Santiago es una ciudad extraña. Y aunque es el lugar en donde nací, es difícil pensar vivir de nuevo allí, tras haber pasado más de 16 años en la décima región. ¿Por qué es extraña esa ciudad? No tiene el glamour de Nueva York, la marcha de Barcelona ni la historia de Paris. Pero, sin embargo, tiene algo de cautivante.
Su gente es, sin caer en estereotipos, rara, nerviosa, apurada, aún en la noche helada y lluviosa de un sábado. Con nuestra costumbre sureña de saludar, conversar en el supermercado o en el café, quedamos como locos al abordar a un santiaguino, si es que no nos acusan de delincuentes. No es, en todo caso, que sean agrios: tienen miedo. Temor del vecino, del que está en el auto del lado, del desconocido de la micro.
Cómo no ser temeroso, si manejar por la Alameda -por ejemplo- es un atentado a cualquier sistema nervioso. Si hasta los supuestos buenos modales del Transantiago quedaron en buenas intenciones. ¡Hay que estar atento a que una de esas orugas articuladas no te pase por encima!
Las nuevas autopistas urbanas -mal construidas, según el Ministerio de Obras Públicas- son una muestra de que los recursos sí se concentran en la capital. Es un atentado a la naturaleza humana pasar por ellas y dan cuenta, además, de los desequilibrios de tener pistas de país desarrollado en una metrópolis en desarrollo: nadie respeta los límites de velocidad, el uso de las pistas es como correr un slaloom en las canchas de Puyehue y las señales, para ser vistas sólo por un águila. Total, si nos pasamos en una salida tenemos que recorrer varios kilómetros para una vía de retorno e igual seguirá funcionando el Tag. ¡Negocio redondo!
Pero no pensemos que todo es malo.
El nuevo Centro Cultural de La Moneda es realmente hermoso; y qué decir de la actual exposición de México: un éxtasis para el espíritu. Sin embargo, en esta visita, la capital se mostró con algunas de sus caras. Mientras gozábamos de la historia de los aztecas, en la superficie, cientos de deudores habitacionales desafiaban a nuestra presidenta con un sonoro morir luchando, sin casa ni cagando; astutos periodistas esperaban que carabineros y el guanaco hicieran su entrada para mostrarnos las imágenes en las noticias de la noche y una pareja de perros -escapados seguramente de la matanza de diciembre-ejercían su sexualidad sin preocupación ninguna.
Ésta es quizás la gracia de Santiago. No son sus edificios antiguos -casi todos los han echado abajo-, ni sus nuevas construcciones, malas copias de rascacielos gringos. Es su diversidad, metida en cada situación cotidiana, de la cual los santiaguinos no se dan cuenta. Pero, para un provinciano al que le gusta observar, todo ello es muy atractivo.
Claro, sólo para unas vacaciones.
Juan Domingo Ramírez