Nuestra verdad a 40 años del Golpe de Estado

En memoria de Salvador Allende, ejemplo de dignidad, consecuencia y heroísmo A 40 años del golpe militar, la sociedad chilena toda recién comienza a comprender cabalmente la profundidad del daño y la locura de quienes, defendiendo intereses de clase e imperiales, violentaron a la democracia y la libertad

Nuestra verdad a 40 años del Golpe de Estado

Autor: Leonel Retamal

En memoria de Salvador Allende, ejemplo de dignidad, consecuencia y heroísmo

A 40 años del golpe militar, la sociedad chilena toda recién comienza a comprender cabalmente la profundidad del daño y la locura de quienes, defendiendo intereses de clase e imperiales, violentaron a la democracia y la libertad. Sin lugar a dudas, ha contribuido una tormenta de informaciones de carácter testimonial y documental, muchas inéditas, sobre las atrocidades y mentiras esculpidas en esa época. Pero, ante este súbito sinceramiento de los que hasta ahora callaron o decían desconocer lo que pasaba, es preciso reconocer -por sobre todo- a quienes durante todos estos años y muchas veces en la total orfandad y enfrentando agresiones físicas y verbales, han mantenido una lucha constante contra la impunidad, por la verdad, justicia y castigo.

También han contribuido a ello los informes Rettig y Valech que, a pesar de sus limitaciones, dejaron en claro que lo ocurrido en los 17 años de dictadura estaba muy lejos de constituir “excesos” de ciertas estructuras o personas ligadas a las tareas de inteligencia y seguridad y que correspondieron a una política de terror implementada desde el Estado. Lamentablemente, estos avances chocaron y se diluyeron, de manera consciente y premeditada, bajo el falso concepto de avanzar en la medida “de lo posible”, cuyo límite fue marcado por la dictadura y justificado de manera irresponsable y engañosa bajo el alero de una necesaria estabilidad en una supuesta transición. Esto sólo ha derivado en una profunda crisis política y social en nuestro país que a 40 años, del derrocamiento del Presidente Allende es insoslayable.
En la generación del golpe y su posterior institucionalización —la cual en sus aspectos esenciales se mantiene de manera inalterable hasta nuestros días— confluyeron en forma decisiva fuerzas políticas, militares, empresarios, miembros del Poder Judicial y las corporaciones mediáticas con el apoyo incondicional político, financiero y logístico del Imperio.
Las cosas poco a poco se van ordenando y, ante los ojos de la opinión pública, y de las generaciones que afortunadamente no vivieron esa pesadilla, cada elemento va ocupando el lugar que le corresponde.

En su intento por salvar responsabilidades, hablan de reconciliación, perdón e intentan mirar para el costado, escudándose de manera cobarde e hipócrita en la afirmación de que todos somos responsables de la mayor tragedia de la historia de Chile. Algunos intentan lavarse las manos alzándose como protagonistas principales en la lucha por poner fin a la dictadura, la misma que en su momento apoyaron. Otros, más audaces, se presentan con credencial de “demócratas” por su apoyo al NO. El colmo de la desfachatez corresponde a quienes supuestamente no conocieron ni vieron nada, a pesar de haber sido parte de la estructura del poder pinochetista en los años de plomo. Como si esto fuera poco, otros que sí conocieron y vieron todo, incluso sufriéndolo en carne propia, se arrodillaron ante los poderes fácticos en los gobiernos que sucedieron a la dictadura, transformándose en cómplices de la consumación de un estado de impunidad.

Hoy, este nuevo y emblemático aniversario de terror y muerte está cruzado por la contienda electoral que permite a muchos entonar un increíble y patético mea culpa; hacerse los buenos; llamar a superar el pasado; convocar a tener “una mirada de futuro” y a clamar por un supuesto “Nunca más”. Pero esto no es posible sin el establecimiento pleno de la verdad, la justicia y el castigo a los responsables, tanto civiles como uniformados. En cualquier país del mundo que se considere civilizado, estos responsables deberían estar inhabilitados para ejercer todo tipo de cargos que signifiquen “proteger, cuidar la democracia y soberanía de la Patria”.

No basta con tener una decena de procesados y condenados, en circunstancias de que en la realidad —al amparo del secreto de la Comisión de Prisión Política y Tortura (Valech)- muchos de los asesinos caminan libremente por las calles y a algunos se les aplican penas irrisorias fruto de la imposición de la media prescripción, lo que viola todos los tratados internacionales de derechos humanos.

Vale decir que estas “condenas” las cumplen en su casa, en recintos especiales hechos a su medida o bien obtienen beneficios especiales. Lo mismo ha pasado con quienes se enriquecieron robando, vendiendo el patrimonio de todos los chilenos desde el regazo de la dictadura, empezando por el Capitán General y su familia, además de un puñado de grupo económicos civiles que hoy concentran la riqueza en Chile.

¿Qué ha pasado con los responsables del monopolio mediático? ¿Dónde están los jueces que rechazaban los recursos de amparo y dónde aquél puñado de valientes que, en las peores condiciones y enfrentando a la corporación judicial, se animaron a avanzar? En contraste con ello, ¿qué pasa con aquellos luchadores que sobrevivieron a la tortura, cumplieron largas condenas y hoy se encuentran imposibilitados de vivir en su Patria o viven en ella como parias, sin ninguna posibilidad de inserción social y laboral? ¿Qué pasó con los desaparecidos cuyos familiares reclaman una verdad que los genocidas se niegan a revelar?

Sin enfrentar estos problemas de fondo, hablar de “reconciliación” y “Nunca más” resulta un insulto a la dignidad de nuestro pueblo y a la memoria de los miles de chilenos que dieron su vida por construir un futuro mejor.
No podemos olvidar que el fin de la dictadura no fue resultado de la campaña que nos anunció la llegada de “la alegría” ni tampoco de las negociaciones para una salida pactada. El término de la dictadura fue posible gracias a un largo proceso de movilización y lucha de un pueblo decidido a liberarse del yugo fascista.

Nuestro pueblo, sus hijos que dieron su vida en acciones, marchas y protestas audaces, estaba muy lejos de desear una democracia hipotecada. Pagamos un costo muy alto quienes luchamos decididamente contra la dictadura como para llegar hoy a ver a los herederos de Pinochet convertidos en “defensores de los derechos humanos y la democracia”.
Sin embargo, nos llena de esperanza ver a los jóvenes, estudiantes y a los trabajadores exigiendo sus derechos y ocupando todas las tribunas posibles para pensar un Chile distinto. Lo mismo ocurre con aquellas candidaturas que se plantean como nuevas alternativas, las cuales deberán actuar en consecuencia a lo proclamado y buscar caminos de unidad para forjar un futuro de justicia y solidaridad no lejano para un Chile que hace mucho se lo merece y que había comenzado a forjar nuestro Presidente mártir.

¿Cuál era la verdadera amenaza comunista? Imponiendo el miedo a ésta, se impugnó la nacionalización del cobre; la estatización de la banca; la aspiración a lograr la tierra para el que la trabaja; la educación pública, gratuita y de calidad, en fin, la redistribución de la riqueza.

Si estaban tan convencidos de que la base de sustentación del gobierno popular era cada vez menor y que las FF.AA respondieron a un clamor nacional ¿por qué no aguardaron el pretendido rotundo triunfo que les garantizaría la próxima contienda electoral? ¿No será que aceleraron sus pasos por el temor a que ese camino fuera la consolidación del gobierno de Salvador Allende y con ello quedarían sepultadas sus aspiraciones de statu quo con una pérdida mayor de sus propios intereses y privilegios?

Valiéndose de todo tipo de artilugios y con una prensa hegemónica ad hoc y rentada desde EE.UU, como está bien demostrado en el Informe Church, hicieron lo imposible por desestabilizar al gobierno popular desde el primer día de su triunfo: asesinaron al comandante en jefe del Ejército, René Schneider; al edecán naval, Arturo Araya Peeters; estimularon el mercado negro y la especulación; paralizaron el transporte; sabotearon la producción; crearon un falso clima de confrontación, —y como si fuera poco— inventaron un fantasioso y fantasmal Plan Z, ideado por un supuesto enemigo de origen internacional. Estrenaron el método de convocar a señoras del barrio alto para que golpearan sus lujosas cacerolas, en una supuesta señal del hambre que padecían, método que aún es utilizado para desestabilizar a otros gobiernos democráticos de la región. El camino de la democracia ya no les servía y optaron por alzar vuelo y envolver a la Moneda en llamas.

Con el golpe de Estado se abrió un nuevo capítulo en la historia chilena, sembrado de muerte y dolor, pese al cual con el tiempo se dio inicio a un lento proceso de rearticulación del movimiento social y popular en un escenario donde pensar es sinónimo de subversión y violentismo.

A pesar de los hechos indesmentibles aún hay quienes sostienen que la violencia fue obra de movimientos y organizaciones populares e intentan así justificar y equiparar responsabilidades entre víctimas y victimarios, asumiendo como cierto un estado de guerra interna. Otros, intentan demostrar que la salida del tirano fue obra de la habilidad e inteligencia a la hora de negociar una salida pactada a través de la famosa democracia de los acuerdos. Esto sólo resultaría posible ocultando la verdad, con el fin de ignorar el papel de los reales protagonistas que decidieron resistir y rebelarse -de las más diversas formas- para afrontar la violencia y el terror de Estado, como una forma de sobrevivencia.
No nos podemos olvidar jamás de la cacería que se desató en contra del movimiento popular: los cuarteles convertidos en casas de exterminio; centros clandestinos con los mismos fines como Tejas Verdes; Londres 38; Villa Grimaldi; Tres y Cuatro Álamos; el Estadio Chile; el Estadio Nacional; Isla Dawson; Quiriquina. Ni la Esmeralda, el barco emblema de la Armada de Chile, sin contar aquellos campos de concentración como “Melinka” en Puchuncaví, Ritoque en Quintero y Chacabuco, en el norte, se salvaron.

Qué decir de los degollados; los falsos enfrentamientos; los suicidios “colectivos”; de Lonquén; Pisagua; Janequeo; Fuente Ovejuna; el Chihuío; Varas Mena; Corpus Cristi… y los miles de exonerados y exiliados.
Muchas fuerzas formaron parte de este proceso, pero indiscutiblemente el peso y el mayor costo en la lucha antidictatorial lo pagaron aquellos que con heroísmo y voluntad decidieron ponerse al frente de esta desigual confrontación. Que nadie se llame a engaño, el rol jugado por el Partido Comunista; el MIR; el FPMR; sectores del socialismo y comunidades cristianas de base fue determinante en la conducción y el éxito de las movilizaciones, a pesar de los sistemáticos golpes a sus direcciones y de muchos de sus dirigentes asesinados o desaparecidos al día de hoy, como Víctor Díaz, Miguel Enríquez, André Jarlan y Raúl Alejandro Pellegrin.

El Rodriguismo, como parte de una generación que soñó con tomar el cielo por asalto, siente orgullo de esa historia a la cual contribuyó junto a miles de chilenos. Sólo podemos pedir perdón a nuestro pueblo y a los caídos y sus familiares, por no haber hecho más y mejor todo aquello que permitiera acelerar la caída de la dictadura y abrir cauce hacia una verdadera democracia.

Las voces de perdón que en los últimos días se escuchan, carentes de responsabilidad política están aún muy lejos del compromiso por superar y reparar 40 años de ignominia y sometimiento. Por lo tanto, la reconciliación y el NUNCA MÁS tendrán que seguir esperando. Seguramente serán esos valientes y creativos jóvenes que se han tomado las calles de Chile en estos últimos años, quienes abrirán las anchas alamedas, como lo proclamara nuestro entrañable Presidente Héroe, que marcó un antes y un después en la historia política de un pequeño país llamado Chille.

Sergio Apablaza Guerra, “Salvador”

11 de septiembre de 2013


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