Esto podría parecer una reflexión muy anciana, pero la izquierda latinoamericana es, casi de manera inevitable, propensa a la asunción de conceptos que la academia—y el progresismo—metropolitano desecha cada cierto número de años. Latinoamérica y particularmente los países de la región con una izquierda relativamente fuerte (Chile, Argentina), viven un tenso dualismo: entre la ansiedad autoctonista de encontrar lo que Mariátegui llamaba una “creación heroica”, es decir un pensamiento anticapitalista propio, y la cándida aceptación de conceptos y debates que provienen del contexto de reproducción universitaria global del primer mundo.
TECNOFEUDALISMO
Tal es el caso de la noción de “tecnofeudalismo” popularizada por el exministro griego Yanis Varoufakis, pero teorizada anteriormente por Cedric Durand en Francia, Jodi Dean en Estados Unidos, entre otros. Un debate interesante es la respuesta de Evgeny Morozov en 2022, quien mostró a partir de la obra de Robert Brenner (y su debate con Immanuel Wallerstein a propósito de los orígenes del desarrollo capitalista), que la fuerte “politización del capital” que supone el término tecnofeudalismo—y sus variantes: neofeudalismo, etc.—es en realidad una dinámica interna al capitalismo. Diríamos que la feudalización también, en términos histórico-políticos.
El libro de Cedric Durand, Tecnofeudalismo, ofrecía ya en 2020 una perspectiva muy ordenada y clara sobre el problema. No hay ninguna duda que su identificación de los “nudos” de distribución de información y la transformación de “nuestra potencia colectiva en información adaptada y pertinente” a los servicios digitales, ofrece una potente caracterización sobre la realidad contemporánea del capitalismo digital y las mutaciones impuestas por los experimentos de Silicon Valley. Con todo, su definición se basa en la recuperación de un término fundamentalmente historiográfico: feudalismo. De hecho, Durand no puede evitar recurrir a la historiografía para caracterizar el término estrella de su producción conceptual, y define a los grandes servicios digitales como “feudos de los que uno no se escapa” y a los sujetos contemporáneos como “siervos frente a la gleba digital”. El feudalismo sería un sistema de productividad baja, en el que la dominación política y económica son indisociables, y en el que el trabajo es no libre. El problema de esta definición, perfectamente distinguible para los historiadores, es que los procesos de “feudalización” y “refeudalización” del capitalismo europeo y latinoamericano han ido a la par con el desarrollo capitalista—y han sido investigados minuciosamente por autores como Ruggiero Romano. Este es precisamente una de las debilidades conceptuales del tecnofeudalismo: su intenso parecido a los debates sobre la “transición” del feudalismo al capitalismo del siglo XX, la reemergencia de formas escolásticas de discusión. Nos hace recordar esa anécdota en la que un historiador marxista, iluminado, dice haber descubierto la coexistencia de exactamente 17 modos de producción diferentes en América Latina.
Por otra parte, el término “neofeudalismo” también ha tenido rendimientos conservadores. El geógrafo conservador Joel Kotkin, en una conversación con el periodista de ultraderecha Tucker Carlson en 2019, indicaba los peligros de una tendencia a la concentración feudal del poder de los nuevos ricos nerds asentados en Silicon Valley, y la desaparición de la “clase media estadounidense” como una de sus consecuencias funestas. Posteriormente, escribió el libro Neofeudalismo, en 2023, de relativo éxito en sectores conservadores nacionalistas y nostálgicos de la vieja sociedad capitalista y la disciplina de fábrica.
La poderosa imagen de una oligarquía high-tech sin contrapeso, con un control total de los ciudadanos convertidos en “siervos de la gleba”, una estructura clasista en bancarrota cuya mejor característica es la universalización total de la pobreza frente a un puñado de superricos, parece compartir características con los esquemas de dependencia feudal. Sin embargo, ello requeriría recomponer el análisis de las tendencias feudales del capitalismo actual y el fuerte peso de las tecnologías digitales. El sector high-tech, de hecho, no supera todavía al sector servicios, y los mayores ingresos de la economía mundial todavía se concentran en la industria extractiva del petróleo y la gasolina. De tal manera que el análisis del tecnofeudalismo, centrado hasta ahora en Silicon Valley, debe inscribirse en un entramado social más complejo de la transformación de energía en trabajo, y del trabajo en plusvalía a nivel global, para seguir el modelo de George Caffentzis. La pregunta es cómo las tendencias de refeudalización que podríamos hallar en el capitalismo digital contemporáneo se articulan con el capital como un proceso global de acumulación y economización de la biósfera, proceso todavía caracterizado y signado por las dinámicas de apropiación imperialistas. De otra manera, el término “tecnofeudalismo” se puede convertir en una situación conceptual muy comprometedora, una periodización histórica que parasita de una noción de feudalismo en discusión y cuestionamiento permanente al interior del debate sobre la transición. Y, como recuerda Jason W. Moore a propósito del término capitaloceno, las periodizaciones son piedras angulares de la teoría sobre el capitalismo y del pensamiento estratégico de la izquierda.
La imagen de los tres billonarios más importantes del mundo acompañando a Trump en su inauguración como jefe de la Casa Blanca tiene el efecto ideológico-simbólico de reforzar esta noción de una oligarquía tecnofeudal que viene a “reemplazar” al capitalismo. Pero el programa de Trump sigue siendo un programa energético, un programa de economización de recursos naturales y de regulación de la escasez inflacionaria. En este sentido, su subordinación al high-tech es sólo una dimensión de una alianza interclasista en momentos de estancamiento y crisis global. Como indicaba Marx en el tercer volumen de El Capital, las pérdidas son “inevitables para la clase [capitalista y] la competencia se convierte a partir de ahí en una lucha entre hermanos enemigos”. La clase capitalista estadounidense internalizó muy bien esta lucha interclasista en el período previo a la asunción de Trump, pero su nombre, pivotal en este sentido y al modo de un “significante vacío”, asumió el rol de un punto de unificación de las demandas del capital. Si seguimos de cerca a Ernesto Laclau, Trump representa un populismo del capital: una oportunidad para tapar el vacío real de la crisis global unificando una cadena de demandas capitalistas. En ese sentido, su gobierno cierra un ciclo bastante confuso en que ciertos segmentos de Silicon Valley y Wall Street asumieron los lenguajes progresistas en su búsqueda de reacomodo y soluciones al forado mortal abierto con la crisis de 2008. Por tanto, y aquí viene el segundo problema conceptual del título de esta reflexión, el momento de debate sobre lo “woke” se encuentra relativamente agotado.
WOKE
El término “woke” tiene orígenes progresistas, pero su popularización le sirvió a la derecha para imponer lo que Stephen Shapiro llama fijación cultural (cultural fix), es decir, una reproducción del capital en la esfera de la cultura—y viceversa. Internamente desgarrada en una situación de competencia, crisis y dinámicas internas de desajuste hegemónico, la clase capitalista global encontró su propio enemigo interno: el “Complejo Industrial-Woke”, como le llama el líder republicano—y ahora miembro del gobierno de Trump—Vivek Ramashwamy. En 2021, Ramashwamy escribió Woke Inc., uno de los libros más influyentes al interior de los lenguajes conservadores contemporáneos, criticando a Jamie Dimon (Morgan Chase), Tim Cook (Apple), y Dara Dkhosrowshahi (Uber) por postrarse ante las ideologías progresistas y las políticas de la identidad. Ramashwami inventó el término “Silicon Leviathan” para indicar como el “monstruo corporativo” podía hacer juego con ideologías paradójicamente anticapitalistas. La síntesis de Ramashwami plantea que la ideología “woke” suma elementos de las políticas de identidad con sentimientos anticapitalistas que son contrarios a los intereses de la ciudadanía: “esta visión de responsabilidad social es en última instancia una estafa—no hacia los accionistas, quienes frecuentemente obtienen beneficios de ella, sino hacia el público estadounidense como un todo. Es una nueva forma de exceso capitalista”. La fórmula es extrañamente interesante: el compromiso “woke” de un segmento importante de la clase capitalista, es un exceso del capital, una forma de acumular a través de valores que se oponen a la acumulación como meta. De tal manera que la superación de lo “woke” adquirió los ribetes de una batalla apocalíptica por la autonomía del capital respecto de la cultura progresista, es decir una batalla por la acumulación irrestricta, y una guerra escatológica por el retorno a valores conservadores.
El libro de Agustín Laje La batalla cultural parece reproducir tesis muy parecidas a las de Ramashwami, aunque con el 1% de su elocuencia. Perdido en torno a conceptos como el de “desdiferenciación posmoderna” (paradójicamente acuñado primero por Fredric Jameson en Valences of the Dialectic), Laje indica que el mayor triunfo de la “izquierda” global es haber producido una desdiferenciación entre cultura y capital. El capitalismo se habría vuelto culturalmente izquierdista. Por muy malo que sea el libro de Laje, muestra un trabajo muy bien hecho por segmentos managerial de la clase empresarial: la de convencer al conjunto de la clase capitalista que el coqueteo con las políticas de identidad no iba a terminar bien. Sin embargo, este efecto es secundario. Una burguesía financiera progresista se las arregló bastante bien con Obama, quien les salvó la vida en la crisis financiera de 2008. El verdadero problema de fondo es que el capital fue capaz de crear, mediante estos ideologemas—particularmente lo “woke”—un chivo expiatorio para las masas. Este chivo expiatorio permitió a los propios segmentos neoliberales y a los superricos mostrarse como paradójicamente “anticorporativos” y particularmente rebeldes. Un momento superlativo de esta inversión dialéctica es la experiencia bizarra de ver a Elon Musk despotricando contra las “corporaciones”. Pero esta experiencia de una burguesía políticamente incorrecta se cierra con el triunfo de Trump. Hoy día todos los segmentos del capital que profitaron de las consignas de Black Lives Matter y las oficinas de diversidad y equidad se alinean detrás del trumpismo.
El capital también vive sus propias situaciones termidorianas. No basta, en este sentido, con indicar que debemos romper con lo “woke”. Eso es repetir la estrategia interna del capital, probablemente con mucho menos éxito. Tampoco basta con pretender escapular al capital robándole de vuelta lo que alguna vez nos robó poniéndolo en poleras y mercancías varias. La pregunta es siempre por ese lugar que resiste la apropiación y la mercantilización, por una política que no pueda ser convertida en energía capitalista, en trabajo, en valorización. Esa resistencia traumática sigue ocurriendo, aunque sus vibraciones sean ideológicamente invisibles, y es la lucha de clases, con su infinidad de síntomas.
LA IZQUIERDA
Para la izquierda, el problema sigue siendo el de establecer mapas cognitivos globales, como decía Jameson, y hacer las conexiones. La mentalidad aritmética y la adicción a los nombres, el nominalismo teórico, el infinito malo, deben ser consecuentemente rechazados. Si un libro ya viejo como El Capital sigue siendo tan impresionante cada vez que lo leemos, si aparece como una forma tan portentosa de hacer teoría, es precisamente porque no responde a metodologías de análisis aritmético—algo muy común en la disciplina regia de la izquierda latinoamericana, la sociología. Para entender la “ley de tendencia decreciente de la tasa de ganancia” hay que entender la perspectiva obrera sobre la ganancia a partir del concepto de plusvalía, y para entender la plusvalía hay que entender la teoría del valor, etc. Uno podría emprender un debate sobre la pertinencia específica de los análisis de Marx en tiempos tecnofeudales y en un período de profunda crisis de las políticas de la identidad, que fueron consideradas como soluciones globales al agotamiento y la desaparición de la organicidad proletaria. Pero es bien difícil negar el tipo de ruptura epistemológica que concibió el marxismo en ese momento central.
Una cultura teórica que no entiende el capitalismo está destinada a repetir los términos que produce la academia global progresista como si fueran amuletos que desnudan el presente. Su parcialidad, entonces, se convierte en un límite para la imaginación política.
Por Claudio Aguayo-Bórquez
Profesor y Magíster en Filosofía, Ph.D. en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Michigan. Profesor de la Universidad Estatal de Fort Hays en Kansas.
Fuente fotografía: Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Sundar Pichai y Tim Cook asisten al acto de toma de posesión de Donald Trump en lugares destacados del estrado, 20 de enero de 2025.
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