La ultraderecha neoliberal-conservadora y el Consejo de Observadores ciudadanos lanzaron una ofensiva conjunta en contra del llamado “Proceso Constituyente” impuesto por el Gobierno desde la cima del Estado. Al hacerlo intentan impedir todo proceso que conduzca a una Asamblea Constituyente para dotarse de una nueva constitución democrática. De los tres actores que lo controlan, hasta por ahora determinantes en el llamado “proceso”, los más peligrosos para que éste no tenga viso democrático alguno son la derecha conservadora y el mismo Consejo de Observadores nombrados por la Presidenta.
El Consejo ya se arrogó el derecho a “redactar” o sintetizar lo que ellos han llamado las “bases ciudadanas”. Cerrándose a que un comité elegido por los ciudadanos participe en esa instancia. Sus miembros constitucionalistas de derecha conservadora como Arturo Fernandois, profesor de la U. Católica, influirán con su cháchara legalista para hacer prevalecer los principios y valores del “orden” que hacen que una Constitución sea un cerrojo y no un instrumento político de las mayorías ciudadanas y trabajadoras para enfrentar los desafíos del presente (que determinan los del futuro). Para eso reproducen las eternas frases vacías del derecho formal que sirven para hacer una cosa y la contraria.
Éstos, como bien sabemos —los retos del país— son la concentración del poder económico y político en manos de una casta poderosa divorciada del sentir del pueblo ciudadano; la profunda crisis de representación política (del sistema parlamentario que no hay que confundir con la democracia) entonces, y la corrupción y captura del sistema político y estatal por el poder económico empresarial.
Son, entre muchas otras, las razones por las cuales los sectores democráticos exigen la elección de una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución. Un mecanismo ciudadano lógico, simple y transparente.
La dinámica del Consejo de Observadores ha permitido que Fernandois le imponga su punto de vista a P. Zapata, el DC y locuaz presidente del Consejo de Observadores y al resto del grupo al intentar impedir que el Gobierno haga campaña para “movilizar para el proceso” e invite a la participación ciudadana. Basta con leer a los Carlos Peña y Correa Sutil en El Mercurio de Agustín Edwards, el golpista civil amigo de la CIA para ver la animosidad que en la elite leguleya tal aspiración genera. Así se busca parar lo único que este Gobierno ha intentado hacer de acertado: promover en algo, aunque de manera timorata, la iniciativa ciudadana y popular.
Espina, el senador de la desprestigiada pinochetista UDI, acaba de afirmar —también en El Mercurio— que “usan el Consejo de pantalla para legitimar un proceso sucio”.
C’est du déjà vu. Es la vieja táctica de la derecha ante las más tibias y anodinas tentativas de reforma. Como lo hicieron con la tributaria, la laboral, la universitaria. Utilizan la política del espantapájaros. Agrandan, exageran con la ayuda de sus medios; meten la cuña, la cargan de negativismo y como consecuencia de eso el Gobierno y la Nueva Mayoría, faltos de convicciones democráticas profundas, cuestionados por la ciudadanía por la falta de claridad y atenazados por las eternas ambigüedades de las coaliciones social-liberales, reculan. Es un viejo juego compartido de los actores de la transición. Así ambos (el ahora Vamos Chile y la NM oficialista) salen ganando: la derecha logra su objetivo de mantener inmóvil su viejo régimen de privilegios y el Gobierno le baja el perfil a sus reformas prometidas con el gastado argumento de que “es la culpa de la oposición”, “pero que conste, que él tuvo las mejores intenciones en avanzar”. Refrán adoptado por sus columnistas e intelectuales orgánicos.
El producto político al final es algo insípido. El todo condimentado con algunas declaraciones heroicas del Partido Socialista, Comunista, de algunos del PPD e incluso del senador Navarro. Así, más tarde, los ideólogos de la Nueva Mayoría y del progresismo declaran que las derechas neoliberales obstaculizan los cambios.
Otros, como Eugenio Tironi, consejero del poder, verán como positivo lo que él llama “l’épreuve” (tensión, desafío, prueba que alguien o algo experimenta —ver un corto análisis en nota *) entre el Gobierno y el Consejo en su columna de El Mercurio del 5 de abril. Bien sabemos cómo se resuelven estos tironeos en el sistema político postdictadura. Es el archi conocido “consenso” entre las dos coaliciones del bloque hegemónico que surge naturalmente de dos fuerzas afines en sus propósitos por estabilizar el sistema y el modelo que cruje, pero que se mantiene. Ese “consenso” que Jacques Rancière, el filósofo de la sospecha democrática, considera como una manera antidemocrática de imponer la lógica hegemónica.
Obvio. Ninguna reforma estructural y significativa se ha hecho nunca con la venia de la ultra derecha en Chile. Pregúntenselo a Salvador Allende. Pero el síndrome de los conversos y tránsfugas es hacer caso omiso de las lecciones de la historia y de las dinámicas de los conflictos sociales, así como entre las clases. La táctica de las derechas de ablandar hasta domesticarla siempre le ha dado frutos con la Concertación-Nueva Mayoría. Y por último, está siempre el Tribunal Constitucional, la cereza en la torta del constitucionalismo de Guzmán fruto de un consenso cuoteado. El “consenso” así obtenido es siempre una reformita a medias, desprolija, confusa y digerible por el sistema, cuyo efecto subjetivo es nutrir el desaliento y la impotencia ciudadana, pero al mismo tiempo una cólera sorda. Y darle armas a la ultraderecha para que estrile. Un efecto, por lo demás, deseado por el sistema para controlar la pasión democrática.
Insulza, —el ex presidente de Chile Transparente, el mismo organismo opaco que servía de pantalla internacional a Chile en la corrupción con Delaveau, su presidente recién renunciado por aparecer nombrado en los “Papeles de Panamá”— ya declaró a manera de saboteador profesional, que el proceso “no va a llegar demasiado lejos”. Tiene razón, pero es por la falta de empuje de su propio Gobierno. El experto en vueltas de carnero y en elevar al rango de estadistas a oscuros personajes como Longueira, se desdijo en algunas horas después que le recordaron que la táctica nunca debe ser llamar las cosas por su nombre sino hacer política de los “pequeños pasos”. Que como sabemos, son tan erráticos que a la larga siempre deshacen lo poco andado.
Limitar la participación a los cabildos comunales, regionales y provinciales para preparar un “informe al congreso”, es ahí donde quieren que el proceso se detenga. Sin embargo, la razón política aconseja que habría que doblarles la mano. Al menos intentar imponer la voluntad de un movimiento por una Asamblea Constituyente que debe vincularse a la demanda de no más corrupción ni políticos corruptos y de leyes para combatirla y no para reprimir las libertades tanto individuales como colectivas. Una manera de resistir al cada vez más perceptible giro autoritario del Gobierno de Bachelet y de la Nueva Mayoría.
La participación ciudadana es fundamental en toda instancia. Por lo pequeña que sea la apertura hay que colarse por la ventana; horadar el techo y moverles el piso. Es el miedo pánico de las derechas conservadoras que eso suceda el que motiva las declaraciones de sus columnistas oficiales.
Es evidente que un control ciudadano puede hacerse en los cabildos o asambleas locales mismas cuando los facilitadores tomen nota y redacten las propuestas de los participantes de la asamblea. Leer sus notas al final de cada reunión es una forma de hacerlo. Grabar las sesiones. Tomar el micrófono y explicar que la nueva Constitución debe blindar los derechos sociales y permitir desacralizar el derecho de propiedad de los grande grupos económicos corruptos y evasores de tributos; que ésta podrá ser cambiada por la voluntad directa del pueblo en todo instante; que cabe implantar una sola cámara ampliada; bajar las dietas, reducir prebendas e instalar formas de control ciudadano sobre los electos para que respeten sus mandatos y compromisos. Además de un referéndum de medio período para asegurarse que el Gobierno de turno ha respetado sus compromisos programáticos. El resto, el que algún día surja el autogobierno del pueblo ciudadano dependerá siempre de las relaciones de fuerza entre las clases sociales, de la fuerza de los movimientos sociales populares y de la acción colectiva.
——-
(*) Eugenio Tironi, el sociólogo de la impotencia colectiva, no tiene empacho en traicionar los propósitos del sociólogo de izquierda francés Luc Boltanski en su columna mercurial del 5 de abril. Boltanski utiliza su concepto de “épreuve” en este sentido: “Las tareas principales de un movimiento revolucionario son, por un lado, suscitar acontecimientos propios para poner en “épreuve” (traduzcamos por tensión/desafío/a prueba) la realidad y de esta manera develar su fragilidad. Y además permitir poner en común las experiencias individuales. […] Con el fin de sacar provecho de las situaciones favorables que pueden presentarse, es decir de situaciones en que la realidad existente pierde su robustez aparente, ya sea bajo la acción de un movimiento social de protesta (por ejemplo una huelga) ya sea por razones intrínsecas que corresponden a las contradicciones del capitalismo”. (Trad. libre del autor de la columna). Luc Boltanski, Pourquoi ne se revolte-t-on pas ? Pourquoi se révolte-t-on ? in Contretemps, no. 15, p. 120. ¿No habría que aplicar a un proceso constituyente real que conduzca a una Asamblea Constituyente las reflexiones de Bolstanki?
Ver aquí la columna de E. Tironi: http://www.elmercurio.com/blogs/2016/04/05/40697/Epreuve.aspx
POR LEOPOLDO LAVíN MUJICA