El terrible incendio que ha asolado una cárcel chilena y el posterior reconocimiento por parte del Presidente Piñera de que en las prisiones chilenas se vive en situaciones inhumanas me ha devuelto a la realidad que vivimos muchas de las personas que como defensores de los derechos humanos sentimos una querencia especial por la defensa de los derechos de los presos comunes, unos derechos que son siempre invisibles para la propia sociedad que mantiene a estas personas en prisión.
En ese sentido, una de mis inamovibles convicciones políticas es mi adhesión a la frase de Dostoievski que afirma que “el grado de civilización de una sociedad se mide por la manera en que trata sus presos”. Siempre he creído en eso y he luchado por extender la idea de que los presos, todos, tienen derechos.
Las sociedades democráticas establecen que todos sus ciudadanos son iguales en dignidad y derechos. Después, con el objetivo de ordenar de la manera más justa posible la convivencia, el estado democrático establece delitos y penas, pero ninguna pena de ningún país democrático puede privar a ningún ciudadano de lo que constituye el núcleo de su ciudadanía: el respeto a sus derechos humanos básicos. Las penas establecen que los presos pueden sufrir la suspensión de algunos derechos, como el derecho al sufragio activo y pasivo, por ejemplo; o como son privados de algunos otros derechos muy importantes, como el derecho a la libertad, pero estas privaciones aparecen siempre de manera claramente tasada y establecida en la ley y se producen siempre en virtud de la pena y mientras dure ésta. Ninguna ley de ningún país democrático priva a sus presos de sus derechos humanos básicos, eso lo hacen sólo las dictaduras.
Los malos tratos, la tortura, los tratos degradantes, la pena de muerte son siempre y sin ninguna diferencia graves violaciones de los derechos humanos, se apliquen a quien se apliquen. Si normalmente las democracias se precian de no tener presos políticos y exigen a los países que los tienen el respeto a los derechos de estos presos, olvidan que los presos comunes también tienen derechos y que la privación injusta de éstos no es más permisible porque los sufra un preso común o uno político. Las vidas de ambos valen lo mismo y su dignidad es idéntica. Así, a ningún preso, por muy condenado que esté, por muy grave que sea su delito, se le puede torturar ni maltratar de ninguna manera; no se le puede aplicar más pena que aquella que la ley establezca, ni se le puede aplicar tampoco ningún tipo de trato degradante o inhumano. Igual de importante es que el estado tiene que garantizarles una vida digna y suficiente en la prisión, así como la posibilidad de reinsertarse cuando salgan.
Ninguna sociedad puede ser verdaderamente libre ni democrática si no entiende y defiende que los presos son ciudadanos con derechos, que las prisiones tienen que ser lugares dignos en los que las personas allí condenadas puedan no sólo vivir sino también labrarse un futuro para cuando salgan. Las prisiones deberían ser, además de lugares de castigo al delincuente y prevención del delito, lugares en los que fuera posible encontrar una oportunidad. No olvidemos que los que están allí dentro son, en su inmensa mayoría, personas para quienes la igualdad de oportunidades no ha pasado de ser mera teoría. La proporción de personas pobres con respecto a las ricas, la proporción de minorías étnicas o raciales con respecto a la homogeneidad nacional, dan idea de que la cárcel es el lugar en el que se pone de manifiesto que el estado ha fracasado en garantizar la igualdad de oportunidades a sus ciudadanos. Por ello no debería fallar en garantizarles, al menos, sus derechos humanos.
Por Beatriz Gimeno