Ni uno más

De mi abuela aprendí a tocar el piano, a cuidar a los animales y a oler las flores

Ni uno más

Autor: Daniel Labbé Yáñez

De mi abuela aprendí a tocar el piano, a cuidar a los animales y a oler las flores. Mi madre, ¡un monumento!, me enseñó a mirar la vida con los ojos del corazón, a sentir como propia cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Por eso ahora, como papá de una niña, descubro mi propia masculinidad trasmitiéndole lo que ellas me trasmitieron a mí: con mi hija hacemos música con las manos, inventamos toda clase de cuentos y descubrimos nuevos colores y olores en una flor. En lo simple me descubro como hombre. De mujeres aprendí.

Foto: hercampus.com

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¿De dónde viene tanta animalidad?, me preguntaba escuchando el detalle de los casos. Perturbaciones psicológicas, claro. Pero también, creo, la rudeza del hombre nace de la carencia de sentimientos, cuidado y educación. La ternura también se trasmite: si no te acariciaron, no acariciarás; si no te abrazaron, no abrazarás. Me resulta imposible pensar que alguien amado, acariciado y cuidado durante su niñez pueda hacer lo que estos idiotas hicieron. Lo digo a toda escala, como familia y sociedad. Mandela decía que no pude haber una revelación más intensa del alma de una sociedad, que la forma en que trata a sus niñ@s. Por eso es tan horrible lo que pasa con los niñ@s abandonados en el SENAME. Claro, los niñ@s no votan.

Vivimos en una sociedad patriarcal y molecularmente machista, en una estructura social levantada para que el hombre siempre aparezca como triunfador, un tipo de imagen dura y agresiva, que debe pasearse en el automóvil último modelo y “acceder” a mujeres perfectas, siendo cómplices de la mercantilización del cuerpo y del placer, cosificando a la mujer y reduciéndola a mercancía. ¿Por qué no empezamos a competir por quién siente más, por quién ama más?

En esta institucionalidad social la mujer queda reducida a objeto, a respaldo de silla, graficado en esa frase estúpida que dice que detrás de un gran hombre hay una mujer. No quiero que mi hija, ni ninguna niña, sea el respaldo de ningún macho. ¡Me da nauseas pensarlo! Naturalizamos una visión, a toda escala. Como me dijo mi amiga María Angélica: ¿por qué insultamos a los hinchas de la U diciéndoles que son madres, y a los de la UC diciéndoles monjas o a los colocolinos tratándolos de zorras?

Crecimos en un país de hombres mutilados emocionalmente. El solo mencionar esta realidad se considera como una disminución de virilidad. ¡Qué tontera! Creo que no deberíamos aceptar un rol masculino estereotipado que se impone por osmosis. Sería bueno empezar a descubrirnos. Estaría bien que, como padres, comenzáramos a acariciar a nuestros niñ@s y decirles que los amamos. Estaría bien que aprendiéramos de nuestras mamás, de nuestras abuelas, de las cualidades femeninas que nos trasmitieron. La verdad, hace rato que me interesa un huevo pertenecer a ese esquema imbécil del macho que no siente: a veces tengo pena, lloro en el cine, amo y acaricio a mi hija como si fuese una flor. Padres ausentes, les traigo un mensajito: ¡no saben lo que se pierden!

Como decía Galeano, el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo. Es decir: la violencia nace como forma de mantener el status quo idiota del hombre poderoso versus la mujer resignada. De ese modelo debemos escapar, desnaturalizando esa visión del hombre como símbolo de poder y la mujer de debilidad. Debemos sanarnos, como hombres, como sociedad, para que esto no vuelva a ocurrir. Por nuestras madres, por nuestras abuelas, amigas, hermanas e hijas. Por todas las mujeres.  Ni uno más, ni un weón más.


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