El año 1975, en septiembre, llegué, para comenzar mi exilio, a la ciudad de Birmingham, Inglaterra. Conocí a un adorable matrimonio inglés –Cath y John Alderson- quienes hacían trabajo voluntario tratando de enseñar su idioma a los refugiados chilenos que veníamos llegando. Para comenzar con las lecciones, me invitaron a cenar, y en la sobremesa me hicieron escuchar y me tradujeron la primera canción que aprendí en inglés: “The famous blue raincoat” de Leonard Cohen. Yo tenía 22 años y quería componer canciones, y al escuchar esta canción de Cohen, me ocurrió lo que le sucede a cualquier persona que desea componer canciones: se me abrió una enorme ventana al universo. Tal como ocurrió cuando escuché: “Parabienes al revés” de Violeta Parra, a los 12 años; “Plegaria de un labrador” de Víctor Jara, a los 16; “Los pasajeros” de Julio Zegers, a los 19; “Como somos” de Piero, a los 20. En diferentes etapas de mi juventud, cada una de estas canciones, entre otras tantas que podría nombrar, abrió una ventana en mi cabeza y me dijo: “mira”, y el planeta se movió.
Mi amiga Cath, me grabó en un viejo cassette el álbum “Songs of love and hate”. En el mismo cassette originalmente estaba grabado Bob Dylan. Entonces, cuando terminaba “Joan of Arc”, irrumpía otro judío, el señor Robert Zimmerman. Por años yo pensé que Bob Dylan era el mismo Cohen cantando más nasal, más rápido y tocando armónica. Dylan estaba bajo Cohen. Que pena que la Academia Sueca no haya cachado eso.
Me hice fanático de Cohen y de sus mitos, por ejemplo, de cómo él había llegado a New York y desde una caseta telefónica le había cantado “Suzanne” a Judy Collins, cuyo número telefónico había conseguido este poeta canadiense de puro busquilla, recién aterrizado en la Gran Manzana, y cómo ella había enganchado de inmediato con la heroína hippie de Cohen. Otro mito que me encantaba, porque me identificaba plenamente hasta el día de hoy, es cómo cuando entró por primera vez a un estudio de grabación con un grupo de músicos de sesión, estos se daban de codazos y reían a hurtadillas con este poeta que tenía desafinada su guitarra y que, aun así, tenía seguidores.
El año 1985, semanas antes de viajar a Chile, en la “Operación retorno de exiliados”, lo fui a ver al “Hammersmiths Odeon” de Londres. El teatro estaba repleto de fanáticos. Me sorprendió la enorme cantidad de público adolescente que adoraba a este poeta canadiense que a la fecha tenía 51 años. El gringo quien me acompañaba, también se sorprendió y me sugirió que era obvio que un compositor tan depresivo convocara a adolescentes, ya que como los adolescentes adolecen, se deprimen. Recuerdo que en esa presentación se pudo apreciar el seco, irreverente, desconcertante y negro humor de Cohen. Algunas perlas que recuerdo: Cuando presentó a sus músicos (bajo, guitarra, batería y teclado) y fue el turno del guitarrista, dijo que había nacido en Texas, cerca de la frontera con México, y que si hubiese nacido unos kilómetros más al sur, él estaría tocando música mariachi. Cuando presentó a la mujer del grupo, creo que era la tecladista, dijo: “Ahora me toca presentar (“to introduce”) a la dama del grupo, aunque siempre ha sido difícil introducir a una mujer”. Y finalmente recuerdo que ironizó haciendo un arreglo muy cliché de una de sus canciones más amargas (pudo haber sido “Why don’t you try?”). La audiencia no sabía si reír o llorar. Cuando terminó el show, se apagaron las luces del teatro y el público no se movió vitoreando y pidiendo un “bis”. Cuando se encendieron las luces, el escenario estaba lleno de flores, cajas de chocolates y ositos de peluche.
El año 1989, vinieron unos poetas canadienses a Santiago y a mí me pidieron que oficiara de traductor. Nos hicimos amigos y en una cervecería de calle Merced, uno de los poetas me confesó que estando en París, con unos amigos, supo que Cohen visitaba la ciudad por esos mismos días. Patudamente llamaron al hotel donde alojaba, y pidieron hablar con mr. Leonard Cohen. Para sorpresa de ellos, Cohen los atendió con su grave voz típica. Hablaron como media hora. Se alegró mucho de saber que habían colegas compatriotas en París y les regaló entradas. Se despidió ofreciendo disculpas por no poder salir a tomar unas copas. Tenía que trabajar esa noche.
Como buen poeta, Leonard Cohen también tenía algo de profeta, y si ustedes escuchan “First we take Manhatan”, del disco “I’m your man” de 1988, si no está hablando del movimiento “Al Qaeda” atentando contra las torres gemelas, ¿de qué está hablando entonces?
Y a propósito de Nueva York, días antes de viajar a esa ciudad el año 2001, encontré en el paseo Bulnes un muchacho que vendía sus vinilos. Eran tres o cuatro discos. Uno de ellos era: “Songs of Leonard Cohen”. Era como si Cohen me estuviera diciendo: “Saludos al Chelsea Hotel”, cuyo frontis pude ver en vivo y en directo una semana después.
Se habla de la influencia de Cohen en muchos compositores e intérpretes. He echado de menos que no se mencione a Bono, de U2, el cual reconoce una gran influencia del canadiense.
Y a propósito de influencias, quisiera pensar en una imagen: un delgado joven chileno, cruzando con su guitarra en un vapor hacia Europa, a fines de los 60. Este joven, en su camarote componía una canción inspirado por el maestro Cohen. La canción se llama “Los momentos”, tal vez el verdadero himno nacional de Chile. El joven se llamaba Eduardo Gatti y fue el mismo quien me lo confesó tomando un café en calle Condell.