En tres meses mi padre cumplirá cuatro años de haber partido.
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Lo hizo justo diez días después de mi cumpleaños número veinticuatro.
Mi padre partió muy cerca de cumplir 80 años. Era dueño de una lucidez envidiable; de un carisma respetuoso y de un ávido sentido del humor. Un hombre sabio y curtido en las vicisitudes de la vida. De una fortaleza física y mental entrenada, que sólo el derrame cerebral, que nos visitó desprevenidos, pudo mermar.
Cuando yo nací, mi padre tenía 55 años de edad. Diecinueve años más que mi hermosa madre.
Para consumar nuestra unión familiar, mi padre tuvo que renunciar a todo lo que antecedió ese momento. Sus propiedades, amistades, inclusive a su familia. Mis medios hermanos, que para ese momento ya tenían la edad suficiente de comprensión, nunca eligieron perdonarlo.
Cultivamos una relación imprescindible, que llegaba a generar celos positivos en mi mamá. Mi madre me reprochaba con cierto humor que yo quería más a mi padre; yo le respondía con la seriedad de la niñez que no era así. Que simplemente lo procuraba más porque él era mayor y que el tiempo nos separaría primero. –Cuanto error guardaban mis pronósticos, pues tan solo un par de años después, el tiempo también, me separó de mi madre-.
La gran herencia que obtuve de mi padre fue el amor a los boleros. Pasamos tardes enteras en la sala de la casa, con micrófonos en mano, abusando del karaoke y de la paciencia de nuestros vecinos, cantando en la unidad del espíritu boleros, hasta el cansancio.
En esos mismos sillones mi padre me contó su vida desde el inicio. Me platicó cómo a los siete años de edad empezó a trabajar en el mercado de la victoria. Desde ese momento mi padre no paró de trabajar, hasta el último día de su vida, procurando el hogar en el que vivíamos mamá y yo. Pasó la mayor parte de su vida como vendedor de máquinas de escribir, para la empresa italiana Olivetti. Ahí creció como profesionista, empezando como vendedor, puerta a puerta, hasta obtener la distribución en Puebla.
Me platicaba que si hubiera podido elegir su profesión habría sido periodista. Aunque también guardaba una pasión, que rozaba el fanatismo, de la vida política. Lo primero que hacía al despertar –muy temprano- era revisar los periódicos en Puebla, mantenerse informado de los aconteceres públicos y políticos.
Recuerdo con particularidad que cuando yo estaba por salir de la primaria, empezó a leerme autobiografías cortas de expresidentes de México. Lo hacía con tal determinación y efusividad que me fue imposible no tomarle interés.
Con el paso del tiempo nuestras conversaciones sobre política se volvieron fundamentales.
Muchos años después empecé mi militancia dentro de Morena, con ésta, la oportunidad de desempeñar un cargo dentro de la dirección partidista, y eventualmente, mi primera responsabilidad burocrática.
Era para mi padre un timbre de orgullo mi desarrollo. Me presumía como si fuera él poseedor de un billete ganador de lotería, a la menor oportunidad hablaba de mí. No importaba cuál fuera la audiencia, ya sea un gran amigo de él o el despachador de la verdulería. Nadie quedaba salvo de escuchar sobre su hijo.
Alrededor de los 12 años de edad, cobré conciencia de la avanzada edad de mi padre. Mi temor permanente era no causar en él las certezas absolutas de que podría yo salir avante de las adversidades que me fueran presentadas. De ser capaz de demostrar a mi padre, sin la necesidad de que él me lo exigiera, mis talentos y habilidades para resolver mis labores.
Esos miedos quedaron exorcizados cuando yo me desempeñaba burocráticamente dentro de la Secretaría de Gobernación.
En mi día de descanso, bebía un café con leche en la cocina, acompañado de mi padre.
Intempestivamente, sonó mi celular, llamaba el Secretario de Gobernación, en ese momento, el Ingeniero David Méndez; yo tenía 22 años de edad, me preguntaba si estaba en la ciudad de Puebla, seguido de indicarme que debía presentarme a la brevedad en Casa Aguayo, pues el gobernador –Don Miguel Barbosa- quería verme para atender un tema.
Mi padre escuchaba absorto lo que ocurría. Esa fue la primera vez –de varias- que el gobernador me citó a su oficina para atender diversos temas.
En el rostro de mi padre leí que Dios me permitía descansar de aquella vieja y permanente inquietud. Pude ganarle al tiempo y saciar esa prisa autoimpuesta.
Los últimos meses he sido víctima del capricho de mis vehículos. Fallas mecánicas y ponchaduras de llantas han sido una compañía, cual sombra. Afortunadamente, ninguno de mis amigos a los que he recurrido en algún momento me ha desamparado.
En esos momentos, y en otros tantos más, sólo quisiera marcar a alguien para pedir auxilio. Para ser resguardado en su amor y experiencia.
Te extraño mucho papá, los neumáticos pinchados me recuerdan mucho a ti.
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