Palestina es el nombre de un lugar físico, un territorio histórico milenario y ahora un Estado nacional. Esto es lo que el nombre designa en la realidad, pero el nombre es más que eso. El nombre es también lo que significa. Es lo que representa simbólicamente, lo que implica y connota, lo que sugiere para quien lo escucha, lo que nos evoca en lo imaginario, aquello que nos hace imaginar, aquello en lo que nos hace pensar, aquello con lo que lo asociamos. Es a todo esto a lo que me referiré ahora en los minutos que se me han concedido, comenzando por el inicio, por el origen etimológico del nombre.
La palabra “Palestina” deriva probablemente del término antiguo arameo “pleshet”, que significa “raíz de palash”, una raíz que se cocía para preparar una bebida que llevaban consigo las tribus migrantes en la costa oriental del Mediterráneo. En esta región, el “pleshet” se convirtió en el símbolo de los pueblos nómadas, específicamente de los filisteos, quienes también tuvieron poblaciones sedentarizadas y asentadas en el actual Israel y en la Franja de Gaza. Los filisteos y sus vecinos, que vivían ya en la región entre 1.200 y 800 años antes de Cristo, son los ancestros de los actuales palestinos, y, como ellos, vivían de sus olivos, de sus vides y sus trigales, de sus ovejas y sus cabras.
Los palestinos de hoy son herederos directos de pueblos como los filisteos. Son sus herederos por su cultura, por su forma de vida, por el territorio en el que habitan y que les pertenece desde hace miles de años. También son herederos de ellos por su nombre, por el nombre de pleshet, el cual, no lo olvidemos, era el nombre primero de una raíz y luego derivativamente de los filisteos y los demás pueblos que bebían una cocción de esa raíz cuando vivían como nómadas al transitar por la región.
El enraizamiento vegetal y el nomadismo humano forman parte del sentido originario más remoto del nombre de Palestina. Difícil resistirse a la tentación de comparar este sentido originario con el del nombre de Israel, que significa “el que ha luchado con Dios” para designar a Jacob, quien peleó contra un ángel enviado por Dios en Peniel, como se narra en el capítulo 34 del Génesis. La religión y la violencia, la orgullosa violencia contra la divinidad, están en el origen del nombre de Israel, mientras que el nombre de Palestina se origina en el modesto reino de este mundo, en las entrañas mismas de la tierra, en la raíz llamada pleshet y en los nómadas que la bebían, en su nomadismo. No hay aquí Dios ni guerra, sino sólo una raíz hundiéndose en la tierra y un movimiento sobre la superficie de la misma tierra.
El enraizamiento y el nomadismo, el suelo y la errancia, están en el meollo originario del nombre de Palestina. Esto nos parece bastante significativo cuando consideramos, por un lado, el arraigo de los palestinos en su territorio, y, por otro lado, que la mitad de ellos hayan debido exiliarse muy lejos y que al menos dos tercios estén fuera de sus tierras que les han sido arrebatadas por los colonos israelíes, por aquellos que ostentan el nombre bélico y religioso de Israel. Desde luego que Israel habría podido continuar siendo todo eso grandioso y hermoso que fue antes de constituirse como Estado en 1948, pero finalmente decidió hacer honor al origen de su nombre y traicionarse al traicionar el judaísmo, como lo he argumentado en un texto que publiqué hace unos meses.
Como también lo he planteado en el mismo texto, el palestino está de algún modo en el lugar de lo judío traicionado por lo sionista israelí. El palestino está en este lugar por su origen cultural semita, por su vínculo tan íntimo con el territorio ancestral que es también el del judaísmo, por sus cabras y sus ovejas, por sus olivos y sus vides, por lo vivo de su tradición patriarcal y monoteísta, pero también por su persecución, por su papel de víctima del antisemitismo y por su resultante errancia. Conocemos la figura mítica del judío errante, pero ahora el errante ya no es tanto el judío como el palestino, cuya errancia, no lo olvidemos, está incluso implicada en el origen mismo de su nombre.
El palestino es el judío errante de nuestra época. Es también ahora lo que fue el judío en la Alemania de los nazis. Honrar a las víctimas del holocausto nos obliga hoy a solidarizarnos con los palestinos víctimas de un sionismo israelí que es lo más parecido al nazismo en la actualidad.
Sobra decir que el sionismo y el nazismo son fenómenos históricos únicos, absolutamente diferentes, cada uno de ellos con particularidades propias que lo distinguen del otro. Sin embargo, más allá de sus particularidades, hay algo universal que se manifiesta en ambos: lo universal de la violencia racista y nacionalista, lo universal de la despiadada furia identitaria, lo universal de la negación y aniquilación del otro. Correlativamente, hay también algo universal en lo que vemos coincidir a los judíos con los palestinos: lo universal de los desposeídos, humillados, racializados, violentados, segregados, perseguidos, negados y aniquilados.
Los judíos y los palestinos tienen sus rasgos distintivos particulares, pero manifiestan la universalidad, una universalidad que solamente se manifiesta de modo material en la particularidad, como lo constataron sucesivamente Aristóteles, Hegel, Marx, Lenin y Mao. Estos pensadores comprendieron bien algo que no debemos olvidar: que las ideas universales necesitan entidades históricas particulares para materializarse. Una entidad como Palestina, por ejemplo, constituye la materialización de varias ideas universales. Estas ideas forman parte de la significación de Palestina.
El nombre de Palestina significa entonces no solamente cierta región particular, cierta nación particular o cierta cultura particular, sino ciertas ideas universales. Al significar estas ideas, Palestina es nombre común y no sólo propio. No sólo se refiere a cierta entidad material territorial, nacional o cultural, sino que significa ideas, muchas ideas, entre ellas tres que me gustaría enfatizar ahora.
Lo primero que deseo resaltar es que Palestina significa perseverancia, firmeza, tenacidad y sobre todo resistencia. Esta resistencia tiene su mejor expresión en el sumud entendido como valor cultural y como estrategia política. El sumud se representa simbólicamente con el olivo que sobrevive al peor calor, al suelo más pobre, a la sequía más extrema y a los hachazos de los colonos israelíes. El olivo es como Palestina, que ha soportado toda la violencia de Israel y que incomprensiblemente sigue viva y resistiendo. Su resistencia es tal que el nombre de Palestina termina siendo un sinónimo de resistencia para muchos de nosotros.
Para muchos de nosotros, Palestina se ha convertido también en un sinónimo de la verdad. Palestina significa la verdad que también resiste contra la palabrería engañosa que reina en el mundo, contra esta palabrería que intenta enterrar la verdad al enterrar a Palestina, esta palabrería que es producida masivamente por el sionismo israelí, por ciertas iglesias cristianas evangélicas y por los poderes económicos, políticos y mediáticos estadounidenses y europeos. Los molinetes de palabras, como los llamaría Lacan, disponen de portavoces humanos y robóticos, los famosos bots, con los que se vomita un enorme torrente de aserciones vacías que inundan Internet y las redes sociales.
Contra la desmesura logorreica de la desinformación y de los datos falsos, basta el silencio y la discreción de una sola palabra que resuena en el silencio, la palabra “Palestina”, que se presenta como una verdad evidente, como algo irrebatible e indiscutible que no es posible discutir sin falsear, que no se puede negar sin mentir, que resiste incluso contra una realidad tan engañosa como la realidad ideológica en la que habitamos. Tenemos aquí una lección epistemológica: la de lo verdadero que se afirma críticamente al demarcarse de la ilusión de la realidad aceptada como tal. De lo que se trata es de aprender a reconocer el carácter ilusorio de una realidad como la de Israel, que no deja de ser desafiada por su verdad que se llama “Palestina”.
Palestina, en efecto, es la verdad de Israel. Es la verdad que Israel reprime y niega, la verdad que no se deja reprimir y negar, la verdad que insiste en retornar sintomáticamente. La noción freudiana de síntoma como retorno de lo reprimido nos permite comprender muy bien lo que significa Palestina como verdad reprimida que retorna una y otra vez en Israel.
Además de significar la resistencia y la verdad que resiste contra la mentira, Palestina significa la justicia, la justicia que resiste contra la injusticia. No pienso que haya hoy en día ningún ejemplo de injusticia que sea tan claro y flagrante como el de Israel en su relación con Palestina. De modo correlativo, Palestina me parece la más convincente materialización actual de lo justo que resiste contra lo injusto.
Si necesitara explicarle a un chiquillo las nociones de justicia y de injusticia, yo le contaría la historia de Palestina e Israel. Esta historia es toda ella un despliegue de lo justo que se demarca de lo injusto, que lucha incesantemente contra él, que lo desafía y lo combate. El sionismo israelí, coincidiendo también en esto con el nazismo alemán, permite conocer la injusticia mejor que cualquier manual de ética o de filosofía política o jurídica. De igual modo, la justa lucha de Palestina contra Israel puede ayudarnos a comprender la virtud suprema de la justicia, la dikaiosyne platónica, mejor que las maravillosas elucubraciones dialógicas de Platón en su Critón y en su República.
Ya que hablo de Platón, debo deslindarme de su idealismo. Si el nombre común y no propio de Palestina significa resistencia, verdad y justicia, esto no ha sido tan sólo como una imperfecta manifestación material de esas ideas perfectas que sólo encontrarían su perfección en el mundo de las ideas, en el Topus Uranus o Hyperuránion tópon que se encontraría más allá de los cielos. Tampoco es exacto decir, en el mismo sentido, que Palestina es una simple ejemplificación o ilustración material de algo ideal universal como lo verdadero y lo justo que resiste contra lo que se le opone. Esto verdadero y justo no es tan sólo ilustrado, ejemplificado o manifestado imperfectamente por Palestina, sino que es Palestina, es Palestina en toda su perfección e imperfección histórica material, habiéndose convertido en Palestina.
La relación de Palestina con la resistencia, la verdad y la justicia no es la relación del ejemplo con lo ejemplificado, sino del significante con el significado. En realidad, es mucho más que eso: es la única relación irrefutablemente verdadera que el significante puede establecer, que es ni más ni menos que su relación consigo mismo, en la medida en que él mismo es todo lo que él puede estar seguro de significar, tal como sucede con la verdad que retorna sintomáticamente, como nos lo demuestra Lacan en su materialismo del significante. Como el síntoma lacaniano, Palestina es literalmente lo que es, lo que materialmente se dice y se revela en ella, la resistencia de la verdad y de la justicia contra lo que se opone contra ellas.
Lo excepcional de Palestina es lo que se conceptualiza como síntoma en el psicoanálisis. ¿Qué es aquí el síntoma? Es un punto de compenetración e indistinción entre el significante y el significado. Es un punto de contacto entre lo simbólico y lo real e imaginario. Es, por ello, un punto de referencia por el que debe guiarse cualquier emancipación del sujeto.
Así como un sujeto sólo puede emanciparse al guiarse por lo que le revela el síntoma, de igual modo nuestra época únicamente podrá liberarse de aquello que la oprime al dejarse guiar por lo verdadero y justo que resiste en Palestina. Tengo la convicción de que Palestina es el síntoma histórico más revelador entre los que nos rodean y es por ello que debe ser el punto de referencia y de orientación para nuestra época. Debe ser nuestro norte para orientarnos en este mundo en el que parece no haber ya norte alguno, en el que lo real se disipa, en el que lo virtual no deja de confundirnos, en el que todo se mueve con el cada vez más acelerado movimiento del capitalismo, al que ya se refirieron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.
En el huracanado mar de nuestra época, en el que todo se agita cada vez más rápido hasta marearnos y producirnos vértigo, Palestina se nos presenta como uno de los pocos puntos fijos en los que podemos fijar la mirada para no perder ni el rumbo ni el equilibro, para no caer a las aguas agitadas y ahogarnos en ellas. Palestina es, en efecto, lo absoluto que no puede relativizarse, lo real que vuelve siempre al mismo lugar. Esto distingue lo que pasa en Palestina, por ejemplo, de guerras como la de Ucrania, en las que resulta sumamente difícil orientarse y posicionarse. Al asirse a Ucrania, uno está aferrándose a un madero a la deriva, que lo mismo es arrastrado por la corriente del combate justo de un pueblo contra el imperialismo ruso, que por las corrientes nacionalista neofascista ucraniana o imperialista de la alianza atlántica europea-estadounidense.
Entendemos que Ucrania haya dividido a los movimientos emancipatorios entre los prorrusos y los antirrusos. Por el contrario, Palestina une a esos movimientos. Si uno apuesta por la emancipación, uno sólo puede estar a favor de la emancipación de Palestina con respecto a la opresión israelí con sus muros y sus bombas.
La solidaridad con Palestina sirve ahora mismo como punto de orientación y de acuerdo para los movimientos sociales que luchan verdaderamente por la emancipación. La izquierda se ve igualmente orientada y unificada por Palestina. La posición ante Palestina se ha convertido en el indicador más fiable del posicionamiento de uno en el espectro político. Si uno es de izquierda y está por ello a favor de la igualdad y la libertad, uno sólo puede estar a favor de Palestina oprimida por Israel en una relación tan desigual como la que hay entre ambas naciones. Si alguien es sionista y justifica la ocupación de los territorios palestinos, uno sencillamente no puede ser de izquierda en el actual contexto histórico.
En el momento de la historia en que nos encontramos, Palestina es un indicador no sólo político, sino ético. Uno de los mejores métodos para saber cómo un sujeto está constituido éticamente consiste en preguntarle qué opina sobre Palestina. Su respuesta nos dirá sobre él y sobre sus cualidades éticas mucho más que todo lo que él pudiera decirnos sobre el bien y el mal, sobre Dios y el Diablo, sobre la justicia y la injusticia. Personalmente, para saber si quiero a alguien como amigo, no hablaría con él ni de él mismo ni de lo que piensa y siente sobre asuntos éticos, filosóficos o religiosos. En lugar de perder el tiempo escuchando sus racionalizaciones, le haría una sola pregunta: ¿qué posición tienes ante lo que está sucediendo en la Franja de Gaza?
Por más lejos que esté de nosotros en el plano geográfico, Palestina se ha convertido simbólicamente en algo demasiado próximo, en lo más próximo, en lo más íntimo de nosotros. Nos delatamos, delatando lo más hondo e insondable de nosotros mismos, al hablar sobre lo que está sucediendo en Palestina. Al posicionarnos ante los bombardeos israelíes en Gaza, estamos revelando nuestra posición ética y política ante la vida y la humanidad.
Lo más íntimo de nosotros, aquello inconsciente con lo que deseamos y amamos, está curiosamente muy lejos, a doce mil kilómetros hacia el este, en la costa oriental del Mediterráneo. Ahí, en ese lugar exterior tan remoto, está nuestro corazón. Allá está ese meollo subjetivo tan remotamente exterior que San Agustín llamaba nuestro “intimum cordis” o corazón íntimo. Es lo mismo que luego, en Lacan, adquiere el nombre de lo “éxtimo”, lo distante y exterior que es lo más íntimo del sujeto.
Lacan y Agustín entendieron que lo más personal y característico de nosotros mismos no está dentro de nuestro pecho y nuestra cabeza, donde la religión y la psicología creen descubrirlo, sino afuera y lejos, en un lugar como Palestina. Este lugar es tan medular y definitorio para los sujetos de nuestro momento en la historia como lo fueron, hace poco, en México, Ayotzinapa, y, antes, en el mundo, Argelia, Vietnam, Cuba, Chile, El Salvador y Nicaragua. Como esos otros lugares, Palestina es un lugar íntimo, interior por más exterior que sea, ético y no sólo geográfico, simbólico y no sólo real, no tanto objetivo como subjetivo.
Nuestra subjetividad se despliega cuando nos posicionamos ante Palestina. Somos nuestra posición ante Palestina. Podemos decir, incluso, que Palestina significa lo que somos cuando nos posicionamos ante ella.
Nuestros posicionamientos ante los bombardeos en Gaza, como anteriormente nuestros posicionamientos ante la Guerra de Vietnam o el Golpe de Estado en Chile, confiesan lo más inconfesable de nosotros mismos. Deberíamos tener más cuidado cuando hablamos sobre Palestina, ya que hablaremos de nosotros mismos, de aquello insondable de nosotros mismos que es el significado que tiene Palestina para cada uno de nosotros. Palestina significa también lo que somos.
Por David Pavón-Cuéllar
Intervención del viernes 4 de octubre de 2024 en la Mesa de Trabajo A un año de la Escalada del Genocidio del Pueblo Palestino en la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia, Michoacán, México.
Texto publicado originalmente el 4 de octubre de 2024 en el blog del autor.
Foto: AFP de Mahmud Hams
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