Temporeros, recolectores: El trabajo más fácil del mundo.

Faltaban dos días para que cierta empresa nos cancelara un finiquito atrasado que nos adeudaba


Autor: Director


Faltaban dos días para que cierta empresa nos cancelara un finiquito atrasado que nos adeudaba. A la par, una terrible crisis asolaba la economía del país, la cual sumía y sumergía nuestros bolsillos en un desolado triste orfanato de algún dinerillo.

Fue en una de nuestras obligadas caminatas sin rumbo que observamos con asombro el siguiente anuncio.

Se necesitan recolectores de tomates. Pago inmediato. Contante, sonante y machacante.

Cruzamos una mirada semi diabólica con mi asistente, amigo digo. Dinero fácil y al alcance. Esos cigarrillos, refrigerios y bocadillos varios que nos imaginábamos se hicieron reales, alcanzables como por arte de magia.

El trabajo de por sí era sencillo, pan comido, o sea, tomate comido.

Nos presentamos muy seguros ante la cabaña improvisada que se agendaba como bastión de vigilancia, cuidados y pagos sobre aquella chacra, plantación, huerto gigante.

Reconozco que nuestra seguridad y confianza para tal faena era hasta abusiva para con los que allí se presentaban. Eso debido al factor extremadamente destacado que mi contextura corporal favorecida ostentaba. Curtido en trabajos que demandaban un alto grado de competitividad ósea y muscular, es que fui esculpiendo un cuerpo que era la envidia de mequetrefes, enclenques, alfeñiques y hombrecillos varios en los alrededores.

Piernas torneadas como dos pilares acerados de canelo robusto. Brazos destacados, dibujados cada músculo posible en aquellas dos hermosas extensiones, además del ancla fuerte de mi torso blindado. Mi espalda era lo que tenía que ser simplemente. Un paredón de músculos, un racimo de uva trenzada en huesos, tendones resistentes y ligamentos fastuosos.

El Indio Kayul que me acompañaba, era un mestizo de rasgos brutos y un tanto bruto también, pero tenía estampa de guerrero inca, mapuche, náhuatl o algo así. Pinta que no lo botabas de un solo palo o garrotazo. La mirada del diablo comiendo limón. Bravío como navío de mocetones legendarios. Otro que también se había curtido a fuerza de trabajos rudos y largas sesiones de palas, picotas, zanjas y hoyos al por mayor.

Creo que éramos unos ocho o diez tipos esperando al encargado de la chacra, el cual se veía atareado conversando con alguien allá a lo lejos en la plantación que todo lo rodeaba.

Nos quedamos mirando con el indio Kayul, los que allí estaban eran puros pigmeos, minúsculos de músculos, enanos mal alimentados que parecían pollos recien secados al lado nuestro.

Una mueca sardónica solté disimuladamente a mi compadre Kayul al verme rodeado de tantos enanos.

Estamos en eso cuando vemos que viene acercándose hacia nosotros una vieja toda desarmada, mal vestida y de cabello muy largo, completamente blanco.

No lleva ni dos metros avanzado, cuando este energúmeno me dice asi como a la pasada y disimuladamente:

-Ahí viene la que estos otros están esperando.

Lo interrogo silenciosamente con el ceño fruncido. ¿Quién, qué?

Esta debe ser Blancanieves, me dice con sorna.

Fingi una tos de perro para ocultar la carcajada y los espasmos. Nadie entendía nada y por supuesto el indio maldito puso cara seria y disimulada, preguntando con el rostro qué es lo que me pasaba.

En ese mismo instante apareció de la nada el capataz de la hacienda.

Buenos días dijo. Y acto seguido entró a la cabaña choza improvisada, sacó un montón de baldes y se los fue pasando uno a uno, a cada uno de los muchachos que allí estaban, incluyendo a la mujer de cabello blanco.

Nos quedó mirando inspectivo. Yo inflé el pecho como pato en celo. El indio Kayul puso su mejor cara de asesino a sueldo.

El trabajo es sencillo nos dijo. Toman un balde y lo llenan con tomates, eso es todo. Por cada balde lleno les doy una ficha. Al final de la jornada cambian esas fichas por dinero que les daré en efectivo y al instante, eso.

Mientras nos hablaba iban llegando muchachos y muchachas en abundancia, quienes sin preguntar media palabra, estiraban el brazo y el hombre a cargo les pasaba un balde.

¿Entendieron muchachos? Nos preguntó. Si, claro, obvio, sin duda, ningún problema. Exclamamos con tono seguro, varonil y muscular.

Les daré un surco a cada uno exclamó. Cada surco mide doscientos metros.
¿Un sólo surco? ¿Perdón? Acompañando mi interrogante con cara de acidez repentina.
Le reclamé en forma briosa e inflexión decidida, queríamos tres zanjas, una era muy poco.
Estábamos ahí por dinero, no para juegos de niños o paseándose como los demás.
La avaricia me humedeció la lengua cuando dije esas palabras.

El indio Kayul, que no era mudo, pero lo parecía, inclinó la pera hacia abajo y hacia arriba apoyando mi petición.

Claro, claro dijo él, tendrán tres, sin dejar de mirarnos de forma extraña. Era obvio que estaba acostumbrado a contar con los servicios de especies infrahumanas inferiores y el vernos tan dotados, le habrá parecido inusual.

Con voz seca gritó hacia el gentío que ya estaba instalado en el predio.

-Que nadie toque esos seis surcos de allá, son de los muchachos. Todos asintieron entre si patrón y otros con la cabeza.

El balde me puso de muy buen humor, no habrá tenido más de treinta centímetros de alto por veinte de ancho. Con una veintena de tomates estaba completamente lleno y el casi medio dólar ganado por tal hazaña.

Nos dirijimos hacia los surcos de una vez.

Cuando voy llegando me saco la polera en un acto rápido, sexy y elegante. Pero con tal mala suerte que justo, pero justo al lado, al ladito de mi surco está la vieja de pelo blanco que me queda mirando y me dice con una desfachatez insultante.

-Ave maría purísima. ¿Hijo qué está haciendo?, póngase la camiseta por favor, no se da cuenta que…

Y ahí alguien gritó que el camión que venía a recoger los tomates recolectados, entraba por la puerta.

Entre tanto ruido y alboroto, no escuché nada, pero entendí claramente a lo que la vieja se refería. Quizás en el tiempo de la colonia española, cuando ella fue joven, no estaba permitido que uno anduviera así con el dorso desnudo. Pero ahora en pleno siglo veinte y algo, eso era normal y permitido, no hay para qué ser prejuicioso o colijunto o beato. Métase en sus asuntos vieja tal por cual, le grité. Me miró de manera extraña, pero no dijo nada.

Con una rapidez inusual llené el primer balde y lo fui a cambiar por la ficha prometida. Ni siquiera había avanzado dos metros del surco y ya iba por llenar el segundo balde.

Estaba con una rodilla en el suelo y la otra semi flectada, cuando un dolor en la espalda me incomodó la existencia. Me incorporé, recordé que había dormido mal aquella noche.

Continué mi labor desentendiéndome de aquella molestia insignificante en la zona lumbar, cuando percibo así como que me clavan con una aguja justo en medio de la espalda.

No digo que grité, pero para allá apuntaba la cosa. Fue bien doloroso.

Me mironeában los enclenques y cuchicheaban acerca de mi, los otros alfeñiques, eso era fijo.

En el surco de más allá, el indio Kayul recogía los tomates de una manera, bastante especial, por decir lo menos. Pensé que decía algo, que estaba cantando, recitando. La verdad es que no lo veía muy claramente, no sé si él se estaba poniendo borroso o qué.

Yo tenía las manos ocupadas limpiándome los ojos debido a cierto tímido sudor que humectaba mi rostro.

No le tomé mucha atención, pero de rodillas parecía que estaba rezando, implorando o frente al muro de los lamentos o recogiendo algo en cámara lenta. No le presté mayor atención a mi amigo.

El asunto es que me viene otra puntada en la espalda y pienso que son las abejas o los zánganos o un zancudo de día o alguien me ha arrojado una piedra y no me he dado cuenta.

Inquirí con la mirada a todos los mequetrefes a mí alrededor, nadie acusó golpe o reacción.

Enarbolé las cejas con molestia, inflé el pecho de pato en celo nuevamente y de cuclillas me dediqué a continuar con mi labor, sin olvidar vigilar y fisgonear mis otros surcos y que no me los fueran a expropiar o robar.

La vieja me seguía mirando. Yo intentaba enseñarle mi mayor desprecio.

Tenía casi listo el tercer balde por llenar. Hasta ahí por lo menos recuerdo muy claramente.

Sé que al rato comencé a rascarme las manos ó los dedos frenéticamente, los brazos, el ombligo, el pecho, la cabeza. Que sentía una especie de polvillo verde encapuchándome la nariz de una forma horrible, letal, monstruosa, que inmisericorde trataba de asfixiarme, ahogarme asesinarme ahí mismo delante de todos.

Era un día en pleno verano. El sol brillaba radiante y lacerante. Era pasado el mediodía.

En un momento se nubló completamente todo, no el día sino mi mirada y al minuto o a los cinco minutos o a los diez, nunca supe, me doy cuenta que voy acostado en una camilla improvisada de palos y ramas que los enclenques han fabricado. Creo escuchar a la vieja de pelo blanco que dice que me echen agua en la espalda, en la nuca que soy un huevo frito humano.

Llevo las manos colgando a los costados, los brazos lacios, el pecho hundido como diario mojado. Las piernas delgaditas tiritando, balbuceando y blasfemando. Entre gritos, aullidos y bramidos, digo que me duele la espalda, que quiero a mi mamá, que traigan una ambulancia, un ventilador, un médico, agua, crema, hielo, un paraguas, sombra, lo que sea.

Cuentan que ni siquiera mis gritos hicieron que el indio Kayul se levantara.

staba acostado en medio de un surco en posición fetal, tiritando y murmurando incoherencias, recitando o cantando. Con la mirada perdida, en estado catatónico, pálido como papel y agarrado a una mata de tomates.

Que estaba todo tullido, así como agarrotado, que el sol, el polvillo del tomate y las matas lo habían momificado, incluso encogido como calcetín mal lavado. Y con el pelo negro, largo y chico parecía momia diaguita que llevaban en procesión al museo o traían desde algún cementerio.

Lo sacaron en andas entre varios, repetía todo el rato “qué culpa tiene el tomate, de estar tranquilo en la mata. Qué culpa tiene el tomate de estar tranquilo en la mata”…

Que un tomate con cejas le había dicho que no lo sacara, que se apiadara de él.

Debo confesar que nunca más pasé por ese lugar. Que prefería darme tremendas e innecesarias vueltas para llegar a mi hogar antes que deambular por allí.

Miro las fotos de aquellos tiempos y me causa gracia ver que éramos dos muchachos flaquitos, de no más de un metro sesenta y cinco, pero muy bien inflados y estirados con tantos complejos que avergüenza recordar.

Cada vez que me como un tomate, pienso en tres cosas.

La primera es que en ese sencillo clavel andino, cereza exquisita y popular originaria de nuestra américa linda, va inserto el trabajo hermoso, digno y popular de miembros de ese mismo pueblo hermoso, que se levanta cada mañana a luchar contra las adversidades más terribles, contra las monstruosidades más fieras donde quiera que éstas se encuentren.

Lo segundo es que el llamado “jamón con pepas” por los pobres, es tiernamente noble, servicial, solidario, lleno de carne amaranta para llenar las panzas, rebosante de venas líquidas que sacian la carencia de vitaminas, calorías  y la sed que nos aqueje, siempre leal y solidario.

Lo último;
Cuando tomo un tomate, antes de hacerlo ensalada, le digo suavemente al oído, a la altura de las cejas… ¿te acuerdas de mi?


Por Andrés Bianque


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