Por Dmitri Medvédev
El centenario de la fundación de la Unión Soviética celebrado el año pasado coincidió con los procesos tectónicos que comenzaron hace tres décadas, y que en 2022 provocaron conmociones fuertes y destructivas. Los cimientos del orden mundial del período postsoviético, que hasta hace poco se consideraba si no el mejor, por lo menos el más familiar, se derrumbaron con un estruendo metálico. Las ‘bolsas de aire’ internacionales no funcionaron y ahora las grietas están extendiéndose y profundizándose en todo el sistema de mantenimiento de la paz en el planeta.
Las razones de lo que está ocurriendo se buscan en el legado de una historia larga y relativamente nueva. Lo que estamos observando ahora sucedió en reiteradas ocasiones, en los momentos cuando los imperios mundiales se acercaron al final de su existencia.
Recordemos los acontecimientos del pasado reciente, de los que muchos de nosotros fuimos testigos. La tragedia que ahora se desarrolla en Ucrania comenzó a finales del siglo pasado. Concretamente, en el momento en que se derrumbó la Unión Soviética. El país poderoso se basó durante mucho tiempo en los acuerdos de posguerra y los intereses mutuos de los Estados partes, en la confrontación de bloques y los misiles nucleares, en el suministro de alimentos a sus satélites, en tractores y carros blindados, en el «realismo socialista», aunque el régimen comunista vivió mucho menos que el Imperio Ruso, de siglos de antigüedad.
No voy a detallar los motivos de los líderes políticos cuyos esfuerzos conllevaron el colapso tan rápido de la URSS ni reflexionar de quién socavó a la Unión Soviética: las intrigas de enemigos externos, la economía no competitiva o la carrera armamentista. Es probable que el último líder de la URSS, que falleció en el año de su centenario, creyera sinceramente que estaba actuando en beneficio del pueblo multinacional del gran Estado que encabezó después de la conocida serie de funerales de Estado. Los líderes de las repúblicas de la URSS se preocuparon cínicamente solo por convertirse en jefes de Estados independientes creados sobre los restos aún humeantes del gran país. Posteriormente hubo los acontecimientos en Forós y el golpe de Estado perpetrado en agosto. Y el final de la URSS que siguió siendo Patria querida y un sueño hermoso de la justicia para la generación mayor de edad.
El mundo occidental miraba todo esto con el altivo estrabismo de un vencedor y un sentimiento de pura superioridad. Solo les preocupaba satisfacer sus propios intereses creados. Y con todas sus fuerzas, siguió empujando a nuestro país al abismo, para eliminar por completo a su antiguo rival. Toda la dulce palabrería sobre una asociación igualitaria, un mundo nuevo y valiente sin líneas divisorias y demás galimatías de bella inspiración, solo pretendía distraer. Resultaron no ser más que fórmulas sin sentido que enmascaraban los retorcidos designios de nuestros eternos adversarios.
Los políticos de toda laya que tomaron el poder en la nueva Rusia no pudieron hacer frente a la amenaza emergente. Algunos por ignorancia, falta de cultura política y experiencia; mientras que otros estaban sinceramente equivocados sobre las intenciones de nuestros «nuevos amigos». Llegaron tiempos difíciles: las personas estuvieron cayendo rápidamente en la pobreza, y los sectores estratégicos de economía, atrapados en una avalancha de privatizaciones, estuvieron degradándose. El separatismo floreció; surgieron zonas de conflicto en el país; el Cáucaso «ardía en llamas».
Se atribuía a los méritos de los gobernantes de aquel período, los Presidentes de la URSS y de la RSFSR, Mijaíl Gorbachov y Borís Yeltsin, que, después del colapso del «monstruo comunista», se logró evitar una guerra civil, como ocurrió tras el golpe de Estado del 24 de octubre de 1917. Es y no es así. La masa crítica de descontento pudo convertirse en una confrontación civil, al borde de la que estuvimos en 1993. Pero en aquel momento, el fuego del conflicto aún no intentaron avivarlo intensamente desde el exterior, porque el mundo occidental estaba satisfecho con una Rusia débil, derrotada y obediente. Todo esto comenzará un poco más tarde, a mediados de los 90. Además, nuestro pueblo multiétnico mostró sabiduría en aquel momento y no dejó «sacudir» el país y provocar una destructiva agresión interna.
Lo más importante que se puede atribuir a los méritos de los gobernantes de la URSS desintegrada y del primer Jefe de Estado de su sucesora, Rusia, es que no cometieron el peor error: no permitieron que sus poderosas capacidades nucleares fuesen repartidas entre las nuevas repúblicas independientes surgidas en lugar del gran país.
A costa de increíbles esfuerzos, Rusia sobrevivió los tiempos más difíciles. Obligó a respetarla a nivel internacional, pagó toda la deuda externa, comenzó a restablecer la economía y el sector social. Hizo respetar de nuevo a sus Fuerzas Armadas, continuó aplicando la política de disuasión nuclear y no permitió provocaciones.
Pero la historia es implacable. Roma y Constantinopla. Califas árabes y Gengis Kan. La glorificación y la muerte infame de Napoleón. «Puesta del sol» en las colonias de la poderosa Gran Bretaña. Europa de Carlomagno. Incas y persas. El Imperio Otomano y la Rusia zarista. En todas las páginas de las crónicas del mundo se puede encontrar lo mismo. Después del apogeo de un Imperio y su edad de oro, hay un largo camino hacia el mismo final: la desintegración y la guerra o la guerra y la desintegración. Es una ley mundial. Lo mismo sucedió con nosotros, la Unión Soviética, pero en una versión aplazada. La guerra pudo librarse antes, en los años 90 del siglo pasado, en las primeras dos décadas del siglo XXI, pero estalló ahora. Tal desarrollo de los acontecimientos se debe al curso implacable y cruel de la historia mundial. Cuando un gran país muere, comienza la guerra. Más tarde o más temprano. Las contradicciones internas acumuladas y ofensas son demasiado fuertes. Surgen el nacionalismo ignorante, la envidia primitiva y la codicia. Y, naturalmente, como el catalizador más fuerte de la guerra después de la muerte de un Imperio siempre se desempeñan los países limítrofes que desean dividir aún más el Estado que sufrió colapso. En nuestro caso, fue la postura bárbara y cínica del mundo occidental. La civilización anglosajona, indigna de su impunidad, que simplemente se había vuelto loca sobre la base de las ideas de excepcionalismo y mesianismo imaginario.
Se puede considerar dos fechas como puntos de no retorno. La primera fue en el otoño de 2008, cuando el mundo occidental apoyó la agresión de Georgia contra el pueblo oseta y elogió a un imbécil, drogadicto y aventurero, que más tarde fue rechazado no solo por su propio país, sino también por otros, a los que cobardemente huyó. El agresor fue entonces rechazado con rapidez y firmeza.
El segundo punto de inflexión fue la primavera de 2014, cuando el pueblo de Crimea expresó su voluntad en un referéndum legal, regresando definitivamente a su patria histórica. En el mundo occidental esto provocó una histeria frenética e impotente que dura hasta hoy. Sus convulsiones están alimentadas por una rusofobia cavernícola y el deseo de crear un nuevo Frankenstein en forma de Ucrania, una ‘anti-Rusia’ especial sobre la que ha escrito nuestro Presidente. ¿Qué más hay que decir? Solo hay una cosa que decir: ya lo decían los sabios predecesores de los actuales descerebrados políticos occidentales: Deus quos vult perdere dementat prius — Cuando Dios quiere castigar a alguien, primero le enloquece. Fue esta histeria loca, el deseo obsesivo de hacer pedazos a Rusia, lo que ha conducido a la operación especial en Ucrania.
La historia muestra también otra cosa: cualquier Imperio colapsado entierra medio mundo bajo sus escombros o incluso más. Parece que los que primero destruyeron la URSS y ahora intentan destruir la Federación de Rusia no quieren comprenderlo. Tienen ilusiones delirantes de que, habiendo enviado a la Unión Soviética al otro mundo sin un solo disparo, podrán enterrar a la Rusia actual sin problemas significativos para ellos, echando al horno las vidas de miles de personas implicadas en el conflicto. Estos son conceptos erróneos, extremadamente peligrosos. No funcionará como con la URSS. Si se plantea seriamente la cuestión de la existencia de la propia Rusia, no se decidirá en el frente ucraniano, sino junto con la cuestión de la existencia ulterior de toda la civilización humana. Y aquí no debe haber ambigüedades. No necesitamos un mundo sin Rusia.
Claro está que es posible seguir enviando armas al régimen neonazi de Kiev e impedir cualquier posibilidad de reanudar las negociaciones. Nuestros enemigos están haciendo precisamente eso, sin querer entender que sus objetivos están conduciendo, a sabiendas, a un fiasco total. Una pérdida para todos. Colapso. Apocalipsis. Donde habrá que olvidar la vida anterior hasta que los escombros humeantes dejen de emanar radiación.
Rusia no permitirá que eso ocurra. Y no estamos solos en esta aspiración. Los países occidentales con sus satélites son sólo un 15% de la población del planeta. Somos muchos más y mucho más fuertes. El poder sereno de nuestro gran país y la autoridad de sus socios son la clave para preservar el futuro de todo nuestro mundo.
Por Dmitri Medvédev
Columna publicada originalmente en ruso el 27 de febrero de 2023 en Izvestia. Traducción al castellano gentileza de la Cancillería de Rusia (28/02/23).