En el entramado sombrío que rodea al rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, dos hilos narrativos emergen con un peso específico que no puede ni debe ser ignorado: los sobrevivientes y los detenidos. En medio de restos óseos, ropas rasgadas, libretas polvorientas y el eco de vidas arrebatadas, hay voces que aún respiran, ojos que aún vieron y cuerpos que fueron liberados pero no olvidan. Es en esas voces y testimonios donde puede estar la clave para desentrañar una de las escenas más reveladoras de la violencia criminal y de la negligencia institucional en México contemporáneo.
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Lo ocurrido en el rancho Izaguirre es un recordatorio brutal de que la realidad siempre supera a la ficción. Lo que en un primer momento pareció un operativo más del combate al crimen organizado terminó por revelar un espacio de horror: un campo de entrenamiento, y reclutamiento forzado. El hallazgo de restos humanos, las primeras declaraciones de sobrevivientes y las detenciones iniciales abrieron la caja de Pandora. Y sin embargo, como suele pasar en este país, la indignación pública corre el riesgo de ser sustituida por el olvido si no hay una voluntad política firme, una actuación fiscal profesional y una demanda ciudadana sostenida para llegar hasta el fondo del asunto.
La justicia en casos de violencia estructural y desaparición forzada y crímenes no puede depender solamente de evidencias materiales, mucho menos si estas evidencias han sido expuestas a la intemperie y la degradación. Las libretas halladas, las credenciales extraviadas, las prendas sin rostro… todo importa, pero son piezas sueltas si no se conectan con el relato vivo de quienes estuvieron ahí.
Los sobrevivientes de Izaguirre son testigos clave, y en México, esa condición equivale a llevar una diana en la espalda. Por eso, el Estado mexicano no solo debe protegerlos con protocolos de seguridad y medidas cautelares, sino también garantizar que sus testimonios sean escuchados en condiciones de dignidad y respeto, sin revictimización, sin presión institucional y con total autonomía. Sus relatos pueden trazar con precisión el modus operandi de los reclutadores, las jerarquías internas del rancho, el proceso de sometimiento, tortura, adoctrinamiento y, en los casos más brutales, ejecución.
Además, los sobrevivientes pueden contribuir a identificar a otras víctimas, a reconocer rostros desaparecidos, a devolverle un nombre a los huesos. Ignorar su valor es sabotear desde dentro cualquier posibilidad de justicia.
En octubre del año pasado, el aseguramiento del rancho derivó en la detención de diez personas. Hoy, de acuerdo con el secretario de seguridad Omar García Harfuch, son ya 49 los procesados, incluidos tres policías del municipio de Tala y un sujeto identificado como “El Lastra”, supuesto líder de reclutamiento. También se han bajado 39 páginas de redes sociales utilizadas para engañar y captar jóvenes bajo falsas promesas laborales. A primera vista, pareciera que el Estado ha respondido con eficacia. Pero no basta.
El riesgo más grande ahora es que estos detenidos sirvan únicamente como chivos expiatorios. Sería fácil y mediáticamente eficaz imputarles todo: desapariciones, asesinatos, torturas, reclutamientos. Pero la justicia no puede actuar por acumulación de culpas, sino por individualización de responsabilidades. Lo que debe buscarse es que declaren, que hablen. ¿Quiénes eran sus jefes? ¿A quién reportaban? ¿Qué protección institucional recibían? ¿Quién financiaba este espacio? ¿Qué autoridades sabían y callaron? ¿Qué vínculos hay entre estos criminales y redes más amplias del crimen organizado?
Solo así se puede romper el círculo vicioso en el que el narco coexiste y colabora con ciertas estructuras del poder local, donde la impunidad no es un accidente sino un pacto tácito. Y romper ese pacto solo es posible si se consigue que los detenidos, con garantías procesales y sin tortura, digan la verdad.
No se ha convocado a la sociedad a colaborar. La fiscalía de Jalisco actúa con lentitud y opacidad, mientras que la federación ha preferido una postura contenida, sin asumir el liderazgo que el caso amerita.
Sin embargo, hay actores que no han guardado silencio: los colectivos de madres buscadoras. Ellas, con sus bases de datos, sus redes, su dolor convertido en método, llevan años haciendo lo que el Estado no quiso o no pudo: buscar a los suyos y, en el camino, encontrar a los de todos. Cualquier investigación seria sobre el rancho Izaguirre debe incluir su participación, reconocer su experiencia, sumar su información. Sería imperdonable que sus listas y testimonios no fueran integrados al proceso de identificación de restos y de víctimas.
El otro ángulo de este caso que no debe dejarse pasar es el uso de plataformas digitales como herramienta de reclutamiento. Las redes sociales no solo han sido espacios de narconarrativa o propaganda criminal, también son instrumentos de captación. Jóvenes vulnerables, sin empleo, sin futuro, fueron seducidos por ofertas falsas que los llevaron al infierno. Que la policía cibernética haya dado de baja 39 páginas es un paso, pero urge una estrategia nacional de alfabetización digital para que ninguna madre vuelva a ver a su hijo partir por una “oferta de trabajo” publicada en Facebook y terminar en un campo de adiestramiento narco.
El punto más incómodo de este caso es el que apunta hacia la omisión. Porque para que un lugar como el rancho Izaguirre funcione como lo hizo, durante tanto tiempo, con tanto reclutado, con tantos restos y tantas historias, alguien tuvo que mirar hacia otro lado. Policías municipales, funcionarios estatales, autoridades agrarias, dueños de predios colindantes… ¿nadie vio nada? ¿Nadie sospechó? ¿Nadie se atrevió a preguntar?
La impunidad en México no siempre se teje con corrupción explícita. A veces basta la indiferencia. El silencio. El miedo. La complicidad pasiva. Pero también esos silencios deben ser investigados.
Rancho Izaguirre debe ser un parteaguas. No puede convertirse en otra historia de horror que se diluya en el olvido. Hay posibilidades reales de justicia si se toma en serio la palabra de los sobrevivientes y se busca en los detenidos algo más que culpables, sino informantes, piezas de un rompecabezas más amplio. Si se colabora con las madres buscadoras y se aprovechan sus años de trabajo. Si se reconoce la dimensión digital del crimen. Si se expone a quienes permitieron, facilitaron o toleraron.
La verdad puede encontrarse. La justicia puede alcanzarse. Pero para ello se requiere más que boletines y detenciones espectaculares. Se necesita una voluntad política firme, una fiscalía autónoma, una sociedad activa y un Estado que, por una vez, no actúe con lentitud criminal.
Lo que ocurrió en el rancho Izaguirre es una herida abierta. Y como toda herida, solo sanará si se limpia a fondo. Aunque duela. Aunque sangre. Aunque revele más de lo que quisiéramos aceptar. Porque esa es la única forma de honrar a las víctimas, a los sobrevivientes y a los desaparecidos que aún esperan justicia en la oscuridad. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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