Saltó la liebre

La sorpresa de Michelle Bachelet al hablar por teléfono con Josefa Errázuriz debe haber sido mayor que la mía, que fue grande

Saltó la liebre

Autor: Leonel Retamal

La sorpresa de Michelle Bachelet al hablar por teléfono con Josefa Errázuriz debe haber sido mayor que la mía, que fue grande. Y el efecto, inverso al mío, que fue un grito de placer.

Seguramente la Silenciosa esperaba de algún modo -tal vez elegante- estimular a Errázuriz para que declarase, como hizo Carolina Tohá, que su victoria era la victoria de Bachelet. Y la Alcaldesa le dijo que no, que no hay apoyo a nadie si no se aplica la fórmula de Providencia: construir desde abajo un programa y un movimiento. Y de cuerpo presente.

En ese instante la perplejidad se hizo patente en el estudio de CNN; callaron brevemente los estupefactos periodistas: se había tocado lo intocable. Entonces le preguntan qué nota le pondría al gobierno de Bachelet, y responde: «un cuatro». Ojos abiertos.

En toda la campaña no hubo un solo montaje fotográfico de Errázuriz con Bachelet, ni con ningún prócer. Los concertacionistas que se acercaron la noche de la victoria a sumarse al carro, como Ricardo Solari, se fueron en silencio: no tenían espacio frente a las cámaras y ellos no están para sumarse a la multitud. Lo contrario de lo ocurrido en la Plaza de Armas, donde se presentó la plana mayor del PPD, con la diputada María Antonieta Saa eufórica correteando y saludando a los vecinos, que no estaban allí por ella.

El color verde de la campaña de Errázuriz marcó desde el inicio la diferencia. No hubo otra asociación que el concepto participativo, tal vez ya haciendo pensar, como comencé a pensar yo, que Errázuriz es la pomada que Bachelet falsifica. La buena, no la trucha.

Asi que, tras alegrarme, pensé: Errázuriz Presidente. Por qué no: aquí hay una mujer que hace todo lo que Bachelet no hace: habla con las personas, camina, cicletea (no muy bien), opina y propone. Y también manda.

Se hizo candidata de esa manera. Surgió primero, imagino, como una propuesta de quien sabe quien, en un encuentro de vecinos activos, quizás una conversación banal que se convirtió en avalancha porque las cosas estaban maduras para eso.

Y ya que estaba pensando, me acordé de mis reflexiones del domingo, reporteando por todo Santiago con mis compañeros Cristian y Leonel. Sobre todo en La Pintana, donde casi todos los vocales de mesa de la escuela conocida como «La ratonera» tenían 18 años, y muchos habían dejado de estudiar. «La ratonera» no tiene nada que ver con el Campus Oriente de la UC, o el Liceo Lastarria. Tiene el aspecto de un campo de concentración, con barracas paralelas y su «gimnasio techado» sin paredes. Sólo faltan las torretas de vigilancia.

Desde temprano, por todos lados, nos comentaban que la votación era baja: un tercio, la misma cifra que se confirmó al final del día. En la radio del auto escuchábamos a los analistas divagar acerca de la necesidad de restablecer el voto obligatorio, y a los políticos subrayar la necesidad de «reencantar» a «la gente».

Esto último es una notable expresión de franqueza, porque en su primera acepción, el verbo «encantar» significa «someter a poderes mágicos». Pero también «entretener con razones aparentes y engañosas». Los dirigentes políticos actuales quieren «encantar» con la magia de la participación, la autoestima, los propósitos comunes, la democracia o la equidad, siempre y cuando sean ellos los magos. Y el ícono principal de los magos se llama hoy Michelle Bachelet, una semideidad lejana, silenciosa, veleidosa, castigadora, impredecible, resuelta, que pone condiciones, exige y fija estrategias.

Todo lo que en realidad Michelle Bachelet no es, como lo demostró ampliamente durante sus cuatro años de Gobierno. Lo que ella demostró es que puede ser manejada, desmentida, guiada, manipulada y engañada por los Pérez Yoma, Zaldívar, Escalona, Schilling, y sobre todo los Velasco neoliberales. No importa, o importa poco, realmente, lo que ella sienta, quiera hacer o se proponga. La victoria en Providencia debe ser lo más parecido a la victoria del NO en 1988, en gran parte por el monstruo que estaba al frente, Labbé, que genera una sensación de peligro mortal inminente. Pero también por el espíritu reinante.

Volviendo a las reflexiones de domingo en la mañana, todo el descontento, desengaño y decepción que se esconde en la abulia electoral no motivó muchos comentarios, cuando en realidad era el único tema importante. No se trata de «encantar» (engañar) a nadie; tampoco de conceder graciosamente ciertos derechos, sino de respetar al pueblo como soberano. Respeto de verdad, no palmaditas de feria libre ni besitos sudados. Y también que el pueblo mismo se apropie de su soberanía, lo más difícil: que esa abulia electoral llegue un día a convertirse en huracán político.

Hace falta un conductor. O conductora. Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa lograron encarnar ese sentimiento de soberanía y someter las fuerzas centrífugas de los movimientos sociales. Para eso no hay que ser autoritario, sino fuerte. No gritón, sino articulado. No hablar demás, pero tampoco de menos. No estar ansiosos, pero sí alertas. No ser, en definitiva, Bachelet, sino Errázuriz.

Para enterrar este texto en lugares comunes, nunca se sabe de dónde salta la liebre, y el pan se le puede quemar a Bachelet en la puerta del horno.

Por Alejandro Kirk

Periodista


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