Por Diego Fusaro
El fundamento del turbocapitalismo concuerda con la visión neoliberal que Foucault condensaba en la fórmula del gobierno no “de los mercados”, sino “para los mercados”. Con el lenguaje de Von Hayek, el gobierno y el Estado tienen propiamente un solo cometido, que no es el de «producir determinados servicios o bienes para el consumo de los ciudadanos, sino más bien el de controlar que el mecanismo que regula la producción de bienes y servicios se mantenga en funcionamiento». Derecha e izquierda, subsumidas bajo el capital, comparten ahora la misma visión económica neoliberal, siguiendo la bandera del fundamentalismo del free market, consistente en la simultánea reducción del Estado y el gobierno a la condición de meros servidores del mercado. La adhesión al dogma del libre canibalismo, como mejor convendría definir al libre mercado, es la reivindicación de la derecha económica que se ha generalizado hasta el punto de transfigurarse en Weltbild, en “imagen del mundo” ubicuamente compartida. Esencialmente coincide con la «libertad de mandarse mutuamente a la ruina» -según la definición de Fichte en El Estado comercial cerrado– y con la supresión de cualquier limitación externa al poder del más fuerte (ius sive potentia). Si el keynesianismo pudo entenderse lato sensu como el intento de poner el capitalismo al servicio de los fines sociales establecidos por la política, se puede afirmar con razón que, por el contrario, el neoliberalismo señala el histórico tránsito epocal desde una política económica con base keynesiana a otra de matriz hayekiana: justicia social y justicia del mercado ya no van a convivir más, pues la única que va a sobrevivir es la justicia del mercado, convertida -en cumplimiento del teorema de Trasímaco expresado en la República (338c)- en «el derecho del más fuerte», τὸ τοῦ κρείττονος συμφέρον. Con arreglo a la visión canónica de Hayek, el concepto de justicia social es, desde el punto de vista neoliberal, un simple ens imaginationis “vacío y sin sentido”.
Como destaca Harvey en su Breve historia del neoliberalismo (2005), esta perspectiva se origina en el cuadrante derecho y señaladamente en teóricos como Von Hayek y Von Mises, encontrando posteriormente sus baluartes operativos en Reagan y Thatcher. La idea general -explica Harvey- es la de una desregulación del mercado, juzgado capaz de autorregularse por sí mismo; una desregulación a través de la cual la economía deviene superiorem non recognoscens y el Estado desoberanizado se convierte en un simple «policía» que vigila los mercados y los defiende cuando es necesario. El ordo neoliberal ha reinventado el Estado con una función antikeynesiana, como “guardia armada” del desordenado orden de la competitividad y como garante en última instancia de los intereses del bloque oligárquico neoliberal no border y de su hegemonía.
El Estado neoliberal interviene en la economía, pero –esta es la novedad– está estructurado de tal manera que puede ser manejado unidireccionalmente por la élite cosmopolita en beneficio propio, gracias al vuelco provocado en la relación entre política y economía; y esto, en un abanico que abarca desde los rescates con dinero público de bancos y empresas privadas (con la redefinición del Estado como una inmensa compañía de seguros, que emite pólizas en beneficio de los cínicos lobos de Wall Street) hasta la represión policial de los movimientos de protesta dirigidos por el Siervo nacional-popular contra el orden globalista (del G8 de Génova en 2001, a las plazas francesas de los ‘chalecos amarillos’ en 2019).
La desautorización de la política por parte del mercado se viene completando con la gradual erosión de la base de legitimidad del Estado democrático y de sus fundamentos sociales, que fueron el resultado del compromiso keynesiano entre lo político y lo económico: la política debe ahora ser sometida a un rol subalterno, no pudiendo interferir en la economía, actuando exclusivamente como su sirvienta y su «guardaespaldas». Es lo que proponemos bautizar como la despolitización neoliberal de lo económico. En su esencia, el compromiso keynesiano fue el delicado dispositivo construido para redistribuir riqueza de arriba hacia abajo y así garantizar un equilibrio aceptable entre democracia y capitalismo. Desde el final del socialismo real y con la absoluta subsunción de la izquierda bajo el capital, ha continuado la paulatina descomposición del welfare state en sus principales determinaciones (desde las pensiones a las indemnizaciones, desde el embarazo a la enfermedad), todas evidentemente incompatibles con los «desafíos» de la competitividad sin fronteras, id est con la exigencia de producir tanto como sea posible al menor precio posible.
Conectada con la reorganización vertical del equilibrio de poder posibilitada por el triunfo del paradigma tecnocapitalista en 1989, la desdemocratización se basa, como se ha apuntado, en la desoberanización y, juntas, en la supranacionalización, es decir, en el desplazamiento del centro de poder desde la dimensión de los Estados soberanos democráticos a entidades transnacionales posdemocráticas. Como destaca Costanzo Preve, “la decisión política ‘pública‘ es vaciada y convertida en marginal mediante su transferencia ‘privada‘ a los grandes centros de las oligarquías financieras”, con la consiguiente transición desde los parlamentos nacionales a los consejos de administración privados. Por esta vía, que se legitima como una liberación de la beligerancia de los Estados nacionales y que, en realidad, apunta a la neutralización de la soberanía democrática (que implica ciudadanía y representación) y al convergente fortalecimiento de la oligarquía financiera cosmopolita «para pueblos superfluos”, se consigue la disyunción entre los dispositivos de la representación popular y las decisiones de carácter macroeconómico. La economía se despolitiza a medida que se libera cada vez más del control democrático, al igual que la política -o aquello que seguimos llamando así- se “economiciza”, en cuanto deviene simple seguidismo de los intereses económicos de los grupos dominantes ( “comité de negocios de las clases dominantes”, por retomar la fórmula de Marx). L´etat c´est moi es hoy la fórmula que ya no pronuncia el rey, sino la clase oligárquica neoliberal en su conjunto.
Se inscriben en este horizonte de sentido, entre otras, también las desgravaciones fiscales implementadas por la governance liberal en beneficio de los Señores del capital, en coherencia con la indemostrada motivación según la cual originarían aumentos generalizados en los niveles de empleo y de renta. Los apátridas «encapuchados de las finanzas» -como los llamaba Federico Caffè– y los colosos del capital no border son, de hecho, evasores de impuestos según la ley -los gigantes e-commerce, por ejemplo, pagan un impuesto de alrededor del 3 % –, mientras que las clases medias y las clases trabajadoras sufren una hiperpresión fiscal que, de hecho, representa una expropiación permanente.
Del examen de los equilibrios de poder del turbocapitalismo se infiere claramente que “mercado” no sólo no rima con “democracia”, sino que procede vaciando su contenido y erosionando sus espacios. En esto radica la verdadera esencia de la “Segunda Restauración” post-1989, como la llamó Badiou en El Siglo: el capital victorioso se lo lleva todo. Y pasa a la ofensiva desoberanizando los Estados nacionales como últimos bastiones de resistencia al dominio de la economía global, atacando a las clases medias y trabajadoras y deconstruyendo los espacios de las todavía perfectibles democracias novecentescas. Cada vez más, sobre todo a partir de los años Noventa, la governance neoliberal ha envilecido la democracia electoral en nombre de la expertise: y esa “experiencia” a la que se refieren nunca es la de los trabajadores y las masas nacional-populares, sino que, por el contrario, coincide con la experiencia exclusiva de los «técnicos», como púdicamente son llamados, empleando un término anodino y falsamente super partes, los banqueros y top managers. Esto fue estudiado pioneramente por Frank Fischer en Technocracy and the Politics of Expertise (1990). De acuerdo con el orden del discurso liberal, la capacidad de decidir no va a corresponder al pueblo soberano (que es, después de todo, otra forma de decir «democracia»), sino al «comité» -o la task force– de los “expertos”, es decir, de los banqueros. y top managers. En otras palabras, más allá del vidrioso teatro de las apariencias, son la economía, el mercado y la clase dominante quienes realmente deciden y de una manera que es todo menos democrática. Y es además por esta razón que el neoliberalismo también puede ser entendido como el secuestro de la experiencia común por medio de la expertise.
Como ya se ha recordado, incluso en lo que respecta a la aversión hacia el pueblo como sujeto soberano (cristalizada en la categoría de “populismo”), la nueva izquierda (new left) y el bloque oligárquico neoliberal hacen sistema. Y semejante involución quedaría sintetizada en la siguiente fórmula: puesto que el pueblo no tiene capacidad para decidir y elegir es necesario anularlo, para que sin pueblo –y aquí viene la paradoja- la democracia pueda funcionar mejor. Ha sido a raíz de las conclusiones vertidas en The Crisis of Democracy: On the Gobernability of Democracies (La Crisis de la Democracia: Sobre la Gobernabilidad de las Democracias) –el estudio de 1975 elaborado conjuntamento por Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki, por encargo de la “Comisión Trilateral”– que los grupos dominantes han estado buscando nuevas herramientas conceptuales para gobernar a los pueblos regenerando la «justa distancia» entre arriba y abajo, amenazada en aquella fase por la creciente participación democrática y por la todavía no del todo anestesiada capacidad crítica de las clases subalternas.
La reducción del poder sindical, la disminución pilotada de la participación popular en la vida política y la propagación de la apatía generalizada, figuraron abiertamente como algunas de las estrategias privilegiadas para el reajuste vertical del equilibrio de poder. La devaluación misma del pueblo como parte esencial de la vida democrática ha sido, en medida siempre creciente después de 1989, el punto culminante de esta reorganización posdemocrática propia del neoliberalismo.
Por Diego Fusaro
Columna publicada originalmente el 28 de abril de 2023 en Posmodernia.