Con las revueltas árabes la crisis sistémica global ingresa en una nueva fase, más imprevisible y cada vez más fuera de control. Hasta ahora los principales actores venían siendo las oligarquías financieras y las grandes multinacionales, los principales gobiernos, en particular los de Estados Unidos y China, y, bastante más atrás, algunas instituciones como el G-20. Ahora se ha producido un gran viraje con el ingreso en escena de los sectores populares de todo el mundo, encabezados por los pueblos árabes, lo que supone la profundización y aceleración de los cambios en curso.
El primer campanazo lo dieron los jóvenes griegos con su revuelta de diciembre de 2008. Cuando el capital financiero buscando escapar de la depreciación inevitable que le aguarda volvió a especular con los alimentos, la precaria situación de millones de personas en el mundo se volvió insostenible. Que las cosas hayan estallado en el mundo árabe no es inesperado, pero bien sabemos que algo similar puede suceder en cualquier parte del planeta, como lo atestigua la ocupación del capitolio de Wisconsin, en Estados Unidos. La pregunta no es qué sucederá, sino dónde volverá a asomar la» “hidra de la revolución»”, título de uno de los mejores análisis de la historia de los de abajo.
La creciente desarticulación sistémica se va a llevar por delante a muchos gobiernos y también algunos estados, sean conservadores, progresistas o del color que deseen pintarse. Entramos en una fase de descontrol generalizado, en la cual las viejas fronteras izquierda-derecha, centro-periferia y hasta las ideologías hegemónicas, tenderán a desdibujarse.
La activación de los sectores populares modifica los ejes analíticos y, sobre todo, impone elecciones éticas. El escenario de las relaciones interestatales chocará cada vez más con el escenario de las luchas emancipatorias. En concreto: las luchas populares por la libertad pueden destituir gobiernos y regímenes que parecían jugar en contra del imperialismo y del mundo unipolar encabezado por Estados Unidos y las multinacionales occidentales. Mientras las revueltas de los de abajo amenazan gobiernos favorables a Occidente, como sucedió en Egipto, suelen formarse frentes muy amplios contra la tiranía donde destacan las más diversas izquierdas. Pero cuando esas mismas revueltas enfilan contra tiranos más o menos antiestadunidenses, ese frente se fractura y aparecen los cálculos de conveniencias. Es el caso de Libia.
Los latinoamericanos estamos a tiempo de aprender de la revuelta árabe. La lucha de los pueblos por su libertad es sagrada para cualquiera que se sienta de izquierda, si es que eso significa algo todavía. En este punto no caben ni especulaciones ni cálculos. Dejemos eso para los Berlusconi, preocupado como está por las inversiones italianas en Libia y por la supuesta llegada de miles de refugiados a la Europa mediterránea. Es cierto que algunos han caído tan bajo como el romano abusador de menores, pero en realidad no podía esperarse nada distinto de Daniel Ortega.
La revuelta árabe nos urge a debatir tres temas a quienes pugnamos por cambios de fondo en el sistema-mundo y en cada una de nuestras realidades inmediatas. La primera, y la más dolorosa para quienes venimos de las luchas de los años 60, es mirarnos al espejo para no hacernos los distraídos. Las heroicas luchas del pasado medio siglo tienen su contracara en hechos terribles que acostumbramos barrer debajo de la alfombra. Roque Dalton no es una excepción. El asesino Muammar Kadafi fue en algún momento un aliado del campo antimperialista, y lo sigue siendo para algunos. Nadie está libre de pecado, pero todos debemos mirar el horror de frente. Quien firma estas líneas ha sido un fervoroso partidario de la revolución cultural china, sin reparar en el daño enorme que estaba causando a la gente común.
Pensemos qué nos llevó en su momento a no querer ver, a no escuchar ni entender los dolores de la gente de abajo sacrificada en el altar de la revolución. No sirve escudarse en el «no sabía», porque es la misma respuesta que dan los alemanes cuando se los interpela por su pasividad frente al nazismo.
La segunda, es comprender que estamos ante algo diferente, que no es simple repetición de lo conocido. Eso nuevo es la ruptura del sistema, el ingreso en un periodo caótico en el cual todas las certezas y aprendizajes son puestos a prueba. La caída del sistema nos afectará a todos. Los escombros caerán, también, sobre nuestras cabezas. En Marx y el subdesarrollo, Immnauel Wallerstein nos recuerda que “una transición controlada y organizada tiende a implicar cierta continuidad de explotación”. Y nos dice que “debemos perderle miedo a una transición que toma el aspecto de derrumbamiento, desintegración, la cual es descontrolada, en cierto modo puede ser anárquica, pero no necesariamente desastrosa”.
Estamos ingresando en un periodo de caos sistémico que en algún momento alumbrará un nuevo orden, quizá mejor, quizá peor que el capitalista. Este sistema nació vinculado a una catástrofe demográfica como la peste negra, que mató un tercio de la población europea en un par de años. No va sucumbir en puntas de pie y con finos modales, sino en medio del caos y la barbarie, como el régimen de Kadafi.
En tercer lugar, estamos forzados a hacer profundas opciones éticas que van a modificar nuestras vidas. No hay otro camino que estar incondicionalmente con los de abajo, porque son los que más necesitan un mundo nuevo. Ahora que se están erigiendo en actores de esta crisis sistémica, debemos acompañarlos sin dirigirlos, practicando más que nunca el mandar-obedeciendo. La gente insurrecta ha demostrado más saberes que los “dirigentes” y los militantes. Aprendieron a no confrontar cuando no se debe, a rodear los tanques y dormir debajo para inmovilizarlos, arropar hasta envolver a los soldados para inutilizar su capacidad destructora. Habilidades femeninas que convierten la guerra en el arte de vencer sin aniquilar.
Por Raúl Zibechi
Febrero 25 de 2011
Fuente: www.elpueblosoberano.net