Hace algunos meses, al caer una de las oscuras noches otoñales de San Petersburgo, encendí el aparato de televisión en la esperanza de descubrir algún programa que pudiese mitigar la crítica opinión que tengo sobre este medio de comunicación masiva, que es el más eficaz para penetrar las ya excesivamente contaminadas y empobrecidas mentes de los ciudadanos modernos.
Cabe referir que, siendo la televisión rusa vomitiva – pues responde rigurosamente al padrón de medio de comunicación de un país donde los dueños del capital dictan absolutamente todo en éste y otros ámbitos de la sociedad -, la programación televisiva rusa, como raro producto de la simbiosis del pensamiento neoliberal y de las enseñanzas de Goebbels, es significativamente menos pobre que la televisión chilena. Lo que atenúa –creo yo – el impacto de la pobreza cultural e informativa de la televisión rusa reside en el hecho de que, transcurridos casi veinticinco años del momento del inicio de la destrucción sistemática de la Unión Soviética, llevada a cabo por Gorbachov, Yakovlev, Eltsin y Compañía, todavía los pervertidos amos del país no pueden eliminar totalmente de sus programaciones el legado histórico y cultural de la gran potencia sobre cuyas ruinas florece este discriminatorio régimen económico y social – por su origen – el más criminal, injusto, retrógrado y primitivo de la actualidad. Por otro lado, el mero hecho de estar Rusia situada en Europa, donde se puede – claro está, con dificultades – encontrar información periodística menos parcial y tergiversada, hace posible que los ciudadanos interesados puedan tener acceso a una información menos estrecha y restrictiva.
Parsimoniosamente, voy apretando una a una las teclas del control remoto de la TV y -, ¡oh, desencanto! – todo continúa igual: Rusia, en período de campaña preelectoral, aparece –según se desprende de las declaraciones de Putin y Medvedev – envuelta en un curioso manto de gran potencia, hasta hace bien poco absolutamente olvidado por los dos personajes. Es de Perogrullo señalar que la vestimenta le queda bastante holgada a la Rusia actual, gran apéndice de los autoproclamados soberanos del mundo. Para muestra, ¡basta un botón!: la agresión a Libia – amiga y socia de negocios de esta Rusia neoliberal -, cuya cúpula política abandonó a su suerte al ejemplar país africano. En los días previos al nefando contubernio de las potencias neocolonialistas – encabezadas como siempre por el villano de los villanos – y a la gran traición del gobierno neoliberal ruso para con el Coronel Muamar el Gadafi y su pueblo, estuvo en Moscú, en visita relámpago, el Vicepresidente de los Estados Unidos de América, Joseph Biden. Para todo el mundo quedó claro, exceptuando por cierto a aquellos que no quisieron ver ni escuchar, que Biden se había apersonado en Moscú para dar orientaciones a Medvedev y Putin acerca de cómo actuar en la sesión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que trataría la “cuestión Libia”. Los hechos acaecidos ulteriormente constituyen prueba fehaciente de la escasa o nula independencia del Estado ruso en el ámbito de las relaciones internacionales. De suyo se comprende que incluso los intereses económicos del país no fueron – a la hora de la tomada de decisión – considerados por estos dos destacados “demócratas” rusos. ¿Sería necesario hablar de valores morales? Quizás, ante su ausencia, se podría invocar el derecho mínimo que asiste a cualquier nación en el mundo a ser dueña de su propio destino, y no de la suerte que gobiernos ajenos le quieren, por la fuerza de la armas y de la sinrazón, imponer. Las nebulosas e hipócritas declaraciones del hipócrita Medvedev, en el sentido de que Rusia solamente había apoyado la limitación del espacio aéreo de Libia, no pudieron invertir la indefectible pertinacia de los hechos: los gobernantes rusos – fieles a sus orígenes – una vez más habían caído en la traición. Las retrógradas fuerzas de la “democracia Occidental y cristiana” han emprendido, ahora, la destrucción de Siria, y Rusia, que se encuentra nuevamente en período de elecciones, ha hecho uso de su derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para evitar la invasión directa de Estados Unidos y de los países de la OTAN. La cuestión es ¿hasta cuándo Putin apoyará al pueblo y Gobierno sirios en su lucha contra la intervención militar de las grandes potencias occidentales?
Pues bien, continué la búsqueda de algún programa televisivo que me sustrajera a la siempre ingrata tarea de pensar en la injusticia que se ha adueñado de nuestro planeta. Así, apareció en la pantalla el Canal 29, de la cadena televisiva “Rossiya”, el “Canal de la Cultura”. Transmitía, directamente, desde el “Bolshoi Teatr”. Después de varios años de un acucioso proceso de restauración – cuyos costos han sido inflados en 500 por ciento -, este gigante, símbolo de la gran cultura rusa, finalmente, abría sus puertas al público. Se trataba de la ceremonia solemne de inauguración. Las cámaras, detenidamente, centraban su atención en los convidados de honra a tan magno evento. Todo brillaba: desde los relucientes y costosos coches y limusinas, de los cuales se apeaban hermosas mujeres y hombres vestidos de rigurosa etiqueta, hasta los cegadores reflejos de los collares, pulseras, aros y prendedores que adornaban los finos y elegantes cuellos, los torneados y alabastrinos brazos, las pequeñas y adorables orejas, y los magníficos y semidesnudos pechos de estas bellas mujeres rusas. Era la fina flor de la nueva sociedad rusa. Allí se divisaba el poco agradable rostro de uno de los tantos nuevos millonarios rusos; allá, se podía ver a un destacado político del partido gobernante; más allá, a otro exitoso hombre de negocios con su escultural esposa. Y así, iban desfilando ante los objetivos de las cámaras rostros sonrientes, saludables algunos, otros no tanto. También aparecían algunos representantes de la “vieja guardia”, que, de forma muy humana, no pudieron abstenerse de participar en tan connotada ceremonia. Vi, por ahí, a Maya Plitsestkaya, que ha devenido severa crítica de su antigua patria, la Unión Soviética; también reconocí – no obstante las generosas capas de maquillaje y el resultado de numerosas operaciones de cirugía plástica – a la soprano Galina Vishnesvakaya, esposa del ahora fallecido Mtislav Rostropovich, grandes críticos de la Unión Soviética, aun cuando ambos se transformaron en acaudalados ciudadanos soviéticos. Estos dos excelsos representantes del mundo de la música fueron grandes coleccionadores de obras de arte antiguo y moderno, algunas de ellas tan raras que deberían estar formando parte de las colecciones de los museos de Rusia. Pero, ¡no señor, ésta es nuestra propiedad! Durante más de cuarenta años compraron obras de arte, esto es, traficaron con el patrimonio cultural e histórico de la Unión Soviética. A propósito, hace un par de años, esta noble representante del arte del canto lírico y de los valores culturales de su país, decidió vender su casa a un ciudadano norteamericano, con algunas obras de arte incluidas, por algo más de ciento cincuenta millones de dólares.
Bueno, se dio inicio a la ceremonia de inauguración. El Maestro de Ceremonias anunció que haría uso de la palabra el Presidente de la Federación Rusa, Dimitri Medvedev. Apareció el poco asertivo Presidente de Rusia – como siempre en la tentativa vana de parecer menos insignificante de lo que en realidad es -, enfundado en inmaculado frac negro, el cual contribuyó solamente para realzar su pálido y demacrado rostro. Con una amplia y artificial sonrisa, comenzó diciendo que “como Ustedes saben, Rusia es grande y, como tal, tiene muchos ‘brands’. Pues bien, el ‘Bolshoi Teatr’ es uno de ellos…” (SIC). No creo haber puesto en sus palabras nada “de mi cosecha”. Los comentarios huelgan.
Sin embargo, no podría dejar pasar esta oportunidad para no señalar la asociación que, inevitable, se me vino a la cabeza al escuchar las poco felices palabras del anodino neoliberal ruso con algunas de las lindezas a que nos tiene acostumbrados el no menos trivial Sebastián Piñera.
De acuerdo con Medvedev, el “Bolshoi Teatr” es un “brand” (dicho así mismo, en fonema ruso de la palabra inglesa:”брэнд“), esto es, una marca; es, por decirlo de alguna otra manera, la denominación de un bien de consumo, de una mercancía. No es, para este individuo que debe velar por el desarrollo de la cultura de su país, un monumento histórico, parte del rico patrimonio cultural ruso, muy particularmente del ballet, de la ópera y de la música culta en general; no es un monumento arquitectónico único; no es, igualmente, el centro motor del desarrollo de las referidas artes: es uno de los “brands” de la Rusia actual. ¡De antología! – se podría decir.
Piñera, hermano de Medvedev en las ideas neoliberales, pero también en el hecho de enriquecerse a costa de activos ajenos – recuérdese el Banco de Talca -, a semejanza de su pariente ruso, que junto a Eltsin, Gaidar, Chubais y Putin han dilapidado el patrimonio del país, creado con el esfuerzo de varias generaciones de ciudadanos soviéticos, pues, éste Piñera, tan huérfano de discurso como Medvedev, en algún momento expresó que la “educación es un bien de consumo”, o sea, una mercancía. ¿Y qué es la educación sino la piedra angular sobre la que asienta el acceso a la cultura? ¿Qué diferencia a Medvedev de Piñera? La respuesta es inequívoca: ¡nada! He aquí, impertinente, ofensiva y desprovista de cualquier valor moral, una forma de la personificación del pensamiento neoliberal.
Por Jaime Garrido
Desde San Petersburgo
(Continuará)