Así no podemos presentarnos a la OCDE, qué va a decir esa gente…
Pero esta noche de lunes en que no hay nada que celebrar, en que los holandeses taparon la boca todos los que hasta esta mañana se proclamaban imbatibles campeones, a mi me dieron ganas de volarle un par de dientes a un chofer de micro, y de incendiar su cacharra.
Hace frío. Unos niños de alrededor de 10 o 12 años, colegiales, esperan la micro en la calle Maipú, al frente de su liceo; estiran su brazo cuando aparece, vacía además. Se despiden de los que se quedan, se aproximan al punto de parada. Y lo que ocurre luego es un episodio que de tan repetido es innecesario contar: lo hemos vivido incontables veces, por generaciones, millones de niños chilenos. Antes, con las amarillas, era porque el pobre chofer ganaba por boleto cortado y los niños no pagaban, o pagaban menos, y ellos tenían familias que alimentar.
Pero antes aun de las amarillas existía la Empresa de Transportes Colectivos del Estado. Sus choferes manejaban buses y trolleys, con un uniforme de color gris verdoso, se detenían sólo en las paradas establecidas; no maltrataban a nadie, y menos a los escolares. Estaban entrenados para transportar gente y su sueldo no dependía de su velocidad ni de los boletos. Para los niños eran la salvación. La dictadura destruyó la ETC del Eº por completo, porque en el esquema que tenemos, los pobres tienen que recordar a cada instante que su misión en la vida es servir y recibir palmazos.
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Ahora que no hay micros amarillas y los choferes ganan salarios, no se sabe por qué siguen en la misma. Yo tengo una especie de teoría: es por la misma causa que encajonan y atropellan ciclistas, aceleran y frenan bruscamente, le tiran la micro encima a los peatones y a los autos, pasan de a tres y no paran, y jamás, pero jamás jamás, atienden un llamado a paro general. Esa fue la clave del fracaso de la huelga general convocada por estudiantes y la CUT en agosto de 2011.
Son los mismos que sólo hacen huelga cuando quieren más plata y ahí sí esperan solidaridad de clase, de los estudiantes y el pueblo. Ahí ponen caras de víctima en la televisión, informan de lo explotados que son y de lo valiosa que es su «carga» humana. Después, si te he visto no me acuerdo. Vamos dejando niños, ancianos y trabajadores botados a la intemperie. Vamos acelerando a toda velocidad, cambiando de pista como las motos, apropiándose de las calles, pasando en rojo, para liego aplicar un frenazo violento en la esquina y quien se caiga, mala cueva. Cagando a los pobres, porque eso es. Pobres que pagan la tarifa más cara de América Latina.
Por eso, además de toda la sofisticada mirada socio-cultural-psicológica de las frustraciones sociales, la verdad es que los ciudadanos y ciudadanas de a pie, en cuanto pueden, se desquitan de este gremio feroz. De seguro, alguno se quema a lo bonzo contra todo esto, pero son dos o tres. Lo sé desde los siete años, cuando viajé solo a mi escuela por primera vez. Mi hermano le avisó al chofer donde me bajaba, yo mismo toqué el timbre, y de todos modos el micrero me dejó cuatro cuadras más allá, cagado de la risa, «pa que aprendai rucio caldechoro», ruidosamente celebrado por el infaltable vago que se sentaba en un banco en «la máquina» y le cortaba los boletos. Me contuve y no lloré delante del imbécil, pero tampoco se me ocurrió lo que a los niños del Amunátegui esta noche: «viejo conchetumadre».