Como en una película de Fellini, la política chilena se ha convertido en una suerte de comedia, mezcla de humor y caricaturescos personajes que nos distraen cada noche por la televisión. La actividad política se ha transformado en un espectáculo con tintes frívolos, a ratos lamentable y bochornoso. Abundan las promesas, las frases grandilocuentes, pero escasean las ideas nuevas y una visión seria del momento por el que atraviesa el país. Más que a un debate de ideas, asistimos a una exhibición de figuras que se juegan su destino en los medios y las encuestas.
Las candidaturas presidenciales se resolvían, antaño, en un Programa, es decir, en un conjunto fundamentado de medidas que orientaban el quehacer nacional, a veces, por décadas. El Programa de un candidato poseía dos rasgos bien nítidos: Primero, era el fruto de una larga y sesuda negociación entre los partidos de la coalición que sustentaba al candidato. Segundo, se trataba de una visión de país que establecía la “diferencia” respecto de otras candidaturas. De este modo, los votantes conocían, medianamente, de qué y de quién se trataba a la hora de elegir un candidato presidencial.
En la actualidad, nada de esto es cierto. Los candidatos a la presidencia de hoy en día carecen de un Programa, en el sentido fuerte y sólido del término. Sus promesas se orientan más bien a un conjunto de “temas” contingentes y a una desiderata tan difusa que resulta improbable no encontrar aceptación. No sólo eso, ya no se trata de candidatos ligados estrechamente a los partidos políticos sino de figuras que han adquirido un peso propio. Esta personalización de la política delata dos hechos interesantes, a saber: Una crisis del sistema de partidos políticos y una creciente preponderancia de los medios de comunicación. En el actual proceso electoral, la candidatura de MEO es paradigmática a este respecto, pero todas comparten, en mayor o menor medida, los mismos rasgos.
Si en la antigua democracia chilena del siglo XX todo dependía de la “diferencia” como rasgo identitario del candidato, en esta nueva democracia del siglo XXI, las diferencias se han atenuado al punto de hacer difícil una distinción. Al igual que otros “productos” del mercado, las ofertas del “marketing” político son todas casi iguales. Las diferencias ya no remiten, necesariamente, a un conjunto de ideas sino que se resuelven más bien a nivel de “estilos” y, en menor medida, “marcas”. Cuando la política se “personaliza”, la diferencia se focaliza en el “producto candidato”.
En un mundo político como el descrito, el papel de los medios resulta fundamental. Los medios serán los encargados de administrar los flujos de imágenes, construyendo y orientando las pulsiones del imaginario social. En palabras simples, quien controla los medios regula al mismo tiempo la dramaturgia política que se verá retratada en las encuestas. Si bien no se puede establecer un nexo mecánico sino más bien probabilístico, el caso del “producto MEO”, resulta ejemplar. A una amplia cobertura mediática que cuadruplicó su presencia entre abril – mayo de este año en (Copesa – El Mercurio) se sigue un crecimiento espectacular en la última encuesta CEP.
Las campañas electorales que exhibe la televisión se han convertido en una grotesca película de personajes que niegan su oscura participación en añejos y turbios negociados que estarían en el origen de su fortuna, en tanto que otro nos promete instalar energía nuclear en nuestro suelo, precisamente cuando el mundo conmemora el trágico holocausto de Hiroshima y un tercero en disputa, convertido literalmente en una caricatura, seduce a sus clientes declarando cualquier cosa, sobre cualquier tema de moda. Mientras los sinvergüenzas uniformados desfilan por los tribunales y el que menos hace un tanque o un avión supersónico. Todo esto al compás de aquella inolvidable melodía creada por Nino Rota para ese clásico de Fellini: Ocho y Medio.
por Álvaro Cuadra