por Juan Pablo Cárdenas S.
Estamos en el día siguiente de la nueva asunción de Sebastián Piñera a la Presidencia de la República y se nos ocurre que un escalofrío sacude al país y que son muchos más los que permanecen atónitos por el triunfo de la derecha. Aunque, a decir verdad, más que una victoria, lo que se ha Estamos en el día siguiente de la nueva asunción de Sebastián Piñera a la Presidencia de la República y se nos ocurre que un escalofrío sacude al país y que son muchos más los que permanecen atónitos por el triunfo de la derecha. Aunque, a decir verdad, más que una victoria, lo que se ha producido realmente es la bochornosa derrota de quienes estuvieron llamados a consolidar democracia, justicia social y darle reparación a los millones de chilenos abusados por la Dictadura, como por un régimen tildado de neoliberal que ha perpetuado la inequidad y la vulneración de los derechos sociales. Que ha acrecentado también la concentración de la riqueza y entregado a dominio extranjero nuestras reservas naturales y fuentes productivas.
En efecto, más que el retorno de Piñera lo que debemos constatar es el fracaso de los gobernantes de la Concertación y de mal llamada Nueva Mayoría. Desgraciadamente, la presencia del Partido Comunista en el gobierno saliente, más que alentar los cambios, terminó consintiendo con la continuidad de la Concertación. Con ese “más de lo mismo” proclamado cínicamente por algunos políticos de la posdictadura, cayendo en las mismas prácticas de quienes se hizo aliado. Esto es, ocupar cargos para justificar muchos despropósitos y permitir que se postergaran o sepultaran muchas promesas. Al precio, incluso, de divorciarse de lo movimientos sociales y de las organizaciones políticas vanguardistas, con quienes ahora sus dirigentes buscarán afanosamente conciliarse para hacer oposición a los nuevos gobernantes.
El legado político lo define siempre el futuro, pero nada podrá borrar en nuestra historia la forma en que los sucesores de Pinochet salvaron a éste de un juicio y condena en el principal Tribunal Internacional. Se podrán celebrar algunos avances y muchas obras de desarrollo en estos años, pero no se puede soslayar que en tres décadas de posdictadura, hoy los ricos sean más ricos, y los pobres continúen esperando oportunidades de trabajo digno, justas remuneraciones y pensiones que les permitan encarar su tercera y cuarta edad sin mendigarle bonos al Estado, como los que de las dos administraciones de Michelle Bachelet. Al tiempo que los jubilados de las FFAA y de las policías percibían millonarios estipendios y la “clase política” consolidaba ingresos y prebendas treinta o cuarenta veces por encima de los salarios mínimos y medio.
Hasta en materia de Derechos Humanos, quien fuera una detenida y torturada política no tuvo la voluntad de hacer justicia y reparación, si se consideran solamente los miles de chilenos que quedaron sin tener reconocimiento oficial, como el desdén a las más elementales demandas de las organizaciones de los presos, ejecutados y detenidos desaparecidos. Seguramente a la espera de que sigan falleciendo para así procurarle ahorros al erario nacional en materia de reparación. Tal como el Dictador un día reconoció que los cadáveres de los chilenos asesinados eran sepultados de a dos o más por urna con el mismo propósito.
Quizás si la única fortaleza demostrada por los últimos gobiernos haya sido la coincidencia de todos éstos en negarle a nuestros países vecinos el diálogo y el justo consentimiento a algunas de sus demandas, habida cuenta que fue mediante una guerra fratricida que nuestro territorio creció y se hizo dueño del cobre, del salitre y del litio del Desierto de Atacama. Millonarias cifras para incrementar nuestro poderío bélico y así alimentar la ociosidad militar, cuanto garantizarse la complicidad de aquellos oficiales cargados de charreteras y distinciones por guerras que en sus vidas nunca ganaron, salvo que contabilicen las masacres cometidas en nuestro propio territorio, como la de Santa María de Iquique y la denominada “Pacificación” de la Araucanía. En vez de buscar, como se prometió, también, un camino de hermandad que le habría reportado a nuestra economía valiosos recursos para cimentar su crecimiento, en la explotación conjunta, por ejemplo, de los ricos recursos de nuestras fronteras para goce común de chilenos, bolivianos y peruanos.
Un enorme celo político militar, sin duda, para defender nuestra soberanía, en circunstancia que el mar, los ríos, fiordos, bosques, el subsuelo y los recursos energéticos fueron transferidos a precio vil a las transnacionales por el propio Pinochet, tanto por quienes le sucedieron. Constatación que se hace en la colosal riqueza que hoy ostenta su yerno Julio Ponce Lerou, acrecentada considerablemente después que su suegro muriera impune y en la paz de su hogar.
¡Vaya cuánta desvergüenza podríamos agregar todavía con el fenómeno de la corrupción que, si bien se hizo transversal en toda la política alcanzó hasta el más cercano entorno de los mandatarios con el bullado escándalo del MOP Gate y, en el último gobierno, por el tráfico de influencia y otros delitos cometidos por familiares directos de la Presidenta Bachelet! Por su nuera Compagnon formalizada por la Justicia y un hijo que seguramente todavía ha sido imputado solo por la lenidad de un fiscal que desestimó las más contundentes pruebas en su contra. Persecutor público al que la Mandataria, en uno de sus últimos actos, quiso recompensar nombrándolo notario de la ciudad de San Fernando. Es decir, para asegurarle en forma vitalicia un suculento ingreso. Desplazando, para ello, al que ya había sido nombrado por su abyecto ministro de Justicia, en una maniobra que las nuevas autoridades acertadamente desbaratarán.
Es innegable que Piñera asume la Presidencia mejor premunido que en su primera oportunidad, cuando buena parte de la clase empresarial y numerosos políticos del sector desconfiaban de él y acusaban su voracidad en los negocios, para desafiar las leyes y cimentar una de las más veloces fortunas del país y del mundo. Ahora, no se puede negar que solo es visto con desconfianza por algunos parlamentarios y dirigentes de partidos o agrupaciones. Pero qué duda cabe que puede estar al tris de sumar apoyos en una nada de despreciable falange de demócratas cristianos desencantados con su partido. Así como también ha logrado empatizar con los credos evangélicos y la propia Conferencia Episcopal católica, entidades que, pese a sus propias prácticas de abusos y corrupción mantienen mucho arraigo en la sociedad.
Pero nada de ello asegura que su actual gobierno pueda manifestar muchas diferencias con el anterior. Años atrás le escuchamos decir al historiador Gonzalo Vial que la derecha chilena francamente no era democrática y que solo consentía con este régimen de gobierno si el marco institucional garantizaba sus intereses. Afirmación que fundaba en el Golpe Militar de 1973, justamente cuando un presidente como Allende se propuso hacer transformaciones profundas que sin duda afectarían la hegemonía que les propiciaba la Constitución, las leyes y las Fuerzas Armadas.
Por esto es que sería ingenuo pensar ahora que lo que no hicieron sus antecesores pudiera realizarlo el mandatario recién asumido. Esto es, avanzar a una nueva Carta Magna, frenar la desigualdad social y, aunque tardíamente, esclarecer toda la verdad de lo acontecido durante la Dictadura, señalando a los culpables y reparando a sus víctimas.
Tampoco sería razonable suponer que la corrupción pueda ser sancionada por quienes con ella justamente han consolidado riqueza y poder las familias gobernantes. Si consideramos que esta lacra desde siempre se ha manifestado es en las cúpulas patronales y en los políticos entronizados en las instituciones públicas, gracias al histórico cohecho y el financiamiento irregular de las elecciones.
Tampoco un derechista como él va a manifestar demasiado interés por una educación igualitaria, cuando al fin de cuenta (y muchas veces lo han reconocido) lo que necesita el país son elites “emprendedoras”, así como mano de obra barata. Y la cultura, cuanto la instrucción, realmente conspiran contra ello y la posibilidad de que nuestras exportaciones sean “competitivas”. Por lo mismo que frente a temas como el de la inmigración se consentirá con este fenómeno solo si los que llegan están dispuestos a trabajar por menos paga que los chilenos y mientras no osen, por supuesto, organizarse y luchar por sus derechos.
Lo que también nos hace temer que en el agudo conflicto de la Araucanía lo que hará este gobierno será ponerse de parte de las grandes industrias y de los más poderosos instalados en la zona a fin de perpetuar el despojo de las ancestrales pertenencias y derechos de la nación mapuche. Al estilo de lo que hicieron los conquistadores y la república autoritaria entonces consolidada por las constituciones del año 1833 y 1925. Como ahora por la actual, y que seguirá vigente mientras el pueblo no tome plena conciencia de que es el legado de Pinochet el que ha marcado la razón de estado de todos los gobiernos que le siguieron.