Por una muerte por coronavirus digna y acompañada

Hoy día, muchos países latinoamericanos y España se debaten por un lado entre mantener, profundizar o flexibilizar la cuarentena o la paralización de las actividades económicas para afrontar la crisis sanitaria que están viviendo, y por otro lado, en la necesidad de evitar una crisis económica que se agudiza por cada día más de paralización

Por una muerte por coronavirus digna y acompañada

Autor: Absalón Opazo

Hoy día, muchos países latinoamericanos y España se debaten por un lado entre mantener, profundizar o flexibilizar la cuarentena o la paralización de las actividades económicas para afrontar la crisis sanitaria que están viviendo, y por otro lado, en la necesidad de evitar una crisis económica que se agudiza por cada día más de paralización.

Evitar la crisis sanitaria y evitar la crisis económica son las dos grandes amenazas que cada gobierno enfrenta, dos grandes iceberg capaces de hundirnos entre los cuales se intenta maniobrar una nave que de pronto parece hacer aguas: evitar contagios, evitar desempleos, evitar muertos, evitar quiebras. Dentro de estos dos objetivos esenciales se inscriben estrategias, decisiones y protocolos; desde ellos fluyen ríos de tinta, sesudas discusiones y análisis pormenorizados.

El problema es que junto a la crisis sanitaria y económica, hay una tercera crisis que ha sido ignorada e invisibilizada, la crisis en la salud mental y en nuestros valores sociales. Hoy hacemos un despliegue gigantesco para proteger a la población del contagio, pero a la vez privamos a muchos personas, a demasiadas, de un derecho básico: el de morir acompañados y reconfortados por sus seres queridos. Y con ello también privamos a sus familiares más cercanos del derecho de acompañar a los pacientes terminales y aliviar su sufrimiento emocional, lo que muy probablemente complique su ulterior proceso de duelo –ya de por sí doloroso.

Al día de hoy hemos conocido desde varios países relatos desgarradores sobre pacientes con Covid-19 aislados durante días e incluso semanas en UCIs y residencias para adultos mayores, sin recibir visitas, y que finalmente mueren solos. Historias dolorosas de personas que no han podido visitar ni una sola vez a su padre, a su madre, a la pareja con la que han compartido casi toda una vida y de la que se les separa cuando más se necesitaban.

La lógica detrás de este procedimiento es ciertamente comprensible y científicamente sólida: permitir el acceso de familiares a la persona moribunda conlleva el riesgo de nuevos contagios, que a su vez provocarían otros, en una cascada que podría llevar a la saturación de los hospitales y a nuevas muertes que lamentar. De ese modo, los implacables protocolos llevan a que los pacientes con Covid-19 mueran solos, sin la posibilidad de recibir acompañamiento por parte de sus seres queridos.

A un nivel social, estamos además tratando de un modo sumamente injusto a las personas mayores, que luego de realizar una contribución decisiva al desarrollo de nuestra sociedad, observan como finalmente son aislados sin recibir el reconocimiento que merecen.

Si bien este protocolo se sustenta en una lógica epidemiológica correcta, en sus cálculos parecen no dimensionar los enormes costos emocionales y morales que esta situación supone, no solo en quienes mueren sino también en quienes les sobreviven. Estamos creando una enorme carga de culpa individual, familiar y social que no se evidencia claramente en el presente, pero que supone una elevadísima hipoteca a pagar en el futuro.

El manejo deshumanizado de la muerte no solo provoca a nivel individual y familiar un sufrimiento añadido e innecesario; estamos con ello también sembrando la semilla de la traumatización en muchas personas que en un tiempo próximo previsiblemente presenten secuelas de depresión y angustia, torturados por el dolor de no haber podido acompañar y reconfortar a la persona que amaban en sus últimos momentos, a lo que se añade la dificultad de realizar rituales y de recibir consuelo directo de personas cercanas ante el fallecimiento de su ser querido, debido a la cuarentena y el distanciamiento social.

Obviamente, en la situación actual no hay soluciones sencillas para atender con dignidad y humanidad a los pacientes terminales de Covid-19. No es tarea fácil compaginar la atención a sus necesidades médicas con la respuesta a sus necesidades emocionales, de compatibilizar criterios epidemiológicos con la variada casuística que se plantea en cada caso individual. Sin embargo, debemos comprender que encontrar estas soluciones es una prioridad y que por tanto requiere que dediquemos tiempo, esfuerzo y talento a buscarlas.

Pensemos con qué denuedo estaríamos entregados a esta tarea si quienes estuvieran falleciendo no fueran personas mayores, sino niños o adolescentes. Nuestros mayores no merecen menos. Y ello exige superar la miopía social que nos atrapa en la dicotomía “evitar contagios/evitar la ruina económica”, hacer un esfuerzo activo para encontrar soluciones técnicas y movilizar recursos materiales que permitan a los familiares acceder a sus seres queridos moribundos en forma protegida y sin riesgo. No sabemos qué medidas de seguridad deberán tomarse para que este acompañamiento pueda producirse, pero si dedicamos tiempo hasta la extenuación para discutir qué medidas concretas se deben tomar aplanar la curva del contagio, es de justicia dedicar al menos el mismo esfuerzo a abordar la cuestión de cómo asegurar la dignidad de los pacientes terminales y sus familias.

Tales procedimientos no pueden quedar al arbitrio de cada institución o del médico de turno, como en buena medida ha ido ocurriendo en los países más afectados. Es necesario que estas normas de actuación se incorporen en todos los protocolos, de modo que se garantice que cada paciente terminal con Covid-19 pueda ser acompañado por al menos un familiar durante su último trance.

Impedir el contacto de los familiares con pacientes con Covid-19 en los momentos finales de su vida es doloroso, injusto, indigno e inhumano. No podemos quedarnos como sociedad con los brazos cruzados, esperando pasivos los efectos de estas decisiones en nuestra comunidad. Debemos más bien exigir que nuestros seres queridos tengan una “buena muerte”, y que se facilite un duelo adecuado en sus familiares. No podemos centrarnos únicamente en aplanar la famosa curva de contagios, sino crear una nueva curva, la de fallecimientos dignos y humanos, y dedicar toda la energía, conocimientos y recursos que esta tarea merece.

Por los Doctores
Felipe García, Psicólogo clínico, Universidad Santo Tomás, Concepción (Chile)
Mark Beyebach, Psicólogo clínico, Universidad Pública de Navarra (España)

Concepción (Chile) y Pamplona (España)
14 de abril de 2020


Reels

Ver Más »
Busca en El Ciudadano