La larga historia de las FFAA en el siglo XX está precedida de múltiples intervenciones políticas, unas veces siguiendo el capricho aventurero de caudillos mesiánicos y otras, en procura de dirimir escenarios críticos de conflictividad social, colocándose por encima de la autoridad pública y la Constitución Política del Estado. Desde la segunda mitad del siglo XX, la intervención militar mediante golpes de Estado fue digitada desde Washington con el artero argumento de frenar al comunismo, luchar contra el narcotráfico o enfrentar el terrorismo, sucesivamente. En todos los casos el objetivo fue el mismo: ejercer dominio militar, económico y financiero sobre vastas regiones de nuestra América para retroalimentar el poder hegemónico imperial.
Más que recibir entrenamiento en técnicas de combate o estrategias razonables para enfrentar guerras externas, los militares latinoamericanos fueron cuidadosamente amaestrados para proteger bienes, proyección e intereses de los usurpadores. El Comando Sur de los EEUU, creado como una maquinaria tutelar para la región, convirtió a las FFAA de gran parte de los países de América Latina y el Caribe en una bizarra escuadrilla de políticos uniformados en condición de reserva estratégica. Mientras se facilitaba el vaciamiento de la riqueza nacional, se asaltaba las arcas estatales o se masacraba al pueblo sin piedad, la milicia criolla preservaba a sangre y fuego el orden social y económico impuesto con ayuda de la maquinaria tutelar. El producto de esta ecuación dominante fue sin duda la galería de tiranos como los Somoza (Nicaragua), Batista (Cuba), Duvalier (Haití), Pérez Jiménez (Venezuela), Trujillo (República Dominicana), Rojas Pinilla (Colombia), Stroessner (Paraguay) o Pinochet (Chile).
Bolivia no es la excepción. Generales “rosqueros” como Quintanilla o Peñaranda o entreguistas como Barrientos o Banzer, abundan en la lista. Fueron excepcionales los militares que tributaron su vida al servicio de la Nación y en defensa de los intereses de las grandes mayorías. Por extraño que resulte, todos ellos terminaron trágicamente sus días: suicidaron a Busch (1937) que impulsó la nacionalización de la Standar Oil Company y exigió que los barones del estaño pagaran impuestos justos. Colgaron a Villarroel de un farol (1946) por atreverse a terminar con el pongueaje y convertir a los indios en ciudadanos de pleno derecho. Busch y Villarroel fueron la cimiente ideológica de la Revolución Nacional. Los escuadrones de la “Triple A” asesinaron al Gral. Juan José Torrez G., por encargo de la CIA, en Buenos Aires (1976) por su defensa intransigente de los recursos naturales, por procurar la soberanía y promover una doctrina de defensa nacional, libre de toda tutela extranjera. Expulsar al Cuerpo de Paz y cerrar la base militar gringa de “Guantanamito”, en la ciudad de El Alto, además de nacionalizar la Mina Matilde y otras, fueron decisiones intolerables para quienes se sienten dueños y señores de nuestras tierras. Al parecer estas dolorosas muertes sirvieron para abonar la política del miedo y el escarmiento en su afán de impedir que el nacionalismo militar se vistiera de dignidad.
El último golpe de Estado de noviembre del 2019 en Bolivia –protagonizado por las FFAA y la policía, contra el presidente constitucional Evo Morales– primero del siglo XXI y el primero contra el Estado Plurinacional ha sido impulsado por el gobierno norteamericano. La artera decisión militar, apoyada por Washington, tiene como objetivo el desmantelamiento del Estado, la reversión de la política de nacionalización y sus beneficios sociales, económicos e industriales, el control estatal sobre los recursos naturales, principalmente el lito y el quiebre de la postura anticapitalista, anticolonial y antiimperial que el gobierno sostuvo durante largos 14 años, además de restablecer el control externo sobre la fuerza pública.
Paradójicamente, ningún otro ejército de la región como el nuestro ha recibido, durante más de 60 años continuos, tanto entrenamiento militar por tan poco, pero con grandes resultados para beneficio de terceros. De ahí que su condición de “aliado” de la potencia hegemónica fue no solamente estéril sino nefasta para el país. Se formaron en una pedagogía sangrienta cuyo catecismo puro consistió en alienarlas con el objetivo de disparar, cuando fuera necesario, a obreros y campesinos insumisos, sin sentimiento de culpa. Resulta no solo curioso sino cruel que las FFAA de Bolivia se ofrezcan tan desarmadas materialmente para proteger la frontera externa pero tan bizarras y serviles en su formación ideológica y su contextura moral para proteger la frontera interna. Tal vez esto explique su predisposición cultural al golpe de Estado y su desprecio a la construcción soberana del Estado o a la búsqueda de independencia económica o militar.
Convertir a las FFAA de Bolivia en un apéndice colonial del Comando Sur ciertamente le ha resultado útil y barato a Washington, pero dolorosamente caro al país. En el marco de la fanfarria y el extravío militar, “defender la patria” constituye hoy una broma de mal gusto y una ofensa para quienes se han especializado en morir en manos de sus hermanos que hacen el papel de verdugos a tiempo completo.
Los militares bolivianos durante décadas se convirtieron en árbitros políticos armados hasta que tuvieron que replegarse a sus cuarteles obligados por la fuerza de la masa. Para vergüenza del país y del mundo, la última dictadura del siglo XX tuvo como protagonista al General Luis García Mesa (1980-1981), cuya única facultad mental coherente consistía en montar caballo mientras escuchaba los acordes de Talacocha, amenizado por una banda de música tan ebria como desafinada. Convirtió el gobierno en un régimen de narcotraficantes, otorgando a la actividad ilícita la deshonra de transformar cuarteles en centros de producción de cocaína y a una parte del personal en una cuadrilla de zepes uniformados.
En democracia, algunos militares como García Mesa o Arce Gómez fueron juzgados por crímenes de lesa humanidad, genocidio y corrupción dejando al dictador Banzer Suarez (1971-1978) en el limbo de la impunidad. De ahí en adelante solo quedaba un paso para hacerse presidente democrático con ayuda de la CIA y sus tutores ideológicos del departamento de Estado. Los gobiernos del libre mercado, sin ápice de culpa, entregaron las nuevas generaciones de militares nuevamente a los brazos del Comando Sur de los EEUU mientras ellos se entregaban resignados al FMI, al BM o a las corporaciones financieras neocoloniales. Forjadas en el credo de la fracasada lucha contra las drogas, en medio de la vorágine de la globalización, las FFAA se replegaron de las fronteras hacia los centros urbanos para convertirse en una fuerza policial destinada a reprimir al movimiento popular que cuestionaba las condiciones de hambre y miseria provocados por el Consenso de Washington. Bajo los fundamentos ampliamente conocidos del “enemigo interno”, volvieron a tomar las armas contra el pueblo indefenso en una seguidilla de cercos represivos en los valles, trópico y altiplano. Cercenados en su declarado “amor a la Patria”, sin identidad nacional ni horizonte estratégico y con mandos corruptos, envilecidos con los gastos reservados, fueron lanzados a cometer la aberrante masacre en las jornadas de octubre negro del 2003 contra la población de El Alto, obedeciendo consignas antisubversivas y antiterroristas para legitimar el baño de sangre.
El sistema de partidos políticos conservadores, cuyo deporte favorito fue el saqueo de las arcas estatales mediante la rotación del poder, no tuvo otra opción que usar las FFAA para frenar la rebelión plebeya cuyo ascenso intentó ser contenido absurdamente con el fortalecimiento de los propios partidos en declive, pero con ideas peregrinas y dinero de USAID. Agotados en su legitimidad y en sus proyectos neoconservadores fracasados, privatización a ultranza y capitalización, los pactos partidarios estallaron en pedazos. En los estertores del modelo neoliberal se apeló a Carlos Mesa, un paladín del discurso gris y la renuncia recurrente, pero en último caso astuta, creyendo que se podía prolongar la agonía del sistema.
Como un espejo de esa realidad política dramática, que exigía que se colocara el último clavo en el ataúd neoliberal, las FFAA hicieron lo suyo como no podía ser de otra manera. Finalmente, eran las hijas de una patria intervenida desde afuera y sobreexplotada internamente, adormecida y carente de sueños. Cumpliendo puntualmente su indecoroso papel, para el que fueron entrenadas tanto tiempo, después de la masacre de octubre del 2003, decidieron entregar 36 misiles chinos a los Estados Unidos, en uno de los capítulos más ruines de la historia militar del que se tenga memoria. Un grupo de generales y coroneles al mando de sargentos norteamericanos, desmantelaron el único arsenal de misiles tierra-aire que disponían las FFAA en sus inventarios de material bélico.
Los norteamericanos, aprovecharon la profunda crisis política de la breve gestión de Mesa (2003-2005) y Rodriguez Veltzé (2005) para elegir al elenco de generales cleptómanos a quienes por solo unos centavos les compraron el arsenal más sofisticado, donado por el gobierno chino. Este es un episodio aberrante que consternó al país y que lastimó la dignidad nacional, pero que extrañamente en las FFAA no han merecido una valoración proporcional. Hace falta estudios antropológicos para tratar de explicar la psicología de la capitulación militar boliviana en circunstancias críticas: sin desmerecer Boquerón (1932) que fue un épica surrealista, la rendición de regimientos íntegros a las fuerzas paraguayas (1932-1935), la ocupación norteamericana de las FFAA bolivianas durante la guerrilla del Ché (1967), la entrega de misiles al Grupo militar (2005) o la sucesión de golpes de Estado dirigidos externamente, forman parte de una misma trama, vinculada trágicamente a una cultura colonial de capitulaciones y derrotas.
Ni los ejércitos más bastardos del siglo XIX fueron capaces de cometer un crimen de esta naturaleza que hasta hoy no ha merecido el castigo correspondiente. No conformes con esta aberrante traición a la patria, presionaron a Carlos Mesa para que aprobara la ley de inmunidad diplomática en favor de soldados norteamericanos, más conocida como el Artículo 98 de la Corte Penal Internacional. Un nuevo mando militar, en su pretensión de violar normas del derecho internacional y de la propia Constitución Política del Estado, gestionaron, por otros centavos de dólar, una ley que pretendió convertir a los infantes de marina en proxenetas, violadores y señores del estupro en suelo patrio.
Dejamos el contenido completo de la columna escrita por Ernesto Eterno