Por Antonia Urrutia
Hay un momento en la historia del pueblo judío que nuestra religión siempre ha destacado por su incoherencia e incluso inmoralidad: días después de la liberación colectiva de la esclavitud en Egipto, milagro tras milagro, D’s[i] le entrega a Moisés las Tablas de la Ley. No solo se trata de un hito determinante en la ética occidental. Para la teología judía fue este el milagro más grande de todos. A pesar de ello, cuando Moisés desciende del Sinaí, descubre que sus hermanos y hermanas estaban venerando a un becerro de oro, violando la prohibición de la idolatría. ¿Cómo se olvidaron tan rápido del D’s que los sacó de Egipto?
Moisés, enfurecido, quiebra las Tablas de la Ley y castiga a los infractores.
Esta historia no deja de volver a mi cabeza en los últimos ciento y tantos días, con una resonancia dolorosa. El pasado 30 de octubre, el rabino argentino Uriel Romano, a quien yo alguna vez admiré, tuiteó: “Durante la Edad Media un judío que no creía en Dios era un hereje, un Meshumad, quedaba por fuera de la comunidad. En nuestros días un judío, con todas las críticas que pueda tener, que no apoya a Israel debe ser considerado un hereje, ya no es parte de la comunidad”. Al parecer, es indiferente que estudies la Torá y cumplas con sus preceptos si tienes una posición política distinta.
Parece que hay algo en ese Estado, que queda a miles de kilómetros, que nace hace menos de cien años y cuya ideología es relativamente nueva, que induce a personas a afirmar que su peso es mayor al de miles de años de tradición y enseñanza religiosa. Porque soy judía también: sé del trauma posterior al Holocausto, sé que el antisemitismo existe. Comprendo que se creyó en la estrategia de fundar un Estado propio para no volver a vivir algo así, puedo entender el romanticismo por la tierra prometida. Pero no veo por qué tiene que ser un dogma incuestionable, y me asusta que otros lo hayan elevado a nivel de sagrado, superior a todos los otros valores de manera tal que –además– cree justificar un actuar que no tiene nada, nada de judío.
Las Tablas de la Ley, en principio, tenían mandatos simples. Entre otros: No matarás, no robarás, no darás falso testimonio contra tu prójimo, no codiciarás. Pero, por alguna razón, aunque sea una mujer practicante y de fe, me tildarán de antijudía si me dan ganas de llorar pensando en los miles de inocentes que han asesinado en pocos meses; si se me aprieta la guata al ver que se construyen asentamientos sobre tierra robada; si me enoja que le mientan a los niños judíos en las escuelas con la idea de que supuestamente, antes del Estado de Israel, casi nadie vivía allí; si me produce desconcierto que, aun con todo lo que tienen, se codicien más y más tierras ajenas.
No escribo esto para patalear contra aquellos que censuran y destierran la crítica con acusaciones de herejía, sino como intento de hacer algo frente al horror. Sobre todo, el horror de la masacre, de la deshumanización y el odio racista, pero también frente al horror de que cometan estos crímenes en mi nombre y en el de mi pueblo, cuando no tienen nada que ver conmigo ni con lo que somos (o deberíamos ser). De hecho, los valores judaicos que se me enseñaron fueron a estar en contra del genocidio, en contra de la opresión y a favor de la libertad. Y es desde estos valores que quiero alzar la voz y explicar por qué lo que se le está haciendo a Palestina es una catástrofe humanitaria y un genocidio, que no puede ser blanqueada con acusaciones automatizadas de antisemitismo.
Hablemos primero del horror y las palabras que nos ayudan a intentar entenderlo: genocidio, apartheid, ocupación, anexión, exterminio, desplazamiento forzado. No son sonidos vacíos utilizados como panfleto, son conceptos jurídicos tipificados en tratados como el Estatuto de Roma y la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, que requieren que se configuren ciertos hechos para que exista el crimen y sus consecuencias.
Por ejemplo, el artículo 6 del Estatuto de Roma exige que existan ciertos hechos para que se configure el crimen internacional del genocidio: matanzas, lesiones, «sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial», entre otros. Pero también requiere de otro factor, que no es realmente un hecho, sino algo que está en la voluntad y el discurso y es por tanto más difícil de precisar: lo que jurídicamente se llama «ánimo genocida», es decir, la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Algo así como lo que expresa Benjamín Netanyahu al afirmar que «esta es una lucha entre los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad, entre la humanidad y la ley de la jungla» o cuando Isaac Herzog, presidente de Israel, declara que «es toda una nación la que es responsable [del 7 de octubre]. No es cierta la retórica de que los civiles no estaban al tanto. No es cierto y… lucharemos hasta quebrarlos». O cuando Itamar Ben-Gvir, actual ministro de Seguridad, quien en 2007 fue condenado –por tribunales israelíes– por incitar el odio contra los árabes, dice «para estar claros, cuando decimos que Hamas debe ser destruido, también significa que aquellos que celebran, apoyan y les dan dulces, todos ellos son terroristas, y también deben ser destruidos».
Leo frecuentemente lo que comparten en redes sociales personas con las que crecí y compartí en espacios judíos y puedo imaginar por qué les molesta que llamen a lo que ocurre en Gaza un genocidio. La retórica del Holocausto es tan fuerte que parece irrisorio que la víctima se pueda convertir en victimario, pero creo que eso simplemente es no entender cómo funciona el miedo, el trauma, la paranoia -sentimientos que alimentan las ideas más terribles de las sociedades y que en este caso le pone un fusil obligatorio en las manos a niños de 18 años.
Ellos argumentan en sus Instagram o cadenas de Whatsapp que lo que se está haciendo es con ánimos defensivos, no genocidas, y puede ser que algo de cierto haya en eso –¿quién no se defendería después de que matan a más de mil de los tuyos en un día, destruyen tus ciudades y llevan a cientos como rehenes? Pero no es defensa sino venganza si se dirige contra todo un pueblo. ¿Es realmente un niño palestino una amenaza? ¿Es necesario desplazar a la gente una vez más? ¿Había que pulverizar vecindarios enteros? ¿Es preciso que en una tierra habite gente solo de tu estirpe para sentirte seguro? ¿Tanta maldad ven en la diferencia?
También leo que comparten en redes sociales afiches reclamando por un supuesto doble estándar. ¿Se han olvidado de los rehenes? ¿Por qué nadie tilda a Hamás de genocida si su declaración de principios dice explícitamente que quieren matar a los judíos? Y es verdad, Hamás es terrible, no solo por el horror de estas declaraciones y peores, sino también porque, sea donde sea, el fundamentalismo teocrático y antidemocrático siempre es una infección peligrosa.
Pero esta lógica de siempre echarle la culpa al otro tiene patas muy cortas. Hay millones de argumentos que podría dar, y que personas más expertas han dado mejor que yo, por lo que creo que la misión de este texto no es hacer un análisis geopolítico minucioso sobre las responsabilidades, las causas, las consecuencias, los ires y venires. Podría hablar de la responsabilidad de Israel en el crecimiento de Hamas, al asfixiar a la Autoridad Palestina en Cisjordania y alimentar la vía militarizada como modo de administrar el «conflicto», en desmedro de la vía política. Podría hablar de cómo los intereses de Netanyahu y sus secuaces no está en la liberación de los rehenes, podría hablar del castigo colectivo y cómo esa violencia nutre a organizaciones como Hamás. Son millones los argumentos y los hechos.
Hay cosas que son muy complejas, sí, pero hay otras cuestiones valóricas que son bastante simples: Hay gente sin agua ni comida, cuyas casas, hospitales y familias han sido destruidas.
Según la Torá, todos -palestino, judío, o quién sea- somos creados a imagen y semejanza de D’s. Cada una de esas vidas vale lo mismo, es igualmente sagrada. La ética destruida de quienes cometen y justifican estos crímenes por un culto irracional a un Estado será incomprensible en el futuro; el becerro de oro de la modernidad. Lo angustiante es que hoy no existe un profeta como Moisés que quiebre las Tablas de la Ley y llame al orden y la justicia. Ya no hay un gran líder que rompa con la ceguera, que levante los valores judíos primordiales, para dejar de venerar a un falso ídolo que va en contra de los preceptos más elementales y en este caso también, detenga la catástrofe.
La alternativa que queda es la organización: personas que, mediante el encuentro con otros dicen basta, no en nuestro nombre, nunca más es nunca más para todos los pueblos, alto al fuego y fin a la ocupación. Personas judías que no temen de reunirse con sus hermanos palestinos para alentar y apoyar su justa lucha por la liberación colectiva.
Se comparte mucho de lo que hace Jewish Voice for Peace, pero ha llamado especialmente mi interés la acción de If Not Now y su fundadora, Simone Zimmerman. Existen mil más: B’tselem, organización que defiende los derechos humanos en los territorios ocupados; Breaking the Silence, organización de exsoldados israelíes abogando por el fin de la ocupación; HIAS, una ONG judía dedicada a promover y resguardar los derechos de los refugiados en todo el mundo, que por muchos años fue criticada desde algunos sectores al velar por el bienestar de refugiados del mundo árabe. De los rabinos de T’ruah o Rabbis4Ceasefire, quienes comparten cómo las enseñanzas de la Torá difieren con los crímenes que hoy comete Israel y llaman a un alto al fuego, inmediato y permanente. Por mi parte, pertenezco a la Agrupación Judía Diana Aron, organización valiente, compuesta en gran parte por luchadores que resistieron contra la dictadura, estuvieron presos y siguen luchando porque en eso se les va la vida. Claramente ninguno es “antisemita”, sino todo lo contrario, llevando orgullosos al lado del nombre de Diana el de nuestra identidad. Es en estos gestos y lugares donde veo vivir, aun en días como estos, lo más valorable y digno de nuestra tradición.
Y sí, es doblemente doloroso para personas que venimos de una historia de persecución y exterminio admitir que se está cometiendo un genocidio por quienes son parte de esa misma historia. Es difícil quebrar con el becerro de oro, eventualmente ser criticada y apartada. Pero algo hay que hacer, porque al final, ¿qué es nuestro dolor y lo que sea difícil para nosotros al lado del horror interminable que continúa en Gaza? Llegan las fotos, transmisiones y testimonios a diarios y nada parece difícil al lado de eso.
Así como nuestro pueblo fue liberado de Egipto, debemos luchar por la liberación de todos los pueblos; no hay libertad que se construye sobre la opresión del otro, por lo que no seremos realmente libres hasta que todos lo sean.
Por Antonia Urrutia (Santiago, 1996).
Es abogada y activista en organizaciones sociales seculares y judías.
[i] Las personas de fe judía, como señal de no tomar Su Nombre en vano, no deletreamos completa la palabra Di-s.
Columna publicada originalmente el 5 de marzo de 2024 en Revista Origami.