Sudado, corriendo, a tropezones en la jauría neurótica del centro que hierve en su piñata navideña. Nada más, porque llama el editor acezando, exigiendo, urgiendo que debo entregar antes esta crónica por las fiestas, por la pascua, todos queremos irnos antes a la casa. Tú me entiendes. Y qué mierda me importa la pascua a mí, pienso, esquivando a la gente que pasa por mi lado con regalos y pinos y juguetes y una risita de buenaventuranza en sus rostros de fiesta.
Qué manera de gastar estos chilenos neoliberales, puteo, saludando a la rápida a alguien en el vibrante paseo peatonal. Y, en realidad, me parezco al viejo gruñón Scrooge del cuento “Canción de Navidad”; pero sin mamá no existe esta fiesta para mí, porque era ella la que se volvía loca cuando la ciudad en diciembre tornasolaba sus brillos dorados al campanilleo de trineos y pascueros transpirando la gota gorda bajo el rojo traje polar.
Era ella la que cada año volvía a ser niña armando el arbolito, inventando coronas plateadas para decorar la humilde rancha. Y era su alegría la que involucraba a la familia pensando en la cena de medianoche con el típico pollo con ensalada de apio del medio pelo nacional. Era ella sin duda la que me hacía creer en el Viejito Pascuero hasta los doce o trece años. Y yo fingía ese dulce engaño sabiendo que en el ropero se escondían los juguetes.
Y también fue ella la que de un guaracazo me cortó la ilusión una víspera de Nochebuena cuando la acompañé al centro a comprar los ingredientes del menú pascual. Y mientras ella pagaba la canela, la vainilla y el clavo de olor, me preguntó casi a la rápida: ¿Qué quieres de regalo este año? Yo entendí sin inmutarme, y sin esperar respuesta, ella me llevó volando a una librería y juguetería mostrándome un bello payaso en bicicleta que funcionaba a cuerda. Mira qué lindo, me dijo con sus ojos brillantes. ¿Quieres que te lo compre? Era a ella a quien le gustaba el juguete, lo vi en su carita iluminada por la magia del muñeco. No quiero juguetes, dije con gravedad, prefiero ese libro, y apunté un gran libro de láminas sobre la historia del cine. Y ahí comenzó mi carrera literaria, ese fue mi primer libro que marcó el fin de mi niñez. Esa noche se murió Santa Claus, y supe que la vida me esperaba con la serenata de su circo triste.
Mi mami también se fue una noche de lobos, y con ella se apagaron todas las navidades. Cuando empiezan los arreboles pascueros, me ataca una depresión melancólica que me hace odiar este carnaval de luces chillonas. Era ella mi Navidad, era su vocecita de niña pidiéndome que le trajera desde Guadalajara un nacimiento artesanal con ojos de vidrio, de los que hacen allá, cuando me invitaron a la Feria del Libro. Y recorrí los mercados y ferias de la ciudad mexicana buscando el pesebre.
Mira, mami, el burro tiene pestañas, le mostré al regresar del viaje. Y ella reía mirando al animal de ojos rizados.
Con ella se apagó la última bujía de mi arbolito pobre, y aunque mis amigos me dicen: Pero cómo vas a pasar esa noche solo, les contesto que no importa, que es una noche más, y que antes de las doce tomaré la pastilla para dormir y cerraré los ojos, como cuando era niño, esperando escuchar que un Santa Claus fucsia abra la ventana.
Y antes de caer en el acantilado del sueño, puedo oír las risas de mis vecinos brindando hermanados por la llegada del Mesías. Un segundo antes de cerrar mis pestañas de burro, aún puedo sentir de lejos la coral angélica proclamando que son las doce y que en el cielo brilla un ajeno resplandor.
Por Pedro Lemebel
El Ciudadano Nº117, primera quincena enero 2012