Mis reflexiones e investigaciones avanzan por líneas aparentemente muy diferentes y distantes entre sí. Lo cierto es que estas líneas convergen y se anudan unas con otras, como intentaré mostrarlo ahora. Me gustaría dedicar unos minutos a ocuparme de cualquier tema, como podría ser el de los sacrificios humanos entre los aztecas, para exponer ante un objeto preciso y concreto las relaciones internas entre algunas de mis obsesiones que pareciera que no tienen absolutamente nada que ver unas con otras, como es el caso de mi atracción hacia los saberes indígenas mesoamericanos, mi posicionamiento anticolonial, mi orientación política militante hacia el horizonte comunista, mis opciones teóricas-metodológicas por el marxismo y el psicoanálisis y mis críticas del capitalismo, de su expresión ideológica en la psicología y de sus pasiones fascista y neofascista.
Comencemos por admitir algo tan obvio como que el fascismo y el neofascismo no son anticapitalistas. Más bien constituyen reacciones pasionales de un capital irritado, exasperado, enfurecido, cuyo enfurecimiento lo hace perder toda compostura y delatarse como lo que es. Pensemos, por ejemplo, en la furia que llevó al capital a proclamar imprudentemente su verdad en la consigna “¡viva la muerte!” de los falangistas y franquistas. Estos fascistas españoles, al echarle vivas a la muerte, confesaban el secreto del fascismo y del neofascismo: el del vampiro del capital que hace vivir su muerte, manteniendo vivo aquello muerto que es, viviendo al nutrirse con la vida que succiona de la humanidad y la naturaleza.
La transmutación capitalista de todo lo vivo en más y más dinero muerto parece expresarse elocuentemente en la fascinación de los fascistas y los neofascistas por lo muerto, inerte o inanimado, ya sean suásticas, banderas, embriones humanos, toros masacrados, trofeos de caza, junglas amazónicas devastadas o cadáveres de judíos, gitanos, palestinos, afrodescendientes o inmigrantes. La necrofilia se descubre así en diversas inclinaciones pletóricas de sentido al mismo tiempo que se encubre con etiquetas vacías como la de “provida”. Este juego de encubrimiento y descubrimiento se torna flagrante en México y en España cuando las actuales derechas y ultraderechas, tan fascistoides unas como otras, aparentan un horror necrófobo ante los sacrificios humanos de los aztecas justamente cuando efectúan su revelador festejo necrófilo de una colonización que provocó la muerte de varios millones de indígenas equivalentes al 90% del total de la población.
Los indígenas de América no sólo murieron de enfermedades provenientes de Europa. También fueron masivamente exterminados por los españoles y los portugueses, directamente masacrados con espadas y armas de fuego, pero también indirectamente aniquilados a fuego lento con el hambre, con el exceso de trabajo, con la devastación de los ecosistemas y con la dislocación de los efectivos sistemas locales de producción y distribución de alimentos y medicamentos. Este genocidio puede ser minimizado y desdeñado por los más canallas cuando lo comparan, en clave de posverdad, con un espectáculo pornográfico del que no dejan de gozar: el de un sacerdote indígena que arranca el corazón del pecho del sacrificado y lo eleva para ofrecérselo a los dioses.
La imagen espectacular del sacrificio humano les sirve a los canallas para justificar todo el horror de la colonización, para presentar este horror como una gran hazaña civilizatoria, para olvidar que los nativos del Nuevo Mundo ya tenían civilizaciones o para convencerse de que estas civilizaciones eran inferiores a la del Viejo Mundo. En realidad, si entráramos al tonto y peligroso juego imaginario especular de las comparaciones, podríamos juzgar a las civilizaciones americanas como superiores a la europea en aspectos que tendríamos derecho a considerar los más importantes, entre ellos la relación con el entorno de la que depende la subsistencia de la naturaleza y de la humanidad. Tal relación, de hecho, está en el centro de la profunda significación de los sacrificios humanos para los aztecas, una significación que hace aparecer los sacrificios como auténticos homenajes a la vida, homenajes por eso mismo incomprensibles para una mirada necrófila fascista o neofascista.
Es verdad que el fascismo, especialmente en su variante nazi alemana, cultivaba una doctrina sacrificial en la que se prescribía a los jóvenes que encontraran su máxima realización y satisfacción existencial en el hecho mismo de entregar su existencia como carne de cañón. Sin embargo, en este caso, la vida tenía que ofrendarse a cosas tan inertes y abstractas como una suástica, la superioridad aria, la pureza de la sangre o la idea nazi de la nación. De igual modo, en el sistema capitalista, debemos inmolar sistemáticamente nuestras vidas concretas en aras de algo tan muerto y mortífero como el vampiro del capital con sus diversos avatares abstractos, entre ellos la productividad, el desarrollo, la calidad, el éxito, la competitividad, el nivel de consumo y la línea de crédito.
No hay aquí en el capitalismo nada vivo, así como tampoco lo hay en el fascismo. No hay, pues, ninguna vida en los altares capitalista y fascista en los que inmolamos nuestra vida. Por el contrario, entre los aztecas, el sacrificio de la vida era por la vida misma.
Era por la vida que los aztecas debían inmolarse e inmolar a sus vecinos. Los inmolados perdían su vida para que se transfiriera de ellos al sol y a través del sol a todo lo que existía. Era para que todo siguiera existiendo que el sacerdote abría el pecho del sacrificado y extraía el corazón, el yóllotl, que era la fuente de vida y que por ello se entregaba al sol en sacrificio. El sol necesitaba de esa fuente de vida para no extinguirse, para continuar viviendo e irradiando su vida en el mundo, para mantener así el ciclo de la vida.
Era para que todo viviera, para que no hubiera una catástrofe universal que acabara con todo, que los individuos tenían que morir en la cima del teocali. Su generosa inmolación individual era necesaria para la subsistencia de un universo que los pueblos mesoamericanos se representaban y a veces continúan representándose como un gran tejido comunitario en el que se entrelazan todos los seres espirituales, animales, vegetales y hasta minerales. Para que esta comunidad ontológica siguiera viva, se necesitaba que hubiera individuos que murieran.
La justificación del sacrificio individual por la subsistencia comunitaria universal tiene un evidente carácter ideológico, pero no por ello deja de tener también un sentido profundo y verdadero para los pueblos originarios de Mesoamérica. No estoy pensando tan sólo en la controvertida hipótesis de que los sacrificios humanos habrían contribuido a una regulación demográfica necesaria para la preservación de las poblaciones indígenas y de su medio ambiente. La validación de tal hipótesis confirmaría efectivamente que cierta comunidad humana y natural habría subsistido gracias a la inmolación de los individuos, pero esta inmolación puede ser también aceptada como verdadera por sí misma, por lo que expresa en su literalidad simbólica, y no sólo por sus efectos beneficiosos en la realidad.
Independientemente de que los sacrificios de individuos en Mesoamérica sirvieran para preservar cierta comunidad y la naturaleza viva en su generalidad, lo seguro es que evidencian una visión mesoamericana caracterizada por la preeminencia de la vida común y general sobre la individual y específicamente humana. Los sacrificios de individuos humanos demuestran, por lo tanto, una orientación política no individualista y tampoco especista ni androcéntrica, sino más bien, de algún modo, comunista y ecologista. Notemos que esta orientación anticipa varias de las orientaciones modernas definitorias de la izquierda radical en la que yo me sitúo, entre ellas el propio comunismo en general, así como también, de modo específico, el comunismo verde, el ecosocialismo anticapitalista y los movimientos de las comunidades latinoamericanas que luchan por sus territorios.
Muchos de los mártires izquierdistas latinoamericanos del último siglo, desde los guerrilleros comunistas hasta los actuales defensores del medio ambiente, se han sacrificado como individuos para la preservación de la comunidad humana y de la naturaleza en general, exactamente como los indígenas mesoamericanos inmolados en la época prehispánica. Los antiguos indígenas morían por la vida, por la vida representada simbólicamente por el sol, tal como los nuevos activistas mueren también por la vida, por la misma vida que se representa en lo simbólico por el territorio, por la comunidad y por el comunismo. Estas muertes dignas y heroicas, tan desbordantes de sentido, tienen que distinguirse de las muertes absurdas, indignas y miserables, de los millones de latinoamericanos que mueren hoy en día prematuramente, no por la vida, sino por la muerte, por lo muerto y lo mortífero, por el vampiro del capital que devora sus vidas para convertirlas en más y más dinero muerto.
Lo peor de la inmolación a la divinidad oscura del capital es que no se trata de una muerte súbita como la del indígena sacrificado cuando la obsidiana se hunde en su pecho. Ese indígena sólo muere al expirar al final de su vida, pero vive plenamente durante varios años antes de morir, viviendo una vida que le pertenece a él. Por el contrario, con una vida poseída por el sistema capitalista, el sujeto moderno muere continuamente mientras vive, mientras el capital devora su vida, explotándola como fuerza de trabajo y de consumo.
La inmolación del sujeto moderno dura toda su vida, mientras que la del antiguo indígena mesoamericano duraba sólo el instante de su muerte, cuando se le arrancaba su corazón, el yóllotl, de su pecho abierto por la obsidiana. Esta extracción de la principal entidad anímica subjetiva sólo llegaba en el punto final de la existencia: era su desenlace, mientras que para nosotros es lo contrario, la apertura, inaugurando la existencia de lo que somos cada uno de nosotros. Lo que se nos ha hecho ser a cada uno, en efecto, sólo existe al desgarrarse cada uno de sí mismo, al arrancar su alma de su cuerpo y al convertirla en un dispositivo de poder sobre el cuerpo, enajenándola en el sistema capitalista, separándola de todo lo demás y así convirtiéndola en el objeto de nuestra psicología.
La idea psicológica de lo que somos, esa entidad ideológica encarnada por cada uno de nosotros, es comparable al alma que se extrae del indígena sacrificado por los aztecas. No exagero al decir que hay una inmolación del ser humano, una inmolación como la de los sacrificios mesoamericanos, en la actual psicologización de nuestra humanidad. El homo psychologicus es el trozo palpitante arrancado a nuestro pecho: es la mitad anímica del homo dúplex de la modernidad.
La psicología forma parte de la concepción moderna dualista del ser humano, la cual, siendo percibida con sensibilidad mesoamericana, se nos aparece desdoblada en los dos restos que nos quedan tras un sacrificio prehispánico. Sobre la piedra sacrificial, tenemos el cadáver ahuecado, el cuerpo sin alma, el objeto de la fisiología, de la anatomía, de la medicina, de la neurología. En la mano del sacerdote, vemos el corazón arrancado aún palpitante, la vida inmaterial, el alma sin cuerpo, el objeto de la psicología.
Son los mismos despojos los que restan después de la inmolación capitalista de la totalidad humana en la sociedad de clases con su división manual/intelectual del trabajo. Por un lado, está el cuerpo inconsciente explotado, sin espíritu, sin intelecto ni emociones, al que se reduce la existencia proletaria de los trabajadores manuales. Por otro lado, está el alma consciente explotadora, desmaterializada y desexualizada, en la que se confina la existencia burguesa de los trabajadores intelectuales, cuyas almas los rodean como cárceles para sus cuerpos, como bien lo notaba Foucault.
Tanto la burguesía como el proletariado son reprimidos, la primera en su cuerpo, el segundo en su alma. Estas represiones dan lugar a dos grandes síntomas de los siglos XIX y XX: el retorno revolucionario de la conciencia reprimida entre los proletarios y el retorno histérico del cuerpo reprimido entre los burgueses. Ya sabemos que ambos síntomas serán escuchados y tomados en serio por Marx y Freud.
Mientras que el método psicoanalítico freudiano busca devolverle el cuerpo sexuado a una existencia burguesa que se esfuerza en ser puro espíritu, la estrategia revolucionaria marxista intenta restablecer la conciencia de clase en una existencia proletaria que se reduce a no ser más que músculos y brazos. Desde luego que el cuerpo del trabajador tiene un alma, pero no es exactamente su alma, estando aburguesada, enajenada, tal como el alma del burgués tiene un cuerpo igualmente alienado y proletarizado. Las dos mitades han sido separadas por el gran sacrificio humano capitalista que el comunismo y el psicoanálisis intentan revertir.
El problema es que las prácticas analítica y comunista retroceden, retroceden cuando más las necesitamos, retroceden a medida que avanza lo que intentan revertir. La represión del alma se generaliza con una proletarización generalizada que da lugar a esa liberación sexual que es más bien la desublimación represiva de la que hablaba Marcuse. Paralelamente, la represión del cuerpo también se generaliza con un aburguesamiento generalizado que se manifiesta en la psicologización de nuestro ser en la que han profundizada Ian Parker y Jan De Vos.
Perdemos tanto el cuerpo como el alma, perdemos así nuestra vida entera psíquica y somática, exactamente como el indígena sacrificado, pero no, como él, después de vivir nuestra vida, sino antes de vivirla, para que toda ella le pertenezca únicamente al capital que la explota. Desde luego que podríamos recobrar el alma consciente con recursos como los marxistas, así como podríamos también recuperar el cuerpo sexuado con medios como los freudianos. El problema es que también estamos perdiendo estos medios que podrían ayudarnos a tratar nuestra pérdida. Estamos perdiendo, en efecto, las herencias revolucionaria marxiana y analítica freudiana, que ceden su lugar a pequeñas agitaciones psicoterapéuticas y contorsiones micropolíticas.
Resistiendo a la insignificancia posmoderna, tan sólo podremos preservar lo que Marx y Freud nos han legado al enfrentarnos decididamente al capitalismo con sus pasiones fascistas y neofascistas, al oponernos así también a la inmolación capitalista del sujeto y a su expresión ideológica en la psicología. Nuestra oposición anticapitalista, antipsicológica y antifascista debe apuntar a otra forma de ser humano: a un sujeto no desgarrado, mutilado y sacrificado por el capitalismo. Alcanzamos a vislumbrar a este sujeto en las concepciones mesoamericanas de la subjetividad. Atisbamos en ellas algo que es, para mí, el único verdadero fin de análisis: el del horizonte comunista por el que apostamos algunos de nosotros.
Comunismo y psicoanálisis, crítica de la psicología, anticapitalismo, antifascismo y anticolonialismo, descolonización e indigenización. He aquí algunos de los principales hilos de lo que pienso. Espero haber mostrado cómo se entretejen en un pensamiento, el mío, que es tan intrincado como cualquier otro, siendo nuestro y no sólo mío, pues el telar es el del mundo en el que todos vivimos.
Por David Pavón-Cuéllar
Texto publicado originalmente el 15 de marzo de 2023 en el blog del autor.