Y este dieciocho me metí a trabajar de garzón en la fonda de la Semana de la Chilenidad en el Parque Intercomunal de La Reina y le escupí los perniles, anticuchos y arrollados a la Federación de Criadores de Caballos de Chile. Ellos llegaban disfrazados de huasos y, como escondiéndose, se sentaban en la esquina menos concurrida de la carpa principal.
Quieren pasar piola con la chupalla, la manta y las espuelas, pero son los mismos de siempre, en la memoria y gugleables. El presidente de esta Federación es Agustín Edwards y consideré que no podía desperdiciar mi saliva para caerles en gracia y así lograr una propina jugosa que sólo los garzones más chupa pico a veces suelen lograr. Llevo resfriado más de un mes ante mi negación de pincharme penicilina para poder enfrentar solo una enfermedad que siempre está ligada al oficio de escribir y ser pobre. El espacio de la fonda es húmedo, lo que contribuyó a mi otitis y a mi fecunda producción de flemas (el propóleo remueve la garganta como la soda caústica la mierda) que sin mayor esfuerzo y aparataje esparcí como aceite de oliva en la comida que fue a parar, bajo mis manos, a la mesa de la Federación.
Mientras comían pensé en las genealogías equinas del Caballo Chileno, en cómo los dueños del país se proyectan en esa pureza racial que deriva en oligarquía y a que en mi población, una semana antes, el once, nos reventaran a lacrimógenas con sus caballos de batalla que son los pacos. Así, ¿qué otra representación social puede significar el rodeo que no sea la dominación forzosa de la masa bovina y productiva? Pensé en las misas a la chilena y al cura pidiendo silencio y respeto a los trabajadores de la fonda, en los viva Chile y Pinochet, en Luis Jara (el hijo de nana favorito de los patrones) cantando un tema de Los Huasos Quincheros, Los Huasos del Algarrobal o Los Huasos del Corral, da lo mismo, el pueblito se llama Las Condes. Pensé en los covers católicos de la Violeta y en las letras de cuecas pasadas por juguera y colador, refritos de un limitado campo de acción creativo y autocoaccionado, que aquí se consume como una cultura precocida, pero en el fondo vieja e inamovible, polvorienta e infértil, donde la palabra Chile debe repetirse, aplaudirse y celar a punta de la ostentación de un poder endogámico, incestuoso y patriarcal.
Todos gozaban con las payas sobre el poder de la pichula chilena. Pensé en el grupo de danza de la PDI interpretando en el escenario principal un Te recuerdo Amanda entero llorón y tieso, en los Cuatro Cuartos y las canciones milicas del Adiós al Séptimo de Línea y en el público, que pagó una entrada de 4 lucas, aplaudiendo con orgullo la medalla que Piñera les prometió por el aporte a la cultura y raza chilena. Pensé en el stand del ejército donde pintaban los rostros de los niños a la manera de un camuflaje de combate, en los fuegos artificiales que tiraron al lado de la laguna con el himno nacional explotando y haciendo vibrar la carpa con un patriotismo basado en el consumo de vino, whisky y terremotos con granadina.
Pensé en los pacos que trabajaban de niñera y soporte de los adolescentes borrachos que parecían perros de departamento a los que les habían soltado la correa para que fuera a cagar un rato al parque.
Pasé lista por todos los personajes que tuve cerca: Horacio Cartes, que antes de ser presidente de Paraguay nunca había votado en alguna elección democrática (para los pajeros: recuerden que el año pasado hubo golpe en Paraguay), a Golborne vestido de huaso sacándose fotos con los fans, al Negro Piñera reclamando por la empanada seca, a Cristián Monckberg haciendo campaña con una hija a la que no puedo imaginar dándose duro y rico (la represión y la austeridad se notan, cuando se las dan de choros, al momento de venderles un par de perniles, siempre les cuesta enfrentarse al hueso y la grasa).
Pensé en mis compañeros de trabajo, en el Ángel dominicano, en la copería morena y extranjera con chicas sensuales y robustas, en la poeta Daniela Catrileo trabajando en la caja registradora, en la tropa abismal de 30 garzones enfrentando la maña cuica más ácida de Santiago y en las horas que me quedaban por trabajar y regresar a La Pintana en 3 micros diferentes repletas de borrachos ejecutando una especie de potlach sin mayor sentido que el apagado de tele. Por eso cuando me quedé apoyado en la barra, mirando cómo esos huasos culiaos masticaban mi estado de salud y mis bichos, taché en mi comandera el número de la mesa donde estaban y me fui a calzar a una familia de androides asexuados y brutales que querían un terremoto sin alcohol. Yo sólo quería el 10% de propina y enamorar a la garzona más choriza de la fonda.
Por Juan Carreño