Escuchaba una entrevista no reciente, realizada al cineasta Diego Luna. En ella le hacían el retórico cuestionamiento de que si pudiera vivir en cualquier otra época de la humanidad, cuál elegiría. Él, de manera sublime, respondió que si pudiera vivir en cualquier otra época, decidiría vivir dos años atrás. Que de esa forma ya sabría qué hacer, como actuar.
El inevitable tren sin frenos, en el que viajamos desahogando nuestras vidas, cuya última estación es certera, pero inexacta en cuanto a la hora, tiende a impedir que la vida se desarrolle con intensidad desmedida. El hecho fortuito de no saber cuándo será producido nuestro último latido, nos adentra irremediablemente a la monotonía. Destaco la fortuna que representa desconocer nuestra propia cronología vital, pues de lo contrario, estaríamos contando los minutos que faltasen para despedirnos de este plano.
En ese peregrinar de incertidumbre, se dejan en el camino lamentos. Mayores los de hacer que los de no hacer, constantes los de haber querido decir más y callar en los momentos de la absurda e incontenible explosión verbal. Los arrepentimientos destilan nostalgias que embriagan y ahogan a los perdones no pedidos. La vida se empieza a asimilar tal cual es y a dejar de interpretar, justo cuando el reloj acorta su ritmo.
El entendimiento se presenta espontáneamente develando el misterio. La forma más revolucionaria que existe para vivir es viviendo el presente. Vivir en el eterno presente. Es ahí donde el pasado y futuro se concilian; se amistan. Y permiten respirar a la locomotora mental. En ese momento, el flagelo producto de anhelar segundas oportunidades deja de quemar. Se exhibe en un sinsentido el acto de cerrar los ojos y hacerse bolita, creando mentalmente un final distinto. Como si el hecho de implorar con toda la fortaleza interna, mágicamente modificara en la materia exterior.
Al fondo de la resaca se encuentra la hidratante esperanza. El milagro impacta en el rostro con la fuerza de un recto, lanzado por un campeón de peso completo. Sorpresivamente, la segunda oportunidad llega y se muestra en todo su esplendor. Quien la recibe lamenta haberse rehusado a la posibilidad de tener nuevamente alguna buena noticia.
Las segundas oportunidades son siempre puntuales. No se anticipan ni demoran un solo segundo. Queda tomarlas sin culpa. Abrazarlas con egoísmo y disfrutarlas con la hipocresía de quien se siente merecedor de ellas. Con la conciencia plena de que el mismo milagro no le ocurre dos veces a la misma persona.
Es ahí donde al protagonista de la novela le corresponde alargar los segundos y disfrutarlos como si fueran horas. Donde el reloj se lanza voluntariamente al mar y las manecillas continúan su curso, ahora al ritmo de las olas.
Queda vivir un día a la vez, siempre un día a la vez.
Disfrutar cada día, como si fuera el último.
Si se vive así, inevitablemente, algún día se acertará.
Mientras tanto queda disfrutar la inmerecida segunda oportunidad.
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