ello, su tiempo es tan breve como el estallido convulso de ambos cuerpos que empiezan a retorcerse para anularse o destruirse mutuamente.
Que la sangre llegue al río no depende de los golpistas, depende en todo caso de las profundas heridas que han vuelto a ser abiertas bajo un mando político ignorante, arrogante, rabioso y suicida. El golpismo tiene sus límites paradójicamente en el uso de la fuerza policial y militar, y dependerá, de cómo se resuelve este duelo histórico en las entrañas del poder fascistoide.
Con una Policía Nacional enajenada por sus múltiples contradicciones internas y unas FF. AA. desconcertadas por la dimensión del conflicto y sus futuras responsabilidades política, jurídicas e institucionales, los bolivianos viven un panorama desolador.
La Paz, 23 de noviembre del 2019