Reflexiones sobre la debacle del sistema internacional, el avance neofascista y la esperanza de los pueblos

Lejos de significar un evento aislado, el genocidio actual expresa el más profundo colapso de la arquitectura internacional, terminando de sepultar las retóricas liberales, para, en su lugar, acelerar la llegada de la instancia más decisiva que tendrán los pueblos del mundo: pasar desde la resistencia frente al imperio del capital en su actual fase neofascista, hacia la sublevación contra éste.

Reflexiones sobre la debacle del sistema internacional, el avance neofascista y la esperanza de los pueblos

Autor: El Ciudadano

Por Aldo Bombardiere Castro

Las escenas resultan insoportables. Aunque nos encontremos a una considerable distancia, no sólo geográfica sino también vital, con respecto a los palestinos martirizados día a día por Israel, la sobrecarga de crueldad, sufrimiento e indignación que circula, principalmente, a través de redes sociales, despierta en nosotros una sensación de abatimiento indefinible. Como si se tratara de una mezcla entre un impulso de rabia incontrolable y una melancolía casi arrasada por la desesperanza, la impotencia y la sed de justicia nos azotan, nos mueven y, al mismo tiempo, nos detienen. Pero Palestina sigue resistiendo al yugo colonial del sionismo. Y mientras eso suceda, los pueblos del mundo resistiremos con ella y en ella.

Durante la madrugada del 18 de marzo, las Fuerzas de Defensa de Israel (nombre eufemístico, como la mayoría de los términos glorificados por el sionismo), bombardearon de manera brutal las tiendas de campaña que se encontraban en los diversos campos de refugiados de Gaza. En jerga militar, se trató de un “bombardeo alfrombra”, es decir, de una operación de bombardeo que se extiende a ras de una gran porción de superficie. Por cierto, esto refuta una vez más el discurso sionista, reafirmado fielmente por EEUU y respaldado por las diplomacias europeas, que afirma dirigir sus ataques contra los objetivos específicos de miembros de Hamas, y donde los civiles que han sido asesinados sólo corresponderían a efectos colaterales, supuestamente “no-deseados”, en relación a aquellos. Tal cual lo han acreditado diversas investigaciones dirigidas por oficinas dependientes de Naciones Unidas, que van desde las agencias pertenecientes al Consejo de Derechos Humanos hasta aquellas de índole penal, como la Corte Internacional de Justicia y el Tribunal Penal Internacional, pasando por la contribución de datos de sus distintos organismos, como la Unesco (que ha puesto el acento en la usurpación, apropiación y tergiversación de vestigios arqueológicos palestinos hecha por el ente israelí), la Unicef y la UNRWA, Israel perpetra crímenes de guerra y de lesa humanidad de manera masiva, reiterada, sistemática e intencional que su sostenido y sofisticado actuar ha de constituir un verdadero genocidio contra el pueblo palestino. Vale decir, Israel, estrecho aliado a los intereses de un Occidente que durante gran parte del siglo XX predicó de forma preminente su orgulloso compromiso con la defensa del respeto de los DDHH, hoy goza de una impunidad sin límites, amparada en ese mismo Occidente, pese a continuar llevando a cabo un genocidio en Gaza, crimen de mayor gravedad que existe y ha existido en el marco jurídico del Derecho Humanitario Internacional.

Paralelamente a estas investigaciones, resoluciones y sentencias emanadas de organismos de Naciones Unidas, habría que agregar los reiterados y diversos informes realizados por ONGs de relevancia mundial, como Human Rights Watch y, sobre todo, Amnistía Internacional, cuyas conclusiones llegan al mismo puerto: Israel realiza un genocidio en Gaza. En suma, pese al bloqueo con que busca blindarlo los grandes medios de comunicación  hegemónicos, hoy gran parte del mundo sabe que Israel viola masiva, reiterada, sistemática e intencionalmente (por no decir de manera alevosa y cruel) los DDHH del pueblo palestino, todo dentro de una matriz de colonialismo por asentamiento cuya figura se caracterizado por el plan de limpieza étnica y la ocupación de la Palestina histórica, subdividiéndola en el prolongado Apartheid en Cisjordania y el actual genocidio en Gaza.

Ante esto, se torna relevante enfatizar que ninguna de las entidades que hemos nombrado, tanto relativas a la ONU como independientes a ésta, pueden ser tildadas de extremistas o defensoras del terrorismo. Al contrario, ellas cuentan con una tradición y declaración de valores estrechamente apegados al marco liberal y universalista con que han sido concebidos los Derechos Humanos en su Carta Fundamental. Por ende, justamente dicho marco liberal y universalista debe ser analizado si queremos comprender la ineficacia del mismo.

Modernidad liberal, historia y progreso

Aunque la crueldad no resulta susceptible de ser comparada ni dividida en grados, probablemente hoy asistimos al más indignante, sanguinario, extensivo, grave y decisivo genocidio que alguna vez haya enfrentado la humanidad. ¿Por qué? Porque en él queda evidenciado de manera privilegiada el derrumbe del sistema normativo internacional, así como la debacle de los principios liberales, progresistas y burgueses que caracterizaron a la modernidad en su conjunto y, más específicamente, que fundamentaron el sentido histórco-político de la -así llamada- comunidad internacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

En efecto, aunque en tiempos de guerra fría el panorama mundial parecía encontrarse escindido en dos polos bastante diferenciados entre sí, el de los países capitalistas y el de aquellos defensores de los socialismos reales, teniendo, además, un movimiento emergente de naciones en proceso de decolonización político-institucional que fueron capaces de agruparse en calidad de países no-alineados (no alineados a ninguno de los dos grandes bloques anteriormente mencionados), esto no impidió que existiera un más que mínimo consenso internacional acerca de la relevancia, casi siempre estructural y esencial al mundo moderno, de los Derechos Humanos. Así, en su Carta Fundamental, la mayoría de los países veían, si bien no un reglamento normativo de aplicación inexorable, sí, al menos, una suerte de ética de mínimos y una hoja de ruta cuyo propósito sería orientar el desarrollo de las facultades humanas, en cuanto sedimentadas en los Estados, con miras a un horizonte más digno para todos y cada uno de los individuos en pro de la libertad de la especie humana.

En ese sentido, hasta comienzos del siglo XXI, los principios de autonomía (epistémica y racional), libertad (de pensamiento y de acción) y dignidad (moral y política), inherentes al proyecto moderno explicitado en la Ilustración y elaborado filosóficamente por Kant, aún mantuvieron una cierta, aunque decreciente, relevancia de cara a la opinión pública (esa otra entelequia tardo-moderna, acuñada por Habermas). Todos estos principios, a su vez, descansaban sobre una base de marcado tono liberal, pues no sólo eran pensados a partir del núcleo subjetivo-individual estructurante de la sociedad burguesa, sino también contaban, según la concepción moderna, con un estatuto ontológico universalista y apodíctico: serían valores que la especie humana, llegado a un determinado punto de su tránsito histórico, habría descubierto como trascendentales, esenciales, inherentes e inalienables al ser humano y, por lo tanto, sin estar legitimados a partir de la contingencia histórica, deben ser exigidos a las naciones con tal de aplicarse a tal contingencia; he ahí su apodicticidad. Al mismo tiempo, dada su legitimidad trascendental, estos valores habrían de regir en todo tiempo y espacio, en toda época y geografía, constituyendo, por ende, valores universales. Así -para decirlo en breve y por medio de un ejemplo sencillo-, la globalización económica, comunicacional y tecnológica desplegada desde fines del siglo pasado, correspondería, según dicha concepción moderna, a un movimiento histórico cuya función constaría de la generación de las condiciones materiales necesarias para favorecer el desarrollo de las disposiciones racionales de cada ser humano, primordialmente, en clave cosmopolita y orientadas hacia la realización de su autonomía y dignidad en ejercicio de plena libertad garantizada por el cosmopolitismo confederado e interestatal. En suma, el proyecto moderno entendió la dignidad del sujeto a partir del concepto de individualidad personal, esto es, basada en la prelación de una universalidad inmutable y pura, sostenida sobre una constitución subjetivista de índole absoluta y, a la vez, abstraída de (para ser inmune a) las categorías de raza, género y clase. Esta concepción ilustrada del individuo, en cuanto sujeto absoluto, ha de resultar extensiva, consecuentemente, al modo en que la modernidad comprendió la formación del Estado, así como la relación entre éstos.

Ambas dimensiones, la de lo macro-estatal y lo micro-individual, manifestaban -siempre desde el plano discursivo- una relación de coherencia. Así, por un lado, la visión de un mundo organizado en Estados (presunta expresión de la soberana voluntad popular de sus respectivos ciudadanos) integrantes del sistema de Naciones Unidas, y, por otro, la primacía de los valores liberales y universalistas de los Derechos Humanos, fundados en la dignidad humana de cada individuo, convergían entre sí: ambos otorgaban al mundo tardo-moderno una narrativa, o más bien un meta-relato, donador de un aceptable horizonte de sentido a nivel histórico. Dicha “aceptabilidad”, a su vez, también era aceptada por la mayoría de los seres humanos: la realidad contingente de las creencias de los seres humanos solía coincidir, aunque fuera laxamente, con el deber ser postulado por los valores racionales. De ahí que, hasta hace muy pocos años, el peso de los discursos promotores de los Derechos Humanos dentro de la esfera pública, así como el mismo peso de la esfera pública y de los debates que en ella se daban, aún proveían a los ciudadanos de un fundado optimismo en aras de la consecución de ese proyecto de progreso moderno. De hecho, quizás la misma naturaleza conceptual inherente a la idea de progreso, de por sí indefinida e inconcretable, pero, motivada por un entusiasmo orientado al ascenso moral y cultural de la historia humana, es probable que contribuya a mantener, hasta hoy en día un ciego optimismo (ya no un fundado optimismo) en ella misma a un alto número de personas, en particular, habitantes de países occidentales.

Lo anterior también podría ayudar a explicar cómo, en la creciente asonada neofascista por la cual atravesamos a nivel mundial, aún exista un amplio número de personas que no consideren la gravedad de la situación, apelando al carácter pasajero de la misma. En efecto, fenómenos tales como la cada vez más grosera desigualdad económica, la expansión de la xenofobia, un autoritarismo cada vez menos necesitado de justificación discursiva, una crisis climática cuyas medidas de atenuación (el famoso Acuerdo de París) han fracasado rotundamente, los dispositivos de control cibernéticos que proliferan bajo el hechizo de la inmediata promesa del entretenimiento, el extractivismo devastador de la naturaleza y de una multiplicidad de formas-de-vida, la escasez energética e hídrica a escala mundial, las olas migratorias ya producidas y por producirse, el militarismo con su aniquilación del pensamiento, la explotación laboral cotidiana con la fatiga existencial que aquella genera, la reivindicación de la dominación patriarcal incluso entre las víctimas de ella, el genocidio actual (y en los muchos por venir) que Israel perpetra en Gaza con la más absoluta impunidad… En fin, todos estos fenómenos que, encuentran, si no su origen sí un fuerte elemento catalizador capaz de intensificarlas, en la catastrófica mutación neofascista que han sufrido las democracias liberales y el capitalismo burgués-neoliberal, suelen ser evaluadas por muchas personas bien pensantes como sucesos aislados, ciclos pasajeros, males menores o necesarios retrocesos destinados -a largo plazo y en última instancia- a consolidar el ascenso de la espiral con que progresaría la historia universal de la civilización humana.

Neofascismos y genocidio

Volvamos sobre nuestro problema; esto es, a la apocalíptica verdad que revela el genocidio de Israel contra el pueblo palestino a los ojos del mundo. Con el genocidio israelí contra el pueblo palestino y, sobre todo, con la vergonzosamente simplista, moralmente miserable y actitudinalmente irreflexiva justificación argumental con que los poderes hegemónicos globales apoyan tal genocidio sionista, en presunta defensa de la civilización y lucha contra el terrorismo, asistimos al preludio de un inminente instante de verdad: aquel donde, agudizadas las contradicciones sociales hasta lo irreconciliable, habrá de desencadenarse una guerra civil, de característica múltiples y rizomáticas, a nivel planetario. En efecto, la debacle del sistema liberal, cuyo proceso de degradación se ha acelerado dramáticamente en estas últimas décadas, parece no escandalizar como debiera, mientras, sin embargo, bordeamos el despeñadero. Las democracias liberales, que mayoritariamente entregaron sus instituciones, valores y promesas a la exacerbada tiranía del capital transnacional, hoy se enfocan en trabajar como guardianes de tal tiranía hipercapitalista, ya sea en versión corporativo-proteccionista (Trump) o en términos de neoliberalismo salvaje (Milei). Ante las promesas y compromisos incumplidos, y ante el descontento, la frustración, el cansancio, la depresión y el abuso que ha generado o permitido la democracia liberal, no es de extrañar que buena parte de la ciudadanía de naciones “democráticas” reaccione con un profundo malestar ante el orden burgués, reformista y progresista. Dicho malestar, cuando se repite de manera constante y es atizado por los medios de desinformación, tan forjadores de subjetividades precarias, suele derivar en odio: el fascismo representa, o más bien encarna, un peligrosísimo antidepresivo contra el anestesiamiento y las vejaciones causadas por el no-progreso del progresismo.

Así, este decisivo asunto queda reflejado en lo siguiente: no es que los pueblos del mundo, ante la crudeza del genocidio, no hayan simpatizado con Palestina; el problema reside, más bien, en que, incluso simpatizando con Palestina, hasta el momento no pueden hacer más que eso: no pueden hacer más porque se encuentran atados a la culposa deuda, material y moral, con que atormentan sus almas y despotencian sus cuerpos el orden liberal y la economía neoliberal. En una palabra, quienes simpatizan con Palestina saben que estamos asistiendo a un genocidio transmitido en vivo, pero no cuentan con la fuerza para pasar de aquella simpatía a una solidaridad, con toda la carga de organización, imaginación, pensamiento y rebeldía que tal paso implica. En este escenario, los pueblos del mundo dejan de ser pueblos: lejos de cualquier sustancialización, sólo hay pueblos allí donde los cuerpos se congregan, se abrazan, se cuidan y se alistan contra el poder institucionalizado, contra la falacia del orden que exige orden, contra la captura de los afectos y la monotonía de las prácticas, contra la anemia tecnificante del pensamiento y anestesiante de la imaginación que ejerce, cuan fiera herida, la máquina neofascista. Sólo existe pueblo allí donde los cuerpos sueñan, desean y luchan, donde dan la cara y ponen el cuerpo, donde pierden y se desgastan, en invencible felicidad, por la transformación vital de lo porvenir. En este contexto, la mera simpatía con palestina, la cual acompaña a nivel subjetivo el derrumbe del sistema internacional, también expone otra verdad: que cansados de tantas injusticias, indignados a raíz de un sistema cuya explotación nos ha dejado exhaustos, ya sólo contamos con una mínima energía, la cual apenas nos permite dejarnos arrastrar por el vicio del odio neofascista, cuya aparente y visceral oposición al progresismo, otorga, en el mismo instante de furia, el cumplimiento de su promesa: el cumplimiento del deseo de destrucción. En ese sentido, el paso de una simple simpatía con Palestina a una solidaridad con ella y en ella, demanda, al contrario del irascible vicio neofascista, un tipo de actitud vital más exigente, profunda, concienzuda y sobre todo diferente a los imaginarios hegemónicos que la impulsiva seducción de un neofascismo presuntamente opuesto al decadente progresismo.

Geopolítica

El genocidio sionista contra el pueblo palestino está siendo contemplado, permitido, atenuado y alentado por un nudo de poder hegemónico (de carácter militar, securitario, económico, financiero, extractivo, político y mediático) de una envergadura nunca vista a lo largo de la historia de la humanidad. Por cierto, tal nudo de poder yace integrado por una sumatoria de poderes dispuestos en cada frente (la diplomacia, las comunicaciones, la política, la economía, etc.) y el cual, en su conjunto, resulta incontrarrestable. ¿Incontrarrestable? Sí, incontrarrestable; pero sólo incontrarrestable si el poder es visto bajo los mismos ojos del poder: como si el único modo de combatir contra el poder fuese a través de otro poder, de un poder opuesto, de un contrapoder. Esto, por cierto, no es así. Tal raciocinio naturalizado reproduce el paradigma -relevante, pero no determinante- de la geopolítica. La geopolítica, así, representa una cartografía cuyos múltiples hitos y criterios siempre terminan remitiendo a los distintos nudos de micro-poder que conforman un único macro-poder global en tensión consigo mismo. ¿Por qué? Porque, aunque existan contrapesos relativos o regionales, la matriz epistémica de la geopolítica se encuentra estructurada bajo la misma dinámica abstracta y omni abarcante del capital global.

En efecto, que hoy, geopolíticamente hablando, Palestina se encuentre menos respaldada que nunca es algo innegable y a la vez desalentador. Pero, en ningún caso, se trata de una condición determinante. Es cierto que, desde el sur del Líbano, Hezbollah ha sido debilitado y neutralizado por las fuerzas de ocupación sionista, viendo, además, interrumpido el suministro de armas provenientes desde Irán, producto del golpe de Estado ejecutado por el grupo criminal y fundamentalista tafkari de Hayat Tahrir al Sham (organización hipócritamente apoyada por Occidente, Israel y Turquía contra la dictadura de Al-Assad). También resulta cierto que el propio Irán se ha mostrado cauteloso al dejar de intervenir directamente en la defensa del pueblo palestino, mediatizando su participación a través de Yemen, donde, gracias a la nobleza de los hutíes y pese a los bombardeos estadounidenses y británicos, continúa bloqueando el paso marítimo por el estrecho de Bab-el Mandeb, especialmente de naves que tengan relación militar o comercial con Israel, así como enviando ataques limitados a territorio palestino ocupado por la entidad sionista. A su vez, tampoco deja de ser real que las conversaciones entre Trump y Putin para poner cese a la guerra de Ucrania, a partir del reconocimiento de la derrota de Zelensky, con la consiguiente consagración oficial de la ganancia territorial de la región rusoparlante del Donbass a favor de Rusia, nada ayudan a la resistencia de Palestina: no tanto por el aporte, escasísimo y tibiamente diplomático, que Rusia verbalizó en su apoyo, sino porque EEUU habrá de concentrar su política internacional, prioritariamente, en rearmar a Israel, alineándose con Netanyahu y sus pretensiones de expulsar forzadamente a los gazatíes de la zona para reubicarlos en el Sinaí o Jordania. Con esto último, el plan sionista de limpieza étnica y con tal de apropiarse de Gaza, cumple con la ambición del capital-imperial estadounidense tanto para blindar a Israel bajo la excusa securitaria de la “guerra contra el terrorismo”, como para llevar adelante su poderío “civilizatorio” centrado en la extracción de recursos fundamentales y la construcción de enjambres económicos. A costa de la destrucción de otras formas-de-vida.

Sin embargo, si de algo sabe el pueblo palestino es de resistencia: luchar contra el poder desde el im-poder. Tal cual ya señalamos, los pueblos del mundo, aunque aun mayormente anestesiados en sus afectos y poco conocedores de la historia, cada vez simpatizan más y más profundamente con Palestina. He ahí que, si tal simpatía logra extraer su potencial destituyente, esto es, si logra plasmar su potencia en una organización de base, en un derrame de creatividad vital, así como en el espíritu de sublevación y de combatividad ético-política de los cuerpos, quizás por primera vez, no sólo recobraremos la esperanza consistente en tender hacia un mundo de vida, imaginación y justicia capaz de desacelerar la primacía del capital, sino también asistiremos a los albores de un enfrentamiento a escala mundial, en cuanto instante de verdad: la intensificación hiperbólica de una (o de esta incipiente) guerra civil planetaria.

Ritornello

Volvamos sobre los horrores. Y recordémoslos para hacerles frente.

La madrugada del 18 de marzo Israel, con armas de destrucción principalmente fabricadas en Estados Unidos y Alemania, asesinó a más de 400 personas que se encontraban en tiendas de campañas gazatíes. Casi la mitad (178 en el conteo a la fecha) eran niños. Para mayor gravedad, este bombardeo fue llevado a cabo en un contexto de hambruna y emergencia sanitaria, generado por Israel (y así reconocido por innumerables organizaciones a nivel mundial, empezando por la ONU). Efectivamente, desde el 2 de marzo, mientras el futuro de Gaza era predibujado, en paralelo, por dos grupos diametralmente opuestos (de un lado, el sionista con Estados Unidos a la cabeza y, de otro lado, el “arabista” con Egipto y algunos otros países árabes como impulsores) Israel incrementó sus prácticas de bloqueo impidiendo de manera absoluta el ingreso de insumos médicos, alimentos y ayuda humanitaria a la Franja de Gaza. Adicionalmente, también prohibió el ingreso de insumos energéticos con tal de impedir el funcionamiento de las infraestructuras palestinas encargadas de la desalinización de aguas. Todo esto, por cierto, después de casi año y medio de genocidio, es decir, tras haber asesinado impunemente a periodistas de distintas nacionalidades, cuerpos de salud y rescate, personal de la UNRWA y de la ONU, activistas de diversas procedencias, de haber martirizado a más de 60 mil palestinos oficialmente (aunque la cantidad estimativa de asesinados, según la prestigiosa revista científica inglesa The Lancet, rondaría los 200 mil);  de los cuales dos tercios eran mujeres y niños; así como, tras haber bombardeado más de una decena de hospitales, otras decenas de escuelas e innumerables tiendas de refugiados. Está demás decir que, por enésima ocasión, Israel ha violado y continúa violando, de manera reiterada, escandalosa y despiadada, el Derecho Humanitario Internacional sin recibir sanción concreta alguna. Al día siguiente de este “bombardeo alfombra”, Israel asesinó a más de 70 palestinos; el 20 de marzo, Israel ha reanudado la invasión terrestre de Gaza y asesinado a lo menos 80 palestinos más; hoy, 21 de marzo, ha vuelto a tomar dominio de los corredores que fragmentan a la Franja. Al mismo tiempo, y desde hace meses (aunque en realidad habría que decir desde 1948, e incluso antes), el sionismo perpetra en Cisjordania sus crímenes de Apartheid, asesinatos selectivos y masivos, devastación de tierras cultivables, destrucción de tierras, apropiación de casas, control de carreteras y un larguísimo número de otras vulneraciones, que hoy ha intensificado macabramente bajo el amparo de una comunidad internacional que oscila entre la complicidad (EEUU y Europa), la indiferencia (las monarquías árabes) y la impotencia (un gran grupo de países del Sur Global).

Según el discurso predominante en la prensa occidental, Israel, encontrándose indignado porque Hamas no entrega a los colonos sionista retenidos, “ha abierto las puertas del infierno” (palabras de Netanyahu) en señal de represalia. Esto, obviamente, junto con constituir una banalización de una estupidez supina, no tiene ninguna correspondencia con la realidad. Al contrario, ha sido Israel quien, luego de múltiples y explícitas declaraciones hechas por Hamas a favor de cumplir con lo pactado, ha culminado por romper el acuerdo de alto al fuego, incluso sin terminar de cumplir con la primera fase de las tres que lo integraban. Esto demuestra que, a ojos de Israel, el objetivo nunca consistió en salvar la vida de sus colonos sionistas retenidos por Hamas, sino, más bien, aprovechar tácticamente la ocasión para avanzar cualitativamente en su estrategia de largo plazo: consumar la colonización y limpieza étnica de Palestina y su pueblo con miras a forjar la construcción del Gran Israel (Heretz Israel). Al mismo tiempo, esto viene reforzado por los intereses occidentales, específicamente de Estados Unidos, enfocados tanto en el control y explotación de los recursos gasíferos descubiertos en el Mediterráneo oriental, frente a las costas de Gaza, así como en el multimillonario negocio inmobiliario consistente en la edificación de zonas turísticas en Gaza una vez conseguida la expulsión forzada de los palestinos.

En suma, el genocidio que hoy presenciamos en Palestina, no sólo se encuentra motivado por el histórico proyecto del sionismo supremacista-religioso, el cual ha arrastrado consigo al sionismo colonial-secular, destinado a la construcción del Gran Israel (cuya extensión territorial llegaría incluso hasta Damasco) luego de concretar la limpieza étnica de los palestinos y otros pueblos árabes de la zona. El genocidio también mantiene vivo el proyecto de la modernidad eurocéntrica justo allí donde se creía superado: el ideario colonial y supremacista. Por lo mismo, lejos de significar un evento aislado, el genocidio actual expresa el más profundo colapso de la arquitectura internacional, terminando de sepultar las retóricas liberales, para, en su lugar, acelerar la llegada de la instancia más decisiva que tendrán los pueblos del mundo: pasar desde la resistencia frente al imperio del capital en su actual fase neofascista, hacia la sublevación contra éste.

Por Aldo Bombardiere Castro

Licenciado y Magister en Filosofía, Universidad Alberto Hurtado.

Fuente fotografía


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

Sigue leyendo:


Reels

Ver Más »
Busca en El Ciudadano