Lo dice Popkin en un libro que tiene cerca de 20 años (The Reasoning Voter, Communication and Persuasion in Presidential Campaigns, 1991): El ciudadano ordinario vota sin tener ninguna opinión acerca de los candidatos ni de sus programas, porque éstos, sencillamente, no le interesan. Lo había mostrado ya Converse en 1961, en un ensayo que sigue sirviendo de base de reflexión a los especialistas de los temas electorales (The Nature of Belief Systems in Mass Publics) y lo recordó Menan en un excelente artículo sobre ambos publicado por The New Yorker en el 2004.
En una democracia normal -no como la chilena-, se calcula que apenas un 10% del electorado sabe por qué vota y es capaz de argumentar racionalmente su decisión, al cual hay que agregar otro 10% de personas que son coherentes con sus opiniones, manteniéndolas en el tiempo. Una minoría. El resto de la población entregaría su voto por razones muy diversas y a veces desatinadas.
Dos investigadores estadounidenses establecieron que los diluvios de lluvia y las sequías del año 2000 en Estados Unidos fueron sancionadas por 2 millones 800 mil votos contra Al Gore, haciéndole perder 7 Estados: Con uno solo de esos siete tenía la presidencia asegurada por cuatro años. Pero ganó George W. Bush, con las consecuencias que conocemos y que sufren hasta el día de hoy los iraquíes y los afganos. ¿Quién se ha planteado la inquietud de conocer las verdaderas razones por las cuales los electores le dieron una mayoría de votos a Sebastián Piñera?
Converse demostró que si la mayoría de las veces los encuestados entregan respuestas sin ningún sentido, es porque no tienen, en realidad, ninguna opinión sobre los temas que les plantean. Sobre todo si se trata de preguntas sobre economía, política o administración pública, que los electores no son capaces de conectar con su realidad cotidiana. Tal parece que hay más votos inducidos por el color de un cartel o de una corbata que por una postura política, y que cuando les hacen una pregunta los encuestados se sienten obligados a responder algo aunque no entiendan de qué se trata. Y suelen dar respuestas hechas, oídas por ahí, que no se fundamentan en ningún sistema de valores. Lo que es verdad en todo el mundo, según Joaquín Edwards Bello, en Chile lo es con un 20% de exageración.
El ser humano no tiene por qué tener opiniones sobre todos los temas. Los opinólogos profesionales, que escriben en la prensa oficial y hablan por las radios y las televisiones a las horas de mayor audiencia, en realidad no las tienen. Pasa lo mismo con los “expertos”. Conozco a uno que fue analista en jefe de la Deutsche Bank, en París. Como tal, era consultado regularmente por periodistas de todos los medios -televisiones, radios, periódicos- sobre la coyuntura económica y lo que se podía decir del futuro inmediato. Es un joven flaco y feo, deformado por un accidente de automóvil y un cáncer al estómago. Fuma sin parar y no le ha hecho nunca mal a nadie. En el 2008 fue entrevistado por el vespertino más influyente del país, y dijo que según los datos que manejaba todo estaba bien, no había problema a la vista, la bolsa subiría, etc. Al día siguiente el diario tituló en primera página: “Todo va bien, dice el analista en jefe de la Deutsche Bank”. Pero esa misma mañana se había producido el desastre bursátil del cual aún no salimos. La Deutsche Bank le despidió, pero encontró trabajo en otro banco.
Le pregunté varias veces qué había pasado, por qué no había visto lo que se venía, y nunca supo responderme. Estoy convencido de que su opinión sobre la coyuntura económica no significaba nada para él. No la conectaba con su realidad cotidiana. Al parecer es un defecto masculino universal: Si las mujeres no tienen una opinión formada sobre un tema, suelen no contestar nada; al revés, los hombres optarían siempre por una respuesta cualquiera, para ver si le achuntan.
La opinión pública no existe. De modo que la popularidad de tal persona o de tal medida no significa nada. “Dime la respuesta que necesitas y te diré qué pregunta tienes que hacer”, dice un famoso publicista francés. Lo que llaman la “opinión pública” no es la peor de las opiniones porque le conviene a un mayor número de personas como pretendía Chamfort, sino porque es el objeto de todas las manipulaciones.
¿Y la democracia en todo esto? ¿Si la opinión pública no existe, qué sentido tienen el voto universal y la representación parlamentaria? ¿Por qué no acabar con esta burla de la voluntad popular y quedarnos más bien con José Antonio Primo de Rivera, el ideólogo de Franco y pensador admirado por Jaime Guzmán y la UDI?
“No confío en el voto de la mujer -declaraba José Antonio en 1936-, mas no confío tampoco en el voto del hombre. La ineptitud para el sufragio es igual para ella que para él. Y es que el sufragio universal es inútil y perjudicial a los pueblos que quieren decidir de su política y de su historia con el voto”.
¿Para qué molestarnos con la “idolatría electoral” como la llamó Primo de Rivera en el diario Arriba, del 4 de julio de 1935?: “Ya es hora de acabar con la idolatría electoral. Las muchedumbres son falibles como los individuos, y generalmente yerran más. La verdad es la verdad, aunque tenga cien votos. Lo que hace falta es buscar con ahínco la verdad, creer en ella e imponerla, contra los menos o contra los más”.
Quienes manifiestan su asco por el voto universal exponen en realidad su devoción por sistemas políticos autoritarios, verticales, de sometimiento a una autoridad suprema, dictatorial en los hechos, aunque la disfracen de “verdad” como Primo de Rivera, o de “libertad” como los neoliberales.
El régimen democrático sigue siendo el único garante de la idea que caracteriza al mundo moderno desde la revolución francesa: La igualdad en derecho. Ésta, a su vez, es el criterio que nos permite calificar los actos y decisiones como justos o injustos, que son las dos categorías políticas fundamentales y accesibles a todos, del más ignorante al más culto.
Porque a los vínculos “verticales” del poder autoritario, vínculos de sumisión personal, la democracia opone un cuerpo de ciudadanos unidos horizontalmente por su idéntico estatuto de hombres libres que forman una nación.
Porque, en fin de cuentas, el ciudadano vota conformándose a su vida cotidiana y a la conciencia que tiene de pertenecer a un grupo social. Lo que los politólogos llaman opiniones políticas de los electores están determinadas, en gran parte, por la idea que cada cual se forma del grupo social al que pertenece o quiere pertenecer: Riquísimos, ricos, acomodados, medio pobres, pobres, flaites.
A propósito de flaites, recomiendo la lectura de la apasionante pesquisa de Juan Andrés Guzmán publicada por Ciper poco después del terremoto, con relación a los saqueos y al pánico que produjeron. Cita el testimonio de un señor Pelayo Vial, jefe de Estudios de la Defensoría de Concepción, vecino de Andalué que recuerda la ola de gente que llegó a su barrio esa noche: “Venían con muchas cosas que eran producto de los saqueos, sobre todo comida y se quedaron dos días acampando. A mí me daba lo mismo, no le tengo miedo a la gente, pero en mi vecindario estaban muy nerviosos. Inmediatamente se formaron guardias armadas para defenderse ‘de las hordas de flaites’. No ocurrió nada, no hubo robos, ni saqueos.” Agrega Pelayo Vial que en cambio “sí le llamó la atención la cara de los de Boca Sur: tenían una mirada un poco de odio, como diciéndote ‘tenga miedo, ahora que no hay ley somos todos iguales’”.
Esa pequeña frase dice más sobre la naturaleza de la “democracia protegida” que tenemos y de la patética confusión de las nociones de ley y de igualdad que todo lo que yo pudiera agregar. Nos queda mucho camino para volver a imponer en Chile la idea de que lo único que puede garantizar la ley es la igualdad entre ciudadanos. Que es la igualdad la que hace viable la ley. Y no lo contrario.
Por Armando Uribe Echeverría
Profesor asociado, Universidad de Cergy-Pontoise (Francia)
Polítika, segunda quincena noviembre 2010
El Ciudadano N°91