Durante 200 años, América Latina se ha distinguido por ser un zoológico variopinto de extravagantes gobernantes. Parte de la imagen de región bananera que ha proyectado al mundo se sustenta en las excentricidades de concurso de cuanto estrambótico civil o militar se ha hecho con el poder.
Desde un Mariano Melgarejo, que mandaba fusilar a sus camisas y que el cuerpo diplomático acreditado brindara a la salud de su caballo, hasta un Abdalá Bucaram, campeón ecuatoriano de karaoke, pasando por Manuel Noriega, líder de un cartel de narcotráfico en el propio Estado panameño, los presidentes y dictadores latinoamericanos han sido generosos en motivos de risas y vergüenzas ajenas.
Tan fundamental es la extravagancia de los gobernantes en la identidad colectiva de América Latina, en su imaginario político y en su memoria histórica, que dos Premios Nobel de literatura, Miguel Ángel Asturias y el Gabo, han dedicado sendas novelas a tratar de retratarlos o caricaturizarlos.
Pocos países latinoamericanos se han librado de la extravagancia de sus gobernantes. Pertenecer a ese selecto grupo tiene ventajas en el ámbito mundial: Es uno de los elementos que distinguen a un país no bananero del resto. Un país sudaca puede hacer cualquier estrago mientras mantenga a los personajes estrambóticos fuera del poder. Chile -que muestra las mismas expresiones de cultura política tercermundista del vecindario, como la escasa diferenciación entre política y economía, o entre el político y el terrateniente/empresario-, en condiciones críticas termina develando las expresiones que, en condiciones normales, su orden portaliano esconde prolijamente.
Así, cada vez que algún ciclo histórico-político llega a su fin, los cimientos de la organización institucional empiezan a debilitarse por las mismas razones que, de forma más estable, generan crisis de legitimidad en los sistemas políticos de los vecinos: El destape de un volumen indecente de corrupción, nepotismo y peculado. Así ocurre cuando entra en crisis el Estado oligárquico-terrateniente: El ciclo radical en 1952 o el ciclo concertacionista en 2010.
Chile, le duela a quien le duela, y a pesar de los millones gastados en esa cursilería llamada “imagen-país”, comparte con el vecindario prácticas e instituciones “bananeras”. Aún así, durante estos dos siglos casi siempre fue excluido de los inventarios europeos de países bananeros latinoamericanos. Es más, en no pocas ocasiones ha sido destacado como una excepción, una isla de civilidad en medio de un indómito mar de barbarie. Si en el siglo XIX Chile era la extraña cuna de “ingleses” sudacas, hasta no hace mucho fue un raro zoológico de “jaguares” (¿leopardos?) del Nuevo Mundo.
Esta exclusión deliberada de Chile de los listados de países bananeros se explica por múltiples factores, como por ejemplo que el país se hubiera convertido en un súbdito más de la Reina Victoria. Tal vez, esa rara costumbre de no dejar el poder político en manos de gobernantes estrambóticos, impredecibles y excéntricos sea el factor principal. En materia política es lo único que, incuestionablemente, separa a Chile de otros países de la región. O, mejor dicho, separaba.
La llegada de Sebastián Piñera a La Moneda, con su elegante y distinguida capa roja de micropolar, con su afición por la especulación financiera, con su enciclopédica erudición literaria y su doctoral conocimiento de la fauna chilena y de la flora sagrada de los mapuche, con su profunda compenetración con la simbología nazi y su tino diplomático, con su prudente obediencia del protocolo de seguridad de los traslados aéreos, en fin, su llegada a la Presidencia, con todo lo que ha aportado a la política chilena durante su primer año de gobierno, acaba de cambiar radicalmente la relación de Chile con el estigma bananero.
Y no pudo haber sido más oportuno. Con el ingreso de Chile a la OCDE, el siuticus chilensis había llegado a creerse ciudadano del Primer Mundo. Pero, durante todo su primer año de gobierno, Piñera ha tenido la sabiduría de regalarnos abundantes baños de realidad, de nuestra bananera realidad. Si Bolivia tuvo un Melgarejo, Ecuador un Bucaram, Nicaragua un Alemán, México un Fox, Chile tiene a su Piñera para recordarle que, con o sin OCDE, está lejos de dejar de ser lo que tanto detesta: Un país bananero.
Este primer año de “piñericosas” ha sido un balsámico cable a tierra, una medida precisa de todo lo que le falta a Chile para llegar a la primera división. ¡Enhorabuena presidente por haberle puesto freno al autoengaño!
Por Daniel M. Giménez
El Ciudadano Nº97, primera quincena marzo 2011