Uno de los puntos centrales en el debate político ha vuelto a los orígenes. En Chile, y por cierto en Latinoamérica, todas las tensiones regresan a la función de los mercados. Tras diversas nominaciones e intensidades de las estrategias del gran capital, todas las luchas pasan hoy por esta vieja estructura largamente estudiada. El capitalismo, que en este inicio del siglo ha alcanzado probablemente su fase más extrema y ubicua, enfrenta también después de unas cuantas décadas la certera rebelión de sus súbditos. Esta mutación, que tiene diferentes grados y representaciones en distintas latitudes, tiene en Chile características especiales. Sus actuales estructuras e instituciones son una extensión de un modelo de mercado instalado en los albores de la expansión neoliberal. Vale recordar que el mismo Milton Friedman estuvo en Chile durante la dictadura de Pinochet para conocer la solidez de las bases de un molde vaciado por sus acólitos.
El modelo neoliberal, que se hunde y resurge en varios países de esta región, ha tenido en Chile continuidad permanente. Es una afirmación que podemos hacer tras el fracaso de las reformas del actual gobierno de Michelle Bachelet, todas a medio andar y con evidente fecha de caducidad. La profundidad de las bases de este diseño es de tal magnitud y la distorsión del poder político ha alcanzado tan altos niveles, que la continuidad y extensión de los mercados se ha mantenido sin alteraciones desde su fundación en la noche de los tiempos dictatoriales.
Un ejemplo del espesor que tienen los mercados, de la enorme capacidad de movilidad del capital para mutar y alterar estrategias, son los resultados empresariales de 2016. Durante este año, el peor en cuanto a crecimiento del PIB en casi una década, las ganancias de las grandes empresas aumentaron 25 por ciento.
Las movilizaciones sociales, con presencia desde finales de la década pasada, han mutado. Es una evolución natural en movimientos políticos con voluntad de ascender y alcanzar el poder como una fuerza que emerge desde abajo tras años de confusión e inercia. El proceso observado en otros países iberoamericanos, España dixit, madura también en Chile.
Es posible que la tardanza en la reacción ciudadana tenga relación con la profundidad y extensión de los mercados, que junto con apretar cuellos y esquilmar a trabajadores y consumidores, ha instalado un único modo de vida. Un paradigma, un imaginario social y cultural que hoy está en el paredón. Porque no es posible, y este gobierno lo ha demostrado, conciliar derechos ciudadanos con la asignada función de consumidores otorgada por las estrategias del capital. En Chile son las corporaciones las que rigen la vida política, económica y social.
En esta escena, no parece haber espacio para la conciliación con el capitalismo en su fase totalitaria y neoliberal. Los movimientos sociales encaramados hoy en un vehículo político están obligados a armar una estrategia anticapitalista. No sólo por opción, sino porque hoy queda demostrada de manera palmaria la condición de los Estados como plataformas sobre las que se levanta el orden del gran capital. Con la nación completa, con sus recursos naturales y ciudadanos, convertida en enormes mercados para goce y lucro del gran capital, ya no hay espacio para reformas ni matices. La fuerza de la ciudadanía en la recuperación de sus derechos adquiridos tras largas y dolorosas luchas, tendrá que apuntar a tomar el poder y desarmar el Estado neoliberal. El cientista político brasileño Emir Sader escribió sobre este desafío. Un gobierno antineoliberal no debe ceder al liberalismo tradicional, sino avanzar hacia la “transformación radical de los Estados”. La verdadera contradicción en la era neoliberal se da entre las personas convertidas en consumidores u objetos de mercado y verdaderos ciudadanos, o sujetos de derechos. Aquí está la gran tarea.
Paul Walder