Por Francisco Javier Morales Aguilera
Doctorando en Historia Contemporánea
Universidad Autónoma de Madrid
Los estallidos sociales surgidos en los últimos años en distintas partes del mundo parecen estar conectados a una corriente subterránea de malestar ciudadano que ha irrumpido problemáticamente en el espacio público. Más allá de las particularidades de cada caso, en donde flamean banderas que exigen desde cambios económicos o el fin de la corrupción hasta mayores libertades y reformas democráticas, pareciera existir, en la mayoría de estas movilizaciones, un cuestionamiento transversal a los regímenes políticos y sus elites dirigentes. Desde una perspectiva histórica más amplia, pareciera que nos encontramos en medio de la conformación de una muy heterogénea ola planetaria de descontento social. En su seno, esta dinámica global integra numerosos y muy variados repertorios de acción, demandando solo en algunos casos cambios económicos alternativos al capitalismo neoliberal.
Al tratarse de situaciones conflictivas que emergen densamente en la esfera pública, su confrontación con el Estado y las fuerzas encargadas de resguardar el orden constituye una dinámica que se puede anticipar con meridiana claridad. Y es que los estallidos sociales han puesto en jaque la capacidad de control de las autoridades, alcanzando en ocasiones un despliegue y masividad que ha resultado difícil de manejar para distintos gobiernos. En los casos más extremos, la irrupción de estos estallidos ha erosionado la legitimidad de autoridades y regímenes políticos por igual, acercando la posibilidad de un quiebre total de la institucionalidad política. Esto ha significado un desgaste evidente de la autoridad, la cual ha debido moverse dentro de un contexto para el que no estaba completamente preparada.
No obstante esta situación, quisiéramos desplazar el análisis hacia otro punto de este fenómeno. En particular, nos interesa analizar por qué algunos regímenes y gobiernos se han mostrado más sólidos para confrontar la protesta social y, en definitiva, sobreponerse con relativo éxito –aunque con un costo social importante- a los embates contestatarios provenientes desde la sociedad civil. Haciendo un rápido recuento, tanto en Hong Kong como en Bielorrusia pasando por Nicaragua y anteriormente Venezuela -y en lo que pareciera que va a ser el caso de Cuba- sus Gobiernos lograron sortear protestas masivas que no consiguieron la caída del régimen ni tampoco la apertura de un ciclo de cambios trascendentes. Por el contrario, el marco de conflicto que se había desatado, al bajar su intensidad y ser controlados los niveles de explosividad social, derivó hacia un fortalecimiento –parcial o total- del propio régimen bajo un aura todavía más autoritaria. En este contexto, cabe preguntarse por los factores que han permitido a algunos regímenes sortear este tipo de crisis sin perder parte de su poder. Para dar una respuesta tentativa a dicha interrogante se deben considerar, al menos, estos cuatros elementos.
El primero de ellos se vincula a la naturaleza del régimen político. Indudablemente, un Estado de características autoritarias desplegará un conjunto de dispositivos represivos y estrategias para confrontar y apagar la protesta social. En el caso de un régimen democrático, con todas las mixturas existentes al respecto, se observarán distintos niveles de tolerancia con la protesta social; desde aquellos que permiten un despliegue controlado de las masas hasta el inicio de conversaciones con los propios movimientos a fin de alcanzar ciertos consensos y descomprimir así la presión de la calle. Aunque bajo esta dimensión las acciones represivas han estado igualmente presentes, de una u otra forma este tipo de régimen termina por reconocer en la protesta social a un interlocutor con el cual se debe necesariamente dialogar y negociar. En los casos de regímenes autoritarios, en cambio, no se observa esa carta de reconocimiento hacia los movimientos de protesta, pues desde el discurso oficial se cuestiona de inmediato la legitimidad de estos, señalándolos como grupos de presión reaccionarios o que están al servicio de intereses extranjeros. Hasta ahora, ni las masivas protestas que se desataron en Nicaragua en 2018 ni las que unos años antes se decantaron en Venezuela lograron derribar a las autoridades de estos países. Tampoco tuvieron éxito las protestas que se desarrollaron en Bielorrusia en el contexto de unas cuestionadas elecciones presidenciales que terminaron por dar el triunfo al Presidente Lukashenko en 2020. Al otro lado del mundo, los estudiantes hongkoneses, a pesar de su potencia y espíritu combativo, tampoco lograron cortar el lazo autoritario de la isla con el régimen chino. A casi dos años de iniciadas estas protestas, la “normalidad” ha vuelto a reaparecer en las calles y algunos dirigentes sociales, como Joshua Wong y Agnes Chow, se encuentran detenidos cumpliendo diversas condenas.
Un segundo elemento tiene que ver con las prácticas represivas, cuyas expresiones concretas remiten al énfasis anterior. Es decir, las prácticas de control y confrontación de la protesta social varían de acuerdo a la naturaleza del régimen político existente. Bajo un marco autoritario, se observa una represión inclemente, que incluso embiste contra principios elementales como el derecho a la libre expresión o la circulación y reunión de los ciudadanos. Las acciones de hostigamiento hacia dirigentes opositores, las detenciones arbitrarias y los homicidios selectivos son algunas de las expresiones represivas en este tipo de regímenes. Confrontados por una maquinaria estatal que opera bajo estas coordenadas, los movimientos de protesta acusarán sin duda mayores niveles de desarticulación y desgaste, limitando sus capacidades de acción y convocatoria. Por supuesto que un régimen democrático no es necesariamente el paraíso en materia de control de la protesta social, pues como hemos visto para el caso latinoamericano algunos regímenes que se preciaban de sus instituciones y normativas legales apostaron por apretar el gatillo de la represión sin mayores consideraciones, dejando una estela de muertos y heridos de diversa consideración.
El tercer elemento tiene relación con los propios movimientos de protesta y su capacidad efectiva por poner en jaque a las autoridades. Mientras más profundas y organizadas sean las estructuras de quienes protagonizan los estallidos, mayor podría ser su impacto dentro de la realidad social y política. Por cierto que esto último estará condicionado por el tipo de lectura que aquellos hagan de la contingencia nacional, sabiendo aprovechar lo que la teoría sobre movimientos sociales ha denominado como oportunidades políticas para la acción. Asimismo, en la medida en que estos grupos logren ser convocantes de otros actores de la sociedad civil la perdurabilidad de la protesta podría ser de más largo aliento, materializándose ya no una protesta coyuntural sino un ciclo de transformaciones más amplio. Esto parece haber ocurrido con el movimiento estudiantil chileno de 2006 y 2011 que interpeló a buena parte de la sociedad civil hasta terminar por conectarse, creemos, con el estallido de octubre 2019. La otra cara de este proceso son los movimientos o estallidos con poca organización inter-societaria, vinculados más bien a grupos de presión particulares, y que carecen de estructuras organizativas densas. Este tipo de movimientos resultan ser, a veces, más fácilmente confrontados por la represión estatal dada su especificidad y composición generacional. Y sobre ellos recae, además, la fuerza del discurso oficial que los caracteriza como movimientos anómicos y marginales.
Un último elemento tiene que ver con los canales informativos y los factores internacionales que entran a jugar en este proceso. Indudablemente, cuando un Estado autoritario controla las vías de comunicación y los medios de prensa, resulta más difícil que la protesta social y su desarrollo se conozcan en detalle en otros lugares del mundo. En este contexto, cobran relevancia las redes sociales que permiten una comunicación casi instantánea y en tiempo real sobre lo que sucede en distintas partes del mundo. Sin embargo, dichas redes no se encuentran totalmente bajo el control de los propios ciudadanos, pues el motor que les permite circular –esto es el internet- está finalmente en manos de las autoridades. Se han documentado numerosos episodios en donde el Estado ha impuesto severas restricciones, cuando no cortes abruptos, a la cobertura de internet, mermando con ello los canales y nexos informativos de los movimientos de protesta. Bajo este ángulo, los gobiernos siguen teniendo una herramienta poderosa en sus manos que usan prácticamente sin control. Desde una perspectiva internacional, cabría reseñar que la ausencia de sanciones inmediatas y efectivas –más allá del congelamiento de cuentas y activos financieros- en contra de los regímenes que han utilizado la violencia de forma desmedida y arbitraria termina jugando a favor de los mismos, pues las condenas y cuestionamientos provenientes del exterior acaban por perder fuerza. Hace poco tiempo, el Presidente bielorruso Lukashenko ordenó el aterrizaje de un avión comercial en que iba un periodista opositor a su gobierno, logrando a los pocos minutos su detención y posterior encarcelamiento. Todo ello se hizo ante una Comunidad Europea que miraba atónita este espectáculo.
Mirado en su conjunto, se podría indicar que los Estados al encontrarse en una posición predominante dentro de la esfera pública, y sobre todo aquellos de naturaleza autoritaria, logran sortear con éxito la mayoría de las veces los embates de una sociedad inquieta y contestataria. Ya sea con mayor o menor persistencia, los cuatro elementos arriba reseñados han estado presentes en aquellos escenarios en donde el régimen lejos de caer al precipicio ha salido reforzado. No se puede olvidar, además, que mientras los movimientos de protesta deben articular una serie de procedimientos y formas de organización que le otorguen un sentido a la acción, los Estados ya cuentan con un fondo normativo y con los instrumentos necesarios para confrontar estas explosiones. Aún cuando ciertas protestas han logrado abrir nuevos caminos institucionales o reformas de mayor dimensión, como sucedió con el estallido en Chile, no son pocos los casos en que la protesta social fue confrontada, desde ciertos gobiernos, con la suficiente dureza como para desgastar su impulso y mística reforzando finalmente al poder ya establecido.