Tuve una vez la estúpida idea de que la muerte es el único espacio democrático en el que puede vivir, paradójicamente, el ser humano. Pero comenzó a cambiar este axioma en mi cabeza cuando el abuelito murió tranquilamente, contenido por todos sus parientes y amigos y atendido por médicos, a cuerpo de rey, en el Hospital Militar. Libre de polvo y paja se iba el tirano Augusto, dejando esa indeleble huella neoliberal que nos sentencia a la dependencia concreta a un poder abstracto que, ahora en crisis, parece ser más fuerte e implacable.
Doña muerte tarde o temprano llega, y hay que tener la lamparita encendida, pues en cualquier momento nos quedamos a oscuras y no alcanzamos a ver el magnífico túnel. Si no hemos sido santos y fuimos pobres, olvidemos las iglesias construidas en nuestro honor y por el descanso eterno de nuestra alma. Seremos, en un par de años, una fría tumba empolvada, si es que logramos ser recogidos del servicio médico legal.
Es extraño que las categorizaciones nos persigan postumamente. Que los mausoleos y las animitas tengan una estética de clase, que las pirámides sean tributos a las “momias” y que Belén sea, a la vez, gran cementerio y cuna de la civilización.
Artaud decía: «Vivimos como si al nacer apestara ya a muerte». Y parece bastante obvio, como obvio es heredar los errores de los antepasados, llamados elegantemente “conjunto de costumbres y creencias” o simplemente cultura y la pobreza o la riqueza de nuestro linaje.
A pesar de las garantías occidentales de trascendencia, doña muerte es la gran perdedora. Los esfuerzos por mantener la vida, ese regalo tan preciado por vaticanos y patriarcas, fundamenta la prohibición del uso de condón y la condena biopolítica sobre los cuerpos femeninos. Incluso la donación de órganos y la campaña mediática hostigadora por “ser donante” y ser mala persona si uno no quiere terminar repartido por pedazos para darle un poco más de años de uso, a veces uno completamente maligno, a personas como Edmundo Pérez Yoma, es una forma de obligar a que la vida permanezca cautiva en un cuerpo que ya no está para esos trotes. Puede sonarles mormón, pero lo que acabo de decir es hiper realista y, por lo tanto, completamente desavenido con cualquier religión.
Fue de avergonzarse el histrionismo del ministro de Hacienda, cuando respondió a los dichos de Piñera, que es un pésimo político, pero un gran oportunista, que dio en el clavo al decir lo que tantos pensamos. Tráfico de influencias para que “el drama de una niñita” fuera superado con helicópteros, clínicas privadas y cuicas canciones de Mazapán. La lucha por la vida de esa niñita, heredera del poder económico y mediático fue, al decir lo menos, más efectiva, porque además de salvar sin secuelas, realizó una limpieza de imagen y un alza inusitadas en las encuestas de su papaíto piernas largas, que la lucha que daría cualquier niñito o niñita de población cayendo a un río mierdoso o a un inmundo pozo séptico.
La muerte como gran tragedia cuando son niñitas de Villa María, y como accidente imponderable, cuando son los huachos de Antuco. Así son las cosas y ahora con la gran ola de muerte que llega por la inoperancia e indolencia con el medio ambiente, contagiándonos con gripes aviares y porcinas, parece que el mundo se resiente ante la posibilidad de la ley de Moraga. Pero la muerte siempre anda ahí, haya o no pandemias de por medio. Es por eso que más que una vida mediocrizada por la usura y el control del Estado policial, deberíamos pensar en la muerte como una oportunidad de despegarnos de esta, necesariamente oscura realidad y comenzar a debatir seriamente respecto a la eutanasia, aunque los crápulas ancianos que repletan las instituciones y coordinan el detestable discurso de lo “público”, defiendan atormentados sus infames huesitos y su futuro “vitalista” de ambiciones interfectas.
por Karen Hermosilla Tobar